Dientes

Melinna Guerrero

Aguascalientes, 1993. Uno de sus libros más recientes es Sobre pedazos de vidrio (Círculo de Poesía, 2022).

Le pido a S. que me muestre sus dientes. 
Estamos tendidos
y junto a mi lado, a esta altura,
tengo una vista perfecta para verlos.
Pienso que, de esta forma, puedo conocerlo un poco más, desde otro sitio.
Mirarlo para recordarlos después, años después, para que la imagen de sus dientes se convierta en una huella en esta playa.
S. obedece, confundido, y abre su boca como quien toma bocanadas de aire cuando se es niño; por un momento puedo ver su cara de pequeño, y sus dientes que son los mismos que cuando tuvo esa cara que acabo de conocer.
Entonces noto que uno de sus dientes incisivos, abajo, se encuentra casi fuera de la encía, a punto de expulsión; extranjero y pequeño como una alubia.
No lo había visto antes, ese diente que camina hacia afuera. Incluso cuando sonríe no lo he notado.
Él se disculpa, apenado, por una fuerza que viene de él, pero no es totalmente suya. La fuerza del cuerpo que empuja
sé que ése es uno de sus tantos secretos, y que los secretos del otro son así, uno debe buscarlos y merecerlos.
«Porque la muela del juicio empuja», dirán los dentistas, que ese diente se muestra así, el mismo diente que podría ser la cola del animal que vive en las muelas, enroscado, sin rostro.
Muelas, dientes-escamas. Así aprendemos, como los reptiles, que hay partes nuestras que perdemos, que nos abandonan. Caen.
Un laboratorio sobre las pérdidas, los dientes.
Pero perder un diente también nos enseña sobre preservar. Nadie lo tira, en seguida se le cae a uno un diente. Debajo de la almohada lo acomodamos para que el ratón nos ofrezca una recompensa por aceptar que nos desprendemos, que el cuerpo empuja sobre nosotros. Y agradecemos la minúscula manzana que descalabra el tiempo.
O quizá los dejamos bajo la almohada porque algo de nosotros se ha quedado lejos, y creemos que podemos unirlos de nuevo a nosotros a través de la noche.

S. permite que yo vea sus muelas, donde aparece el fantasma alimenticio y los cuentos que recorren su infancia; la caries que le pintan un río negro en el primer molar; el descuido de un par de muelas que se han vuelto amarillas.
Los dientes son calcio, fósforo y magnesio, luego nuestra historia.
Ellos no olvidan que trituramos el dulce duro de las paletas de nuestra niñez hasta volverlas polvo.
Cuadernos del cuerpo. Incisos. Muelas.
Quizá le pido a S. que me muestre sus dientes porque quiero encontrar las palabras que no dijimos durante el sexo.
Sé que yo escribiré después de hoy, después de haber visto sus dientes, después de que se vista y se aleje en un taxi, pero ¿él? ¿Tendrá palabras para esto?
Para mí no es suficiente, por eso busco una palabra en sus dientes, aunque sepa que las palabras nacen en otro sitio.
Quiero que el sexo sea también un texto.
Entonces imagino que de las palabras quedan restos, en los incisivos, en los premolares; y que las muelas del juicio son palabras que quieren vivir, a pesar de su edad, a pesar de ser viejas, y los dentistas declaren que ahora no sirven para nada, y que hay que extirparlas para no verlas, ni sentir que no tienen lugar, por viejas, porque un día fueron importantes para el cuerpo y ya no.
La alubia que le sobresale de la encía a S. es una oración a punto de ser dicha.
Él cierra su boca, y sus labios sellan aquel nido.
Nos besamos, y nuestras bocas se convierten en un lugar, en una cueva sin pasadizos.
Esta vez soy yo quien lo llena, quien se posa adentro; acaricio sus dientes con mi lengua, para borrar el rastro de alguna palabra.
Para quedarme con ella.
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