Diccionario de genios desconocidos [Fragmento]

Manuel Baixauli

Sueca, Valencia, 1963. Este es un fragmento del Diccionario de genios desconocidos, extraído de la novela Ignot (Edicions del Periscopi, 2020).

Traducción del catalán del autor

Cosmina Ionescu, artista (Otopeni, Rumania, 1963 – Bucarest, Rumania, 2005)

Lo primero que pintó a la acuarela, a sus ocho años, fue un escarabajo. Un Goliathus regius. No sabía que se llamaba Goliathus regius. Ignoraba, como todo el mundo, que en el planeta hay treinta mil especies documentadas de escarabajos. Lo copió de una enciclopedia, para estrenar las acuarelas que le habían traído los Reyes Magos. La satisfacción cuando lo acabó fue tan intensa, los elogios de su madre tan enfáticos, que decidió matricularse en la Școala Municipală de Artă, donde aprendió a representar la naturaleza tal como la vemos, deformada por la perspectiva y el claroscuro. Pintó jarras, piñas, vasos, calabazas, botijos… Se cansó pronto de los bodegones y buscó motivos que le resultaran inéditos. Pintó una papelera forrada con una bolsa negra de plástico, llena de arrugas; pintó una vista de los urinarios con sus baldosas sucias y agrietadas. Se había convertido en una pintora realista. Se hartó también de copiar y buscó aventuras formales, y concibió imágenes que la gente de su entorno calificó de oníricas: un individuo con una piedra por cabeza, una calle con edificios sinuosos y consistencia de yogur… Durante la adolescencia, cuando la mente apunta a intereses distantes, Cosmina no abandonó la pintura, que la depuraba de perplejidades y fracasos. Se convirtió en una artista experimental, cada obra le salía con un estilo diferente, si no antagónico, a la anterior. Hacía probaturas convencida de que, en arte, todo estaba por hacer. Ya no dibujaba ni pintaba del natural, no copiaba, se guiaba sólo por la imaginación. A sus 18 años ingresó en la Universitatea Națională de Artă, de Bucarest. El primer año iba en tren desde el pueblo. Perdía tres horas entre ida y vuelta, tres horas que ocupaba llenando de esbozos un cuaderno de apuntes. En la facultad, muchos colegas vestían de manera estrafalaria; cuando pintaban, en cambio, eran reaccionarios y mostraban una falta alarmante de oficio. Los que tenían mejor técnica solían ser tímidos y vestían, como ella, suéteres de punto hilvanados por sus madres. Para el segundo curso se instaló en Bucarest, en un piso de estudiantes. Con cartón de embalar neveras, forró una habitación del apartamento y la convirtió en estudio. Por las mañanas, siguiendo las anodinas indicaciones de los profesores, dibujaba o pintaba en clase; por las tardes trabajaba en su taller o visitaba exposiciones. No se perdía ni una, conocía todas las galerías, desde las más vanguardistas hasta las más comerciales. Pasaba horas en los museos y en las bibliotecas de los museos, donde, a través de catálogos y revistas, se mantenía al día de la actualidad artística mundial.

Cosmina pintó muchísimo durante sus años de formación, trabajos de clase, pero también obras pensadas para concursos. Después de algunas experiencias decepcionantes, en que no ganó ningún premio y en que, como máximo, llegó a la categoría de finalista, comprendió qué tipo de obra interesaba a los miembros del jurado, que solían repetirse en lo que parecía un circuito cerrado. Fue pragmática, pintó pensando en ganar, y durante un lustro acumuló numerosos galardones y se hizo un nombre. Pero un día abominó de la mediocre rutina de los certámenes. Acabada la carrera, volvió a vivir en el pueblo, donde, lejos de los estímulos culturales de la capital, sintió el impulso de mirar dentro de sí misma, de buscarse. Se acondicionó un taller en un piso antiguo que ella misma, dedicando muchas horas, restauró. Allí pasó semanas enjaulada, dibujando, rumiando, escuchando piezas para teclado de Bach, las sinfonías de Bruckner o los últimos cuartetos de Beethoven. Los cajones del estudio estaban repletos de dibujos. Hizo exposiciones, alguna en el extranjero, pero a medida que pasaban los años le crecía por dentro una insatisfacción vaga, indescriptible, con su obra. Había dejado de ser una pintora sumisa a las modas, pero no se había encontrado a sí misma. Redescubrió Masaccio, Piero della Francesca, Fra Angelico, Mantegna, Vermeer, Rembrandt, Cézanne, al tiempo que decrecía su interés por el arte contemporáneo y, especialmente, por el arte experimental. La figuración, las formas pacientemente elaboradas, el oficio ejercido con rigor, le atraían más que las inconsistentes aventuras del siglo XX. Su comprensión del arte había ido en dirección inversa a la de los libros de texto: había empezado por el arte actual y había evolucionado, lenta, hacia el antiguo. Escasa de ideas, con la sensación de repetirse, Cosmina descubrió que ya no disfrutaba pintando y dejó de asistir cada mañana al taller. Primero se había alejado de los cenáculos, ahora de la pintura.

Pasaron dos décadas. Cuando ocasionalmente visitaba el estudio, sentía pesar. Los pinceles, los tubos de pigmento estrujados, los cuadros incompletos la reclamaban desde un pasado remoto. Su yo de pintora era un yo difunto, antepasado suyo.

