Diplomacia postruptura y conflictos territoriales sobre bares

Juan Carlos Monst

Arandas, Jalisco, 1991. Su publicación más reciente es «Skynet, Bezos, Belanova» (Revista Espora, 2024).

To feel forgiveness, you gotta forgive
It’s lost on me, I believe in revenge
It’s not war, just the end of love
You’ve got the looks, but I’ve got the scars.

(It’s Not War) Just the End of Love

Manic Street Preachers

La gente celebra que su amor le dé significado a objetos, lugares y situaciones. No entiendo por qué, si al final las relaciones tienden a terminar y lo que prevalece es esa carga semántica permeando su entorno como el olor de un platillo con exceso de especias que se queda muchas horas después de prepararlo.

Pensemos en los lugares a los que uno solía acudir en pareja: cafés, bares, restaurantes, plazas, etc. Salir con alguien es como ser turista en tu propia ciudad. ¿Qué pasa con esos sitios tras los rompimientos? En el mejor de los casos, hay un reconocimiento de quién actuó como anfitrión y quién como invitado, «Ok, Mary, el bazar de ropa noventera es tuyo, pero la taquería que te mostré es mía». Una vez terminada la relación y, en reconocimiento al amor habido, se acuerda no cruzar los territorios del otro como parte de un pacto implícito de no agresión que tienen las parejas que terminan de forma civilizada. Esto casi nunca pasa.

En mi relación más reciente durante la primera cita enlistamos en una servilleta los lugares de la ciudad que cada uno conservaría tras nuestra ruptura, que se daría sólo unas pocas semanas después. Me quedé con los bares de temática tropical, ella con los pubs; yo, los restaurantes de ramen, ella, los de sushi; ella, el estadio de futbol, y yo, el de béisbol. Para bien o para mal, no la he visto por mis espacios desde que dejamos la cosa por la paz (¿o la guerra?). Como pareja dejó mucho que desear, pero como diplomática ha estado a la altura.

Dicha concesión es una anomalía. La mayoría de las veces, una de las partes manda a la otra a tomar por culo, adquiere una postura imperialista y se dedica a tomar como propio lo que conoció a través de su ex. Empiezas a ver a esa o ese fulano, otrora posible amor de tu vida, yendo a tu bar con afán sionista de quedárselo, incluso teniendo el descaro de llevar consigo a nuevos ligues. En el punto más bajo, te hace preguntarte qué vale más para ti, si tu estabilidad emocional o que Rafa, tu bartender de confianza, sepa de memoria cómo te gusta el gin & tonic. Al final, renuncias a tu bar, renuncias a Rafa, a tu gin & tonic ideal, todo se lo dejas a ese infeliz Netanyahu a quien solías llamar «cariñito» y te vas beber a otro lado, probablemente a un bar mediocre, donde te choca que expriman el limón en la ginebra en lugar de sólo darle un twist.

Lo mismo pasa con la música, el cine, la televisión, la literatura, etc. Ninguna obra fue creada especialmente para nosotros, pero se siente como una putada cuando tu expareja va por la vida con canciones, películas y libros que tú le mostraste como si los hubiera descubierto ella. Pasan de ser un regalo a convertirse en un botín. Cala más si esas obras, una vez terminada nuestra relación, se usan como armas en nuestra contra, ya sea en publicaciones en redes sociales, citadas en pláticas o en escritos.

Entre lo más doloroso de las rupturas está lo bueno que uno deja de poseer. Juan Carlos Onetti escribió: «Lo malo no está en que la vida promete cosas que nunca nos dará; lo malo es que siempre las da y deja de darlas». Algún optimista tóxico dirá que siempre habrá una próxima vez, que mujeres hay muchas, que hombres hay muchos, que personas que te besen, te abracen y te follen hay muchas. De lo que no hay mucho es gente con la que volver a tener esa dinámica tan íntima y única que desarrollamos con cada relación, al contrario, sólo hay una persona, ese o esa paria horrible que lleva a nuevos ligues a tu bar favorito y ahora habla de su desamor con ellos con la canción que le compartiste cuando tú le hablaste de tu desamor (probablemente también se la robaste a algún ex, pero por nuestra relación escritor-lector no te exhibiré).

