Desde la ventana, / Carmen Peire

a través de una cortina de agua, observo la pastelería de la esquina, uno de los pocos negocios que se mantienen abiertos en el barrio. Allí está su dueña, puliendo las letras doradas del escaparate, a saltitos, pelo corto y un inmenso crucifijo de esmeraldas colgado al cuello, ostentoso como la chaqueta de encaje con la que atiende el negocio. Fuimos amigas un tiempo, cuando le ayudé a ampliar licencia y poner una terraza en la plaza, no muy grande, lo suficiente para vender también cafés y refrescos: ella se quejaba de que todo le resultaba muy difícil. Me volqué con ella, vaya si lo hice, más que con otras personas, acaso por extranjera. Recuerdo el día en que se presentó a merendar con una bandeja de pasteles y su seducción a cuestas, la cabeza ladeada y voz de arrullo para pedir ayuda. Y yo, qué tonta, se la di. Fui al ayuntamiento, busqué un diseño bonito de mesas y sillas, y macetones que adornaran el espacio. Pero después, cuando ya lo tenía todo y yo me quedé sin trabajo, vino el vacío. Pequeños detalles que destilaban gotas de veneno y que cercenaban mi autoestima: cruzaba de acera para no saludarme o denegaba las invitaciones que yo seguía ofreciéndole, para ir a casa, al teatro, a dar un paseo por el parque. Ahora pienso si mi actuación no fue una forma de racismo a la inversa, pero racismo al fin y al cabo. No la traté igual que al resto de mis amigas porque era extranjera, y quizá fuera ése el poso de resentimiento que se instaló en ella. Las amistades con fondo de conveniencia y desigualdad pasan factura.
     Además, sin trabajo, he pasado a formar parte de esos entes que pululan por las calles sin ser vistos, y donde antes había agenda de relaciones ahora hay soledad. No me puedo quitar de la cabeza cuando el jefe me llamó al despacho, sintiéndolo mucho, eso dijo el muy cabrón, pero los malos tiempos, la crisis, un reajuste de plantilla. Indemnización, muy poca, tantos años para casi nada. De golpe, un huracán vertiginoso: sin amigos ni dinero, vuelta a las clases particulares, como en mi época de estudiante. Después de ¿cuántos años, veinticinco, treinta? Muchas entrevistas de trabajo, claro, pero no son tiempos favorables, menos a mi edad, entrando en la menopausia. Cada vez más recluida en casa, el único refugio que me queda, menos mal que he pagado la hipoteca. Eso y el no tener hijos me ayuda a sobrevivir, aunque llevo meses sin pisar la calle salvo lo imprescindible. Incluso la compra la hago por teléfono y me la traen a casa.
     Llueve, lo lleva haciendo todo el día. Gotas y vaho en el cristal de la ventana. A veces, para entretenerme, me imagino cómo podía haber sido la vida de la ciudad en el pasado, cuando los caballos tiraban de calesas, barrenderos tras las boñigas, el adoquinado del suelo, el ¡agua va! desde las ventanas… O bien pienso en el futuro que nos espera: acaso mutantes contaminados al acecho de sus víctimas, seres viviendo bajo tierra para escapar del control totalitario; la posibilidad de la teletransportación, ¡ah, viajar por el tiempo! Todo menos pensar en el aquí y ahora. El presente huele a pérdida, a ceniza y desencanto. La fuente de la plaza sin agua; las tiendas y escaparates casi todos vacíos con letreros de traspaso, venta o alquiler. Qué diferencia con unos años antes, cuando el barrio estaba lleno de vida. Ha habido un corrimiento de tierras: todo sigue allí, pero no del mismo modo.
     Me salieron diminutas ampollas en la piel y empecé a pelarme. Fue de las pocas veces que salí de casa. El dermatólogo dijo que era estrés pero intuí otras razones que no me atreví a confesar, porque después de usar la pomada que me recetó sentí que ya no era la misma, y la necesidad de empezar de nuevo se fue apoderando de mí. De nada me sirve estar encerrada y observar desde el primer piso lo que pasa. No me hace bien pero aún no encuentro suficientes motivos para salir. Mi mundo se ha desmoronado y yo me regodeo en el dolor.
      Sigo observando a la pastelera, omnipresente, una realidad de sonrisa corta y modales falsos que ocultan su trastienda. La conocí gorda, aunque diga que de joven era delgadísima y que su cuerpo cambió cuando dejó de fumar, y por la tiroides, ya se sabe, porque yo apenas como. ¡Si se atiborraba a pasteles! He conocido otras mujeres vampiro, pero ella gana a todas, engorda con desgracia ajena, chupa la energía y los contactos de los demás para su beneficio. Ahora lo sé. No me llamo a engaño.
     Un día, a la vuelta del dermatólogo, en una de mis pocas salidas a la calle, me topé por casualidad con el cocinero que trabajaba en la pastelería. Lo había visto siempre entre fogones y experimentando, a lo suyo, como si encontrara la felicidad en la harina, en la manipulación con las manos, en los hornos. Me contó que se había despedido. Debí poner cara de sorpresa pues era cuando mejor iban las ventas, cuando la pastelería había ganado el premio al mejor gourmet del año por la calidad y originalidad de sus dulces. En las entrevistas que hicieron a la dueña no había parado de decir: me lo merezco, llevo muchos años experimentando para conseguir la finura de mis pasteles. Es un honor que me consideren la mejor, creo que mi esfuerzo ha sido recompensado. Pero el cocinero me contó que las recetas eran suyas y que ella se las había apropiado. Eso fue lo que le indujo a marcharse. ¡Qué tonta!, pensé en aquel momento. Había preferido quedarse sin la persona que le podía procurar más prestigio e innovación, y todo por un simple premio. Vaya contrasentido: le había oído miles de veces criticar el sistema gastronómico, que los premios se los daban a los de siempre, que todo estaba podrido, y luego resultó que estaba dispuesta a todo por un reconocimiento. ¿Qué importancia tenía el premio del año? ¿Tanto como para traicionar a su cocinero, que podía seguir garantizándole nuevos éxitos?
