Del prólogo a una novela / Bárbara Jacobs

El editor de If Press me encargó entrevistar a la autora de ‘Tis Pity que sea puta, cosa que yo no quería hacer, pero que hice en atención al espíritu de apostolado que me inspira la editorial, que es en donde trabajo y además en cuyas instalaciones vivo.
     Las razones de mi resistencia (que espero que nadie haya notado) son que nunca he hecho ninguna entrevista y que me siento tan contenta con lo que hago que ya no quisiera experimentar con nada más. Soy la empaquetadora y aparte la asistente del velador de la propiedad. De nueve a cinco empaqueto libros (y me siento Virginia Woolf, que empaquetaba los libros de su Hogarth Press, que su esposo fundó y montó para ella, para que ella, que, al tener, por herencia, medios económicos con qué vivir, al haber sido vetada como universitaria y al no tener hijos —y aun cuando tuviera perro—, vivía exclusiva y excesivamente encerrada en sus tormentos y sus libros, los que leía y los que escribía, se distrajera de su mundo de escritora y no se volviera loca, ya había intentado arrojarse dos pisos abajo por la ventana de su casa de familia, en dos ocasiones, tras la muerte de su mamá) y de noche ayudo a cuidar el lugar, acompañada por una linterna de leñador y por mi perro Pope, que es muy buen guardián.
     Mi casa es un cuarto de azotea adaptado como una vivienda tan bien acondicionada y puesta que para mí es toda una residencia, con vista al Gran Café de Tlalpan, esto es, siempre que me asome desde mi terraza y encuentre un hueco entre las ramas y las hojas de los altos árboles del parque allá abajo por el que, con binoculares, alcance a verlo, viejo y grandote, poblado por ecos de pasos y voces y sillas que se acomodan y tarros de café cuando vuelven a posar sobre el plato correspondiente o la mesa, música hasta cierto punto tan armoniosa que acalla el ruido del tráfico de coches y autobuses de la calle, y que, aun cuando no llega al estruendo, tiene lugar día y noche, en tres carriles en cada sentido, al lado del camellón, amplio, con árboles y bancas, y que incluso corren sobre las vías del tren, lustrosas por más que inútiles, pues el tren que las recorría dejó de recorrerlas tiempo atrás.
     Comparto una pared con la bodega, un alto y profundo galpón con estanterías repletas de libros y escaleras corredizas para alcanzarlos. A Pope le gusta recorrer conmigo los pasillos. Lo sé porque mueve la cola, gesto que distingo con la linterna con la que incursionamos los dos de noche por esa profunda oscuridad, más que nada para oír el silencio, porque el barrio en donde se encuentra If Press de por sí es silencioso, y la gente y los servicios y comercios y viviendas y transportes y demás demases que lo constituyen ni son numerosos ni producen o emiten casi ningún ruido. Yo hasta tengo la impresión de que los pobladores nos protegen, parecería que les causamos gracia, a lo mejor respeto, se refieren a nuestras oficinas como «la librería», porque son gente de pueblo, que quizá desconoce lo que es una casa editora como la nuestra. Imprimimos en imprentas externas, así que tampoco nosotros hacemos mayor ruido, ni emitimos aires contaminantes ni provocamos, como consecuencia de ninguna alta tecnología, apagones ni otros estruendos en la zona.
Una de mis ventanas da a las oficinas de la editorial. Es la más grande y es a través de la que me entra más luz, a veces incluso demasiada, porque me deslumbra cuando me siento a leer los fines de semana (los cinco días intermedios leo con luz eléctrica al amanecer, antes de bajar a la mesa en la que empaqueto). Pero no me quejo, porque con la luz me entra también el calor. Salvo la del baño, que es un tragaluz con ventilación, las otras ventanas, de la cocina y la recámara, dan a un terreno enorme y enormemente vacío, excepto por la hierba seca, que yo veo como espigas de trigo, naturalmente altas y finas, y de un amarillo más bien apagado. Imagino que lo atravieso y que llego a un río caudaloso, que me atrae con el ruido de cascada que hace el agua que corre y corre por su cauce, sin parar.
     El editor, que hace años se doctoró en literatura comparada en la Universidad de Boston, siempre ha trabajado en el mundo de los libros y las letras, incluso desarrolló una caligrafía muy particular que lo distingue (cuando lo veo escribir, así sea rotular un sobre, no puedo evitar sentir que escribe con verdadero placer, como si lo saboreara). Hizo una revista literaria hasta que se le ofreció la oportunidad de ser propietario y dirigir If Press, que en este 2010 cumple cincuenta años como editorial independiente, creo que la más antigua en español con estas características, como de misionera de la cultura, para darse una idea bastaría con ver el catálogo, con los títulos en cada una de sus colecciones, que van, de acuerdo a una aproximación del lema de If Press, desde las obras menores de autores conocidos hasta las obras mayores de autores por conocer, que abarcan la literatura, la política, la historia, el cine, la economía, la sociología, la psicología, el teatro, la lingüística, la antropología, la arqueología, el arte, la ciencia, la danza, la poesía, la filosofía, la arquitectura, o que en pocas palabras y en conjunto recogen lo sobresaliente que configura y marca el siglo xx, todos los acontecimientos y todas las escuelas encaminadas hacia el mismo principio de educar o civilizar a través del conocimiento. Comoquiera que sea, a mí me gusta como causa a la cual dedicarle mi vida, me siento apóstol y hasta activista de este ideal.