Se casó, volvió a vivir en Bucarest, tuvo hijos, llenó su vida de tareas y aficiones. Un día visitó, junto con toda la familia, el Muzeul Național de Istorie Naturală Grigore Antipa. Fueron por sus hijos, a quienes fascinaban los animales y el carácter lúdico, interactivo, de estos centros. Para los críos fue una excursión más, como las que harían más tarde a museos de historia natural de París, Londres y Bruselas. Se hicieron adictos a estos escaparates del mundo animal y vegetal. Pero la visita al Muzeul Grigore Antipa supuso, para Cosmina, una revelación. Allí dentro, ante las vitrinas llenas de coleópteros, descubrió cuál había sido su problema con la pintura: no había buscado la belleza. Contemplando, fascinada, la diversidad de formas, colores y texturas de aquellos insectos, Cosmina comprendió que había estado demasiado tiempo mirando su propio ombligo, y no había reparado en la belleza que la envolvía. Había sido ciega al universo. La naturaleza, mucho más rica que cualquier creación humana, le indicó un camino a seguir.

Cosmina retomó el dibujo, inspirada en fotografías de insectos, en publicaciones de naturalistas y botánicos, en los mismos bichos o plantas del natural. Si en un parque descubría una cucaracha, quedaba extasiada observándola. Recordó que, de pequeña, había sacrificado algunas de estas bellísimas criaturas, y sintió que tenía una deuda con ellas. Dibujó y pintó hormigas, mariposas, lirios, hojas de alocasia, mariquitas, corales, vértebras, caracolas, todo en gran formato. Alquiló un ático viejo, cercano a casa, para trabajar sola, sin interrupciones, como había hecho de joven en Otopeni, su pueblo. Llenó las paredes del taller de formas complejas, lo convirtió en un minúsculo museo de historia natural de belleza amplificada por el filtro de la artista.

Pero lo que apasionaba a Cosmina, por encima de todo, eran los escarabajos. Elaboró una serie larga y exclusiva de ellos y se propuso mostrarla al público. La exposición, en una sala de titularidad municipal, fue un fracaso. No gustó a nadie. La gente abandonaba la sala a pocos segundos de haber entrado, nada más ver los enormes bichos en las paredes. ¿Por qué rehúyen la belleza?, se preguntó Cosmina. No vendió ningún cuadro, nadie la elogió.

Al fracaso profesional se unió la ruptura del matrimonio. Entregada obsesivamente a la pintura, había desatendido al marido, a los hijos, la economía familiar. Se instaló, sola, en el taller, donde no había de dar cuentas a nadie, en un exilio interior, y donde no tardó en rodearse de los seres que veneraba: los coleópteros. Los nutría a cambio de tenerlos a mano, y consiguió que abarrotaran el ático. Se movían libremente, incluso por encima de ella, que escuchaba, complacida, la mortecina crepitación producida por las incontables extremidades. Dibujaba y pintaba a todas horas, siempre del natural. Sentía que había alcanzado su plenitud.

A sus cincuenta años, mientras reordenaba carpetas y cajones, encontró el primer escarabajo que había pintado, cuando era una niña. Se conservaba bien, aunque el papel había adquirido un tono ocre. Después de tanto tiempo, aquella acuarela le produjo la misma satisfacción que cuando lo había acabado. No tuvo problema en identificar el coleóptero como un Goliathus regius. El género, Goliathus, de la familia Scarabeidae, da nombre a los insectos más gruesos que se conocen, los más pesados, tanto que, cuando vuelan, producen un sonido que recuerda al de un helicóptero.

Cosmina se preguntó cuándo y por qué se había desviado de aquel camino, y se congratuló de haber vuelto, de disfrutar como una criatura cada vez que cogía un lápiz o un pincel. Eso era el éxito; el resto era humo.

Dibujó y pintó directamente sobre las paredes del estudio, que llenó de escarabajos. Pintó también sobre el suelo y sobre el techo, y lo hizo con tal perfección que sus creaciones se confundían con los bichos reales, en una superposición movediza que producía vértigo.

Una tarde se presentaron en el taller dos alumnos de la Universitatea Națională de Artă que pretendían hacer un trabajo sobre ella. Querían filmar un vídeo, tomar fotos, editar un catálogo sobre su obra. «Usted confecciona, manifiestamente, un corpus que pone en cuestión las limitaciones conceptuales de la mimesis», dijo uno de ellos al avanzar unos pasos dentro del piso —no era fácil moverse sin aplastar un bicho—. Cosmina Ionescu, ante aquel tono pedante, esnob, falsamente admirativo, los miró fijamente y dijo: «¡No entendéis nada! ¡Ni conceptos, ni hostias! Me interesa la belleza. La belleza con mayúsculas». Y los echó antes de que desenfundaran la cámara. «¡Cretinos!», gritó mientras se alejaban por la escalera. «¡Hasta que no dibujéis y pintéis un Goliathus regius como Dios manda no tenéis ningún derecho a llamaros artistas!».

Cosmina Ionescu murió, a los 52 años, como mueren tantos genios. Asediada por tópicos y malentendidos. Incomprendida.

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