Lo que más me duele de las rupturas es perder los chistes locales que le daban alegría y sentido de cotidianidad a cada relación. Se me ponen los ojos vidriosos cuando pienso en las dinámicas tontunas perdidas con cada rompimiento: en que ya no puedo jugar con alguien a darnos golpecitos cuando vemos un vocho, que ya no tengo con quien sentarme en un bar a dibujar parroquianos raros entre la concurrencia mientras bebemos y nos besamos o que ya no puedo bromear de sobre quién se quedará tal o cual lugar de la ciudad una vez que terminemos porque ese chiste se volvió real y nada cómico. Algunas personas intentan reciclar los chistes locales y los insertan en cada relación que tienen, lo que a mí me parece un acto triste y, francamente, cercano a la necrofilia.

Algo con lo que soy más permisivo es con la cuestión de dedicar canciones. Como lo veo, un tema va ligado más a sentimientos que a personas en concreto; por ello, no está mal que, cuando uno vuelva a creer que encontró el amor, otra vez se atreva a compartir «Fade into You», «Ojitos lindos», «Nothing Gonna Hurt You, Baby», «A la antigüita» o lo que sea que ustedes dediquen.

Si hay alguna ex con deseos linchatorios leyendo esto, que me diga si acaso usa su música para una sola sesión de pilates y luego busca nuevas canciones. Mejor aún: que me diga en oídos de cuántas personas han estado las canciones que me ha compartido. Nadie es inocente de este crimen. Aquel que esté libre de pecado que lance la primera piedra y le recomendaré una canción para que lo haga.[1]

Sloane Crosley en su ensayo El problema del poni da cuenta de una etapa de su vida en la que guardaba ponis de juguete como reliquias de relaciones pasadas, una figurita por cada ex, al cual en específico le pidió ese regalo. Para explicar su extraño hábito, Crosley comenta que, en las relaciones jóvenes, buscamos hacer de estas algo especial a través de los chistes, los lugares compartidos, las playlist personalizadas y juegos privados, ya que nuestras relaciones no tienen grandes historias como las de antes.

A diferencia de nuestros padres y abuelos, no hay fugas con toreros, duelos con pistolas o novias esperando que volvamos de la guerra; todo lo que tenemos como generación son aplicaciones de citas, encuentros en bares, cortejo en talleres o flirteo en la fiesta de algún amigo en común (a la cual ya íbamos con predisposición fornicatoria). Las historias de amor más intensas de nuestra generación, a lo mucho implican festivales de música, viajes o intercambios. Por supuesto, tu historia de faje en el Corona Capital no se compara con la de tu abuela, que era cortejada por un mariachi chulo y un fornido minero al mismo tiempo. A falta de historias épicas, esa necesidad de hacer algo íntimo y único que menciona Crosley se logra a través de compartir bromas, espacios y obras.

Ese canje también se da por medio de elementos menos luminosos. ¿Quién no se ha vulnerado revelando traumas y momentos embarazosos? ¿Quién no sintió que había encontrado a su pareja ideal después de abrir su corazón y narrar su infancia difícil, su resentimiento hacia los progenitores, su historia de desamor?

Entre los intercambios que se dan en pareja, este me parece el peor, porque, si ya es incómodo el que alguien vaya por la vida robándose nuestras canciones y lugares, es mucho peor que alguien tenga una lista de diez datos poco conocidos, lamentables, tristes y patéticos acerca de uno.[2] Probablemente, ahora mismo alguna de nuestras exparejas está sentada en nuestro previo bar favorito ventilando cosas de nosotros: la inseguridad latente, el desempeño sexual mediocre, la necedad para soltar, decenas[3] de momentos de poca o nula inteligencia emocional. Todo esto mientras bebe los gin & tonics perfectos de Rafa con un nuevo prospecto.

