(Rosario, Argentina, 1951). Uno de sus libros más recientes es Oratorio (Vaso Roto, 2021).
Dos jóvenes checos saltan de un tren nazi que los lleva a un campo de concentración. Ya están en territorio alemán. Presuntamente los han visto porque, a medida que corren y se internan en el bosque, atrás se oyen disparos al grito de Halt!
No hay más argumento que éste: los jóvenes huyen, se abren paso por el bosque, que es a la vez refugio y amenaza, espacio atiborrado de ramas, arroyos, y claros inesperados, que se abren a alguna hora que se parece al día. Y, así, calculan formas de supervivencia o asisten al episodio de su propio miedo, mientras crecen simultáneos el hambre, el cansancio y la infección en los botines.
La cámara, mientras tanto, avanza con ellos, como si fuera ella misma un tercer desertor. Lo hace en blanco y negro, a ras del suelo, en medio de un silencio atronador, tropezando e irguiéndose de nuevo para atrapar esos enigmas que el bosque cede a cada paso: la súbita aparición de un pedregal, las hormigas que se trepan al cuerpo de los jóvenes, como si ya estuvieran muertos, los árboles que caen sin que haya a la vista ningún talador.
Se me dirá que no es la primera vez que el cine usa el recurso de una cámara cómplice. Es cierto, sólo que aquí la complicidad va mucho más allá de lo visual. Aquí, la imagen se transforma en máquina de recordar y también en caligrafía cruda de las emociones. Así, ciertas escenas vividas en la ciudad de origen, cuando aún circulaban tranvías y era posible atravesar el gueto, incluso bajo la mirada torva de los S.S., vuelven una y otra vez a cobrar cuerpo en el bosque de la huida, esta vez bajo una luz quemada que encandila. O bien, asistimos, como testigos, a esos momentos psicóticos, cuando uno de los jóvenes, acorralado por el hambre y la sed, mata a una campesina a cambio de leche y pan. (En realidad, no es seguro que la mate, las imágenes se desdicen, la escena vuelve a ocurrir, una y otra vez, con resultados diversos). Lo único cierto es la alucinación. Lo único innegable, la reversión a lo arcaico y animal, como una forma paradójica de resistir a la aniquilación.
Y luego, sin que nada lo anuncie, he aquí que el film da una voltereta y cambia de rumbo, haciendo aparecer de la nada a un puñado de viejos, un grupo de cazadores octogenarios y grotescos, que apenas se sostienen y parecen salidos de un capricho de Goya. ¿Quiénes son? ¿De dónde provienen estos seres injustificados, con sus cuellos y puños raídos, su piel ajada, sus risas putrefactas, su mediocridad intrínseca? ¿Cuál es su relación con el poder? ¿Por qué atrapan a los jóvenes? ¿Por qué ofician una misa-fiesta para comer y beber, con ferocidad desdentada, ante los jóvenes desahuciados e indigentes?
Que yo sepa, ninguna crítica del film ha hecho hincapié en este giro repentino que es muchísimo más que una denuncia. El mal, lo supo ya hace mucho tiempo la filósofa Hannah Arendt, anida y se exacerba en la banalidad, volviéndose allí más peligroso, precisamente por ser menos visible y, por ende, menos susceptible de ser identificado y enfrentado. Yo propondría que, en este caso, el grupo de los viejos aparece para que nosotros volvamos a indagar qué función cumplen las mayorías silenciosas en los grandes horrores políticos del mundo. No importa si hay dolo o apenas ignorancia, ceguera, indiferencia. Esa responsabilidad existe, no prescribe y es, todavía hoy, uno de los secretos mejor guardados de la historia.
Se me dirá que en el salón contiguo a donde los viejos traman y ponen en escena su patética fiesta, hay un oficial alemán. Es cierto. Pero son los viejos, no los nazis, quienes toman a su cargo la persecución; los que, con sus rifles de aire comprimido, dan rienda suelta a la danza siniestra de la cacería, la tortura y el posterior fusilamiento de los jóvenes.
Diamantes en la noche, la extraordinaria película que filmó Jan Nemec en 1964, basándose libremente en la novela de Arnošt Lustig, La oscuridad no arroja sombra, sabe que el bosque ha sido, desde tiempos inmemoriales, «selva oscura», puerta que conduce al infierno, es decir a las guaridas de todos los perseguidos que custodian, en su interior, el germen del desacato. Sabe también que, en esa metonimia de la noche, se esconde un espejo oscuro que vuelve diáfano lo inentendible. A ese fragmento de otredad lo llamamos conciencia, vecindad con las verdades menos pronunciables del desamparo humano. Acaso el arte no sea otra cosa.