Era costumbre en mi familia, de larga tradición de magos, indagar en lo sobrenatural. Cada año, enseñábamos lo que habíamos aprendido. Mi padre fue el primero en comenzar. Se encaminó hacia la mitad del jardín y, con una rama, moldeó un extraño picaporte, que hincó en el suelo con fuerza. Empuñándolo, de un giro abrió la tierra en dos. Con terror contemplamos los abismos en llamas. Mi padre cerró su proeza y se sentó.
Entonces mi hermana, la prestidigitadora, se subió a la mesa y deshilvanó los arabescos del mantel, que se convirtieron de inmediato en serpientes. Mientras los reptiles desaparecían entre la hierba, mi tío se transformó en un vaso de agua. Sin esperar a que disfrutáramos de la transfiguración de la materia, su hija se lo bebia de un trago y provocaba una tormenta que nos dejó empapados.
Bajo un sol frío que iba a volver tan sólo en sueños, toda la familia brindó por el poder de la magia.
Antes de irnos, mi adorado abuelo se levantó y propuso un último truco que no olvidaríamos jamás: la inigualable destreza, imposible de comparar, de dejarnos de querer para siempre.