Iain Sinclair (Reino Unido, 1943). Es autor, entre otros libros, de Ghost Milk: Calling Time on the Grand Project (Hamish Hamilton, 2011).
Tu futuro ya fue usado.
Marlene Dietrich a Orson Welles en Sombras del mal
Los perros de Bruselas, aunque esto sea menos notorio ahí que en Londres, cagan sin reservas. Aun antes de la cuarentena, observé que las humeantes ofrendas caninas en las aceras de Londres no eran recolectadas con mucha frecuencia. Y ahora las pequeñas bolsas azules son lanzadas a los árboles. No ayuda que Victoria Park, el primero de los parques no-reales y nuestro famoso «pulmón verde», haya puesto candados a todas sus puertas. Su tráfico usual de visitantes se ha visto forzado a transitar por un angosto camino de sirga en el que mantener una distancia social adecuada involucraría caminar sobre agua. Y mientras tanto, más adelante por esa ruta, empleados de la empresa Considerate Constructors mantienen su trajín esencial, trabajan hombro con hombro para promover vistas tranquilas del canal y una vibrante vida de mercado.
Cuando me ofrecieron una residencia en Bruselas para marzo de 2020, en un apartamento céntrico provisto por la Casa de la Literatura de Passa Porta, no podía dejar ir la oportunidad de volver a interactuar con el poeta Guy Vaes en su propio territorio. «Annie Proulx estuvo en tu cama durante dos meses», me dijeron. «Los pasó investigando sobre construcción de barcos y escribió una adorable pieza sobre lo que podía ver desde esa ventana, cuando trabajó en el escritorio grande». Otros visitantes, intimidados por la leyenda de quienes estuvieron ahí antes que ellos, garabatearon en la mesa de la sala. Cuando recorrí el largo corredor hacia la librería en la que tendría lugar mi evento, noté que estaban retirando el cartel de John Banville, el siguiente participante anunciado. Sus consejeros médicos le habían prohibido viajar en avión en ese momento.
Mi traductor, Adolfo Barberá, nunca se había sentido tan conflictuado por su doble vida.
Ahora que el Brexit era un hecho, como se prometió, su narrativa interminable había sido reemplazada por pronunciamientos lúgubres y cantaletas sobre cómo defenderse del terrible y célebre virus que todo lo abarca, la covid-19.
Pero el prolijo negocio de no hablar continuó en Bruselas. Adolfo había asistido a una conferencia de David Frost, el exdiplomático, ceo de la Asociación de Whisky Escocés y consejero de Boris Johnson. El hombre elegido para dirigir las negociaciones del acuerdo post Brexit. El público de Bruselas estaba alarmado por la brutal intransigencia de Frost y su tajante repudio a cualquier compromiso. Para entonces todo en la ciudad estaba desalineado, aceleraba y disminuía su velocidad al mismo tiempo en un efecto que Guy Vaes, como hombre de cine, hubiera reconocido cómo hacer un acercamiento durante un tiro de seguimiento. Adolfo me mandó una fotografía que había encontrado: Vaes, pelón, ojos observadores tras lentes delgados, con pluma en mano, entrevistando al productor/director Sidney Pollack, todo rizos y patillas, en la mesa de una cafetería.
El filtro distanciador de memoria histórica interactuó con los horrores de la Bruselas contemporánea. Mensajeros no dejaban de llegar desde el pasado, forcejeaban para seguir adelante a través de los «sepulcros blanqueados» de Joseph Conrad hacia la casa en la que recibió su comisión del Congo. Todas las líneas de fuerza serpenteaban hacia esa monstruosidad inflada sin razón, el Palacio de Justicia del rey Leopoldo II. Vagué por sus resonantes corredores durante horas, descubrí un oculto puesto de libros del que, en una ocasión afortunada, Adolfo extrajo planos antiguos de su ciudad. Cuesta abajo, esperando fuera de la estación Gare du Midi, donde migrantes económicos que intentan vivir de recolectar sobras y limosnas caen de borrachos en el corredor de recién llegados viajeros de Eurostar, vi una fotografía del Boulevard Du Midi en 1880, cuando Van Gogh se alojó allí. El Palacio de Justicia estaba entonces en construcción, aún no tenía su cúpula embarazada.
Esperaba que el director Chris Petit llegara de Róterdam. Había ido a una proyección de Asylum, una película en la que habíamos colaborado durante el cambio de milenio. Desorientado, emergió el director, con su impecable maleta de piel, como una cita viviente de Auden —y aquellas pocas semanas embrujadas en las que el poeta se quedó aquí durante el invierno de 1938.
Está nevando. Empuñando una pequeña maleta,
él camina con paso firme rumbo a infectar una ciudad
cuyo terrible futuro tal vez ya ha llegado.
Nuestra proyección tuvo lugar en la bodega de Molenbeek, donde los arquitectos hicieron espacio para performances espontáneos, danzas y discusiones. «Lo que intentamos hacer», me dijeron, «es disolver límites». La visión de Vaes viviendo en Amberes e imaginando Londres fue hecha manifiesto en una inspirada proyección de material de archivo mudo de la autopista m25, en un panel ovalado tras una puerta de vidrio. Asylum, con su intencionalmente degradada superficie, abrió con una narración en off que había olvidado:
El virus fue terrible. Se creó a sí mismo en un caldo proteínico de mala televisión, con el solo objetivo de destruir su propia memoria, los últimos rasgos culturales...
Adolfo sugirió una última caminata antes de dirigirnos en auto a Amberes para visitar a Lydie, la viuda de Vaes. La temprana edición de London: A Pilgrimage, de Blanchard Jerrold, con grabados del gran Doré, era una posesión apreciada. Fue un regalo de Lydie, elegido de la biblioteca de su esposo. Luego, mientras nuestro guía nos llevaba más allá del viejo matadero de la ciudad y de la calle donde el «Hombre del sombrero» fuera arrestado tras el bombardeo del aeropuerto en 2016, las llamadas comenzaron a llover. Primero, que el evento en Passa Porta se cancelaba. Tendría lugar a puerta cerrada y sería grabado en video. Después, que Lydie no podría recibir visitantes. Finalmente nos enteraríamos de que David Frost y su contraparte europea, Michel Barnier, tenían ambos los «leves síntomas» de covid-19 que parecían afectar a políticos de edad avanzada.
Sin pasar tiempo en Amberes, no podría acercarme más a los secretos de Vaes y su proyecto londinense. Sabía que él había disfrutado meses veraniegos en la costa de Knokke, a la que yo estaba intentado llegar en tranvía costero desde Ostend. Pero era demasiado tarde y el turismo se sentía póstumo y cuestionable. Me bajé en Blankenberg y forcejeé con viento y lluvia para llegar al final del que parecía ser el último muelle de Europa. Tiempo de ir a casa. Y de regreso a los libros. Las páginas curtidas de mi copia de Londres ou Le Labyrinthe Brisé seguían pegadas, reservadas desde el día de su publicación en 1963. Cuando las corté y abrí por fin la justification du tirage, encontré una borrosa inscripción a lápiz. Inspeccionada con una lupa, parecía decir: «Lain de passe». Sin haber conocido al poeta muerto, su pasado se había vuelto mi futuro
Traducción del inglés de Iván Soto Camba.