Me pone mal porque mis defectos siguen siendo míos y, dentro de mi ilusión de libre albedrío, es cosa mía trabajarlos o no; en cambio los traumas compartidos con otra persona ya no nos pertenecen, se volvieron parte de ese trueque que llevamos a cabo al salir con alguien. «Ok, guapa, el trato es este: te entrego un disco de Phoebe Bridgers, una receta de pasta Alfredo y la historia de la separación de mis padres; a cambio tú me das la filmografía completa de Wong Kar-wai, el gusto por los juegos de mesa y el derecho a saber que odias las piscinas a raíz del ahogamiento de tu hermano».

Por último, quedan las cosas que no le pertenecen a nadie y toman su significado derivado de nuestras relaciones y rupturas. Hace poco, compré un print, un grabado de un ángel miniatura que limpia una lágrima del rostro de una mujer con la leyenda «Love is a practice» (El amor es una práctica). La imagen me enterneció porque sentía que ese día iba a terminar con alguien (y así fue), lo compré porque me recordó que quizá en unas horas iba a dejar de practicar el amor.

Cuando subí a Instagram una foto, mi mejor amigo, recién separado de la chica con la que había compartido hogar y la crianza del niño de ella durante un par de años, me contó que su expareja había comprado el mismo print poco antes de separarse, justo cuando su relación se redujo a negociaciones, tirria y distanciamiento paulatino. Mi primera reacción, producto de un corazón recién roto y demasiado susceptible, fue querer darle a dicha ilustración un sentido oscuro, como si de un cuadro maldito se tratase. Un par de días de reflexión y cuartillas desechadas de un borrador previo de este ensayo[4] me hicieron ver que el print no es especial ni macabro, sino sólo un objeto cargándose de significado gratuito por la ruptura.

Si hay elementos malditos en las relaciones, son los comportamientos erráticos, esos que casi siempre anuncian el final: regatear lo que esperamos como pareja, «podría perdonar su infidelidad si…»; usar nombres sólo para expresar molestia, «Juan Carlos, te he dicho mil veces que…»; hastío con lo que daba cotidianidad «siempre pones esa canción», etc. Lo peor es que esos patrones de conducta, como las canciones amor y desamor que tanto nos llegan, puede que ni siquiera sean nuestros, sólo objetos que nos dejaron sin querer las personas con las que rompimos antes, algo así como cuando sigues recibiendo durante años los estados de cuenta y recibos de alguien que ya no vive contigo.

Al final, lo único que se siente como propio e intransferible es nuestra forma de expresar amor, aunque caigamos en la repetición y nuestro terapeuta reduzca nuestra colección de canciones, historias, gestos, libros, películas, sitios, outfits, recetas, versos, chistes, palabras, errores, aciertos y otras cosas a «patrones».

Como cierre, me dirijo a cualquier persona con la que llegue a salir en un futuro para decirle que, si te hablo de On the Edge como mi película favorita, si vuelvo a compartir «You, Me, Dancing» de Los Campesinos!, si te cocino pizza, si te llevo a mi tienda favorita de discos, si te cuento de la separación de mis padres, no es que me repita, sino que he pulido y restaurado las herramientas que uso para decir «te quiero». Espero que te permitas hacer ese trueque de cosas que nos harán pareja y así construir chistes locales (mi parte favorita), mientras Rafa nos prepara gins. Tú también podrás entregarme tus reliquias de persona enamorada, no voy a preguntar si son nuevas o recicladas, eso sería una descortesía. 

[1] «I Hope Ur Miserable Until Ur Dead» de Ness Barrett. Gran tema para lapidar.

[2] Como la manía de hacer listas para todo: lugares favoritos, comida favorita, mejores amigos por año, hechos vergonzosos, enemigos —ya sean reales o imaginarios—, fracasos laborales.

[3] Cientos. No venimos a este ensayo a condenar exparejas sin reconocer que a su vez hemos sido bastante parias.

[4] Casi arruino este escrito centrándome en una ilustración que compré por cuarenta pesos junto con un café americano y unas frituras de camote.

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