Es verdad que no salgo de mi casa,
pero es verdad que sus puertas
(cuyo número es infinito) están abiertas día y noche
a los hombres y también a los animales.
Que entre el que quiera.
Jorge Luis Borges, «La casa de Asterión»
a mi familia museal
Una creatura o varias te observaban en el túnel, después había un monolito, ilustraciones de la época victoriana y concept art para películas de Disney. ¿Recuerdas ese paisaje colorido de Eyvind Earle? Es lo más cercano que hemos estado a la pulcritud de un castillo con hadas.
Sí, es verdad, en esta exposición llovía. No, el cuervo no estaba, sólo Edgar Allan Poe. Cthulu tampoco, pero sí las penas del infierno, junto a los dioses otomíes. Había una pistola que, según testimonio de Guillermo, pesaba bastante incluso para su dueño, que resultaba ser un demonio. ¿Alguna vez te habías preguntado por el peso de un arma? ¿Por el cuerpo de un fantasma? El rostro es importante, la mirada de los muertos debe tener personalidad, tanto como sus heridas: íntimas, pero a la vez históricas. ¿Cómo se confecciona una herida? ¿Qué tan abierta hay que dejarla para encontrar una respuesta?
Sí, justo en esta sala desde donde hago memoria se aparecía Santi con la preciosa ruptura en su cráneo de porcelana a través del efecto Pepper que nos explicó Eugenio, Dédalo contemporáneo. Sí, con este efecto funciona el croquis de cristal de este museo, observa cómo se desmontaron las más de novecientas cincuenta piezas; desde el monstruo de Frankenstein, parte del elenco de Freaks y el Hombre Anfibio. Mira cómo las posibilidades del amor se extienden en una piel con escamas. Observa la caída de los muros de la muestra. En un laberinto, este concepto de «frontera» se reemplaza por el de respiración: el muro contiene o vacía. En un museo, las ruinas no son ruinas: nos llevan al Palacio de Cnosos. Estamos en la casa del Minotauro, siempre con las puertas abiertas.
Cuando el equipo del museo recibió a Guillermo del Toro con sus múltiples creaciones, inspiraciones y referencias que no discriminan ninguna época (en este caso, desde el siglo xvi hasta lo contemporáneo), estuvimos conscientes de la magnitud de esta travesía espacio-temporal. Toda una producción que le dio visibilidad internacional a uno de los museos más importantes (y queridos) de Guadalajara. No obstante, las variaciones de esta experiencia tuvieron efectos incluso físicos en quienes estuvimos en la producción (mis omóplatos a contraluz, por ejemplo, son ahora alas traslúcidas).
La variación más enriquecedora fue la de los visitantes; mil doscientos entraban a escena por día y en uno de esos días Diana Bracho llegó y platicó, a partir de contemplar el vestuario de La cumbre escarlata, la importancia de que en una película de época el cuerpo cree memoria de un tiempo que no le perteneció a través de la vestimenta.
Había también más de ciento treinta mediadores para recibir a los visitantes y guiarlos en este recorrido circular, que nos permitió descubrir la fortaleza de los personajes infantiles en situaciones tan adversas como una guerra, reinventar el arquetipo del héroe e, incluso, volver a meditar qué vamos a ser después de nuestra muerte, ¿se nos permitirá ser vampiros? ¿Faunos? Pensándolo mejor, fuimos ciento treinta faunos y nos tocó ver llorar a algunos espectadores con la conciencia de su finitud en la mano.
Un museo ejerce como laberinto, sus posibilidades confrontan y sus salas son cicatrices en constante curación, tanto a escala personal como colectiva. Dar fin a una muestra como la de Guillermo del Toro significó liberar al Minotauro. Reinventar el mito. Nuestros deseos no recaen en la aniquilación de lo que es distinto a nosotros. Y para la comprensión de ello, los visitantes entran en escena una y otra vez. Y el laberinto, como es su naturaleza, será distinto.