     Pero aquello alivió en parte el dolor que su despecho me había producido. No había sido sólo yo la víctima, era la costumbre de usar y tirar, un tipo de relaciones humanas primitivas, reminiscencia del canibalismo. Al menos así lo viví en un primer momento. En cambio, me asustó que el mal producido a otros me aliviara, me produjera empatía. ¿Por qué sentirlo así? ¿Era acaso un sentimiento tan primitivo y ancestral como el suyo? Tuve la sensación de haber entrado en otra esfera de sentimientos. Mientras las cosas me fueron bien, la vida fluía por sí sola y no hubo dificultades, no tuve oportunidad de mostrar otra cara, la que ahora aparecía, la que poco a poco tomaba presencia y se dejaba impregnar de otras sensaciones que hasta entonces no había tenido. Cuando me di cuenta de ello, me quedé mucho más desorientada y el miedo a salir de casa se hizo más evidente. Me sentía lacerada, quería aliviarme y no lo conseguía. Decidí poner orden dentro de mí. Ante lo que los demás consideran sentimientos buenos o malos, me preparé una escala de valores diferente: sentimientos activos o pasivos. Son buenos los sentimientos que hacen avanzar, malos los que paralizan o hacen retroceder. Afuera la moral hipócrita, esa que vende que la envidia es mala, la venganza también, el rencor no digamos. Había que ser bueno, pero eso ¿a qué conducía? Sin la maldad, lo mismo que sin la mentira, no se puede avanzar. Había sido buena con la pastelera, la había ayudado todo lo posible, ¿de qué me había servido? Al cocinero le pasó lo mismo, pero al menos él había cobrado un sueldo. Entré en una dimensión desconocida: ¿por qué se juzgaba los sentimientos de la naturaleza humana? Estábamos hechos de todo ello, amor, odio, simpatías, venganzas, memorias y olvidos… Éramos así. ¿Se podía juzgar como bueno o malo que tuviéramos dos brazos, que anduviéramos erguidos o tener sólo dos ojos? No, es nuestra constitución, algo inherente al ser humano. Como la envidia o el rencor. ¿Por qué son malos? ¿No era acaso algo intrínseco? ¿O era algo aprendido? No se nace odiando, lo mismo que no se nace hablando o caminando, pero en nuestra constitución está la posibilidad de hacerlo. Creo que empecé a madurar, a aceptar las cosas como eran, no como yo quería que fueran.
     La pastelera entra ahora en la tienda, ha finalizado la limpieza de las letras. Un niño apoya su cara en el escaparate y mira con ansia el interior, se mete la mano en el bolsillo y saca un billete. No distingo la cantidad exacta pero seguro que da para una buena ración de dulces. El niño se decide a entrar, abro la ventana, quiero ver con más claridad. El niño señala un pastel, la pastelera se lo da y le arrebata el billete, pero en vez de ir a la caja registradora y darle la vuelta, veo cómo se lo guarda en el bolsillo de la chaqueta y acto seguido lo echa de la tienda. ¡Será posible! El niño vuelve a entrar y señala una chocolatina. Ella niega con la cabeza y lo empuja de nuevo a la calle. El niño se echa a llorar y siento un velo en el cerebro, mi corazón se acelera, sale un murmullo de dientes apretados. Lo vivo como un sentimiento activo, que acciona mi mecanismo interior. Con qué placer me desquitaría, no sólo por el niño, también por mí y por el cocinero… ¡Ay, si tuviera una pistola! Con una sola bala alcanzaría, o con un simple susto. Si se pusiera farruca, con qué ánimo le daría un tiro en la rodilla para que deje de dar saltitos al limpiar, o esos movimientos de pingüino cuando pasea. Terminaría en la cárcel, lo sé, aunque bien pensado, que me alimente el Estado una temporada. A cambio la pastelera se quedaría coja y con el escándalo a lo mejor cerraba la tienda.
     De golpe me veo allí, dándole la mano al niño para entrar en la tienda y dirigiéndome a la pastelera: Devuélvele el cambio. Ésta, sorprendida, cambiaría su expresión con una sonrisa: Te equivocas, querida, le he invitado a un pastel y ahora dice que me ha dado un billete; puedes ir a la caja registradora y comprobarlo. Me acerco a ella en plan ladino y, en cuanto puedo, meto la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar el billete. La pastelera, sorprendida, se abalanza, yo saco la pistola escondida bajo la gabardina, le meto un tiro en la rodilla y le digo al niño: Come hasta reventar. Tardaré en llamar a la ambulancia.
     Algo dentro de mi cabeza gira y un sabor agridulce me envuelve. Huelo la humedad de la calle y la grasa del rencor, o de la venganza, no lo sé muy bien. Lo que sí sé es que, por primera vez en mucho tiempo, me retiro de la ventana, voy al armario, me pongo la gabardina y salgo de casa.

 

 

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