«Del sol de Dios ventana cristalina» / Antonio Deltoro

A la verdad

Hija del Tiempo, que en el Siglo de Oro
viviste hermosa y cándida en la tierra,
en donde la mentira te destierra
en esta fiera edad de hierro y lloro.

Santa Verdad, dignísimo decoro
del mismo cielo, que tu sol encierra;
paz de nuestra mortal perpetua guerra,
y de los hombres el mayor tesoro;

casta y desnuda virgen, que no pudo
vencer codicia, fuerza ni mudanza,
del sol de Dios ventana cristalina;

vida de la opinión, lengua del mundo;
mas ¿qué puedo decir en tu alabanza,
si eres el mismo Dios, Verdad divina?

De todo este poema de Lope de Vega, mi corazón y mi memoria —que en francés son casi sinónimos— se han quedado sólo con un verso: «Del sol de Dios ventana cristalina».
     Un amigo, Fabio Morábito, sostiene, y quizás con razón, que para que un verso exista tiene que ir acompañado, al menos, por otro. Pero, para mí, «Del sol de Dios ventana cristalina» es un verso como tal, independientemente de que los otros del soneto vegeten en el limbo de mi olvido, hasta el extremo de que tenga que ir, como ahora, a buscarlos en un libro, en vez de llevarlos en la memoria. ¿Es un verso porque lo encontré en un soneto, acompañado por otros que le daban carta de naturaleza? ¿O porque nació como verso y esta condición subsiste por el tipo de verdad que encierra y por su belleza? Creo que, a diferencia de los demás del poema, trasmite una verdad poética, intraducible, íntimamente ligada a su calidad sonora y de imagen. Creo que alguien que ignorara que forma parte de un poema y que lo oyera sumergido en una conversación lo destacaría como un organismo extraordinario, de diferente especie, dentro del cuerpo de la misma: como un verso.
     Este verso lo llevo como una obsesión, con la misma fuerza, pese a su aparente claridad, con que se lleva un misterio. Asociamos la palabra misterio a la dificultad, a lo obscuro, y la palabra obsesión con el dolor de cabeza y la angustia; pero también hay obsesiones felices y misterios luminosos, que no nos dejan comprender la fuente de luz, la fuente del misterio, ni acercarnos a ella, pero sí a sus criaturas y admirarlas. Estos misterios son luminosos como el sol y como el fuego, impenetrables. Por muy luminosos que sean, no dejan de ser incomprensibles, pero aceptamos, por sus dones de calor, el no comprenderlos.
     Una confesión: normalmente me interesa, quizás demasiado, la opinión que los demás tengan sobre mí, pero supongo que a alguien que pertenezca a una religión le interesará, sobre todo, el sol de Dios, algo más grande que cualquier opinión. Curiosamente, cuando siento la poesía, ya no son las opiniones de los demás, ni mi lugar en el mundo, lo que me importa, sino algo mayor: el misterio de la existencia, y ese misterio no me ocupa: me despierta, me hace vivir. Para mí, la verdad del mundo está en su poesía; las otras, las técnicas, las científicas, las políticas, son verdades de diferente índole que me involucran y que me emocionan menos; puedo alcanzar estas verdades a condición de estar siempre excluyéndome, si quiero ser objetivo, y si me incluyo y me busco, me veo demasiado en un espejo y pierdo el mundo (qué maravilla no ser Narciso: hundir la cara en el río y refrescarse, viendo fluir el agua sin el rostro; la levedad de ver al mundo y sólo verse de vez en cuando y de paso). Sólo puedo sentir la verdad en la poesía; los poemas son, para mí, las pruebas escritas de su existencia: «Del sol de Dios ventana cristalina».
     Coincido con Eugenio Montejo en que, en ausencia de los dioses, la poesía renueva lo sagrado, hasta tal punto que es nuestra última religión. Para el poeta venezolano nuestro mundo actual es ateo, no porque descrea de Dios, sino porque descree del mundo: del misterio.
     Creo que hay que tener mucha fe y mucho agradecimiento para decir este verso como se merece, con una confianza recibida desde el nacimiento y renovada cada día. Como no podemos tener contacto directo con el sol de Dios, tenemos que mirar por una ventana cristalina, transparente, pero con una transparencia musical, que la palabra cristalina transmite, porque si el sol es de Dios, también la ventana es divina.
Este verso está dividido en dos partes: la primera pertenece al cielo por entero y está formada por palabras monosílabas, aliteradas en des y en eses; la otra, terrena, pero volcada hacia arriba, perteneciente al hombre, compuesta por dos palabras que nos dan un observatorio desempañado y diurno. En prosa, lo que dice este verso no tiene apenas chiste: la verdad es la ventana cristalina del sol de Dios. Gracias al hipérbaton es una revelación: del sol de Dios ventana cristalina.

Puede un verso destacar sobre todos los del poema que lo contiene, hasta el punto de quedarse aislado en la memoria. «Del sol de Dios ventana cristalina» ha borrado en la mía todos los versos de este soneto dedicado a la verdad, de tal manera que me ha quedado como una definición de ésta; al menos de un tipo de verdad elevada y luminosa, fuente y señora de todas las verdades, misteriosa pero visible. No creo en Dios, pero sí creo en este verso, y cada vez que lo repito lo saboreo como si creyera en Él. Los demás versos del soneto son acartonados, retóricos, poco creíbles, al menos para mí, y creo que también para nuestro tiempo; sólo éste: el último del primer terceto, que, seguramente, para Lope, no era el más notable (no lo es por su posición y no creo que aparezca en ningún centón de versos o de frases de la época), es un verso que me trasmite una verdad poética. Es uno de mis versos preferidos, pues en mi fuero interno a este tipo de verdad aspiro.

 

 

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