     Pero decía, el editor es un sesentón, alto y flaco, que tiene aspecto de poeta o de editor, con anteojos de aro redondo y saco de tweed con botones abultados forrados de piel café. Se me olvidaba decir que, con la poeta con quien vive y con la que tiene dos hijas (la mayor, cantante en un coro universitario, y la menor, restauradora), en su juventud tuvieron una librería en el centro, detrás de la Catedral Metropolitana, que se llamaba —¡no viene al caso recordar!, pero sí decir que, cuando vendió la librería para tomar posesión de If Press, me invitó, como asidua y ferviente clienta de su altar al libro, a formar parte de su equipo de colaboradores.
     Recibí la propuesta como una bendición. En esos momentos tenía veintidós años y estaba medio perdida, picando aquí y allá, sin decidirme a ser, aparte de lectora, si bibliotecaria o qué, porque también era feliz imaginándome como excursionista. Anclada a una silla leyendo, o en fuga permanente entre bosques, montañas, valles, playas en invierno, ríos, soledades. Acababa de salir del orfanato en el que crecí y en donde seguí viviendo mientras me eduqué, y empezaba a tantear cómo arreglármelas sola en la vida. Siempre me gustaron los dos mundos, el de los libros y el de la naturaleza. Y me parecía que en el fondo las dos inclinaciones o vocaciones se encontraban y se combinaban, porque las dos son formas de vida solitaria, que es en la que mejor me acomodo yo. Estar encerrada entre libros para mí es como abarcar la libertad pero sin sentirme perdida, y estar sujeta a la naturaleza también me impide sentirme perdida, ante la variedad de posibilidades que me ofrece la vida al aire libre. Podría ser, por ejemplo, rescatista. Las dos modalidades de vida me transportan a mundos ricos que me atraen por igual, en los que mi contacto con el interior y también con el exterior no se echan a perder ni se rompen y hasta son útiles, aunque sean silenciosos o se lleven a cabo en lenguajes particulares que no siempre se entienden, ya sea con los autores o los usuarios de una biblioteca, o con los animales, las ruinas, las plantas, las estrellas y las vías de tren, o de paso con los excursionistas perdidos o accidentados. En todo caso, la propuesta de trabajar en If Press me pareció la solución ideal, entre otras razones porque el editor, aparte de sueldo, también me ofreció vivienda, y en pocas palabras me dio la impresión de que trabajar en una editorial me permitiría ser útil y no me impediría leer ni salir de excursión, así que acepté entusiasmada la tarea de empaquetar y vigilar. Y el hecho fue que, después del desconcierto de los primeros días, me he acomodado bien bajo el techo de If Press y las órdenes del editor.
No había sentido ninguna amenaza a mi nueva vida, tan armoniosamente encausada hasta que el editor me encargó entrevistar a la autora de ‘Tis Pity que sea puta, una novela que deja estupefacto al lector descuidado, pero que a pesar de todo If Press se va a arriesgar a publicar en los próximos meses. Y mi desconcierto se debió a que no sólo nunca había entrevistado a nadie, sino que tampoco había escrito nunca una sola línea. Esta especie de reportaje es lo primero que escribo, mi fuerte en los estudios a los que tuve acceso (el orfanato me facilitó la educación completa hasta llegar a hacer una licenciatura, la hice en letras, en la Universidad Nacional) fue leer, no escribir (acredité la tesis con trabajo social, fui asistente de la bibliotecaria de la Facultad). Pero If Press me impone, y tampoco quiero perder mi casa de azotea, así que sin dar muestras de ninguna resistencia, de inmediato empecé a prepararme para salir bien del apuro.

     El sábado a las diez de la mañana jalé la cadena de la campana y la propia Sara me abrió la puerta número 53 de la calle de Fray Rafael Checa, en Chimalistac. Verla en persona por primera vez fue tan impresionante que me cortó la respiración, pues sentí que nos parecíamos de una manera tan poderosa que podíamos haber sido madre e hija, cosa que su imagen, en fotografías de prensa o aun por televisión, no me había transmitido antes. Tengo que admitir que pasó por mi mente, de hija de orfanato de padres desconocidos, la idea (¿el anhelo?, permanente, insaciable) de que efectivamente Sara fuera mi mamá, pero el hecho de que fuera central en su vida haberse negado la maternidad, y de que, en toda la información que investigué para prepararme precisamente para este encuentro, no me hubiera cruzado ni siquiera con la sospecha de que Sara se hubiera nunca embarazado ni mucho menos hubiera tenido nunca un hijo (¡una hija!), me regresó a la realidad (es decir, a la decepción). No me malentiendan. Aparte de los puntos de comparación más evidentes (ser mujeres, blancas, de una constitución similar aproximada), no nos parecemos como pueden parecerse unos gemelos, y quizá ni siquiera compartamos ese aire de familia que hace a otros deducir parentescos. El parecido conmigo que me transmitió mi primera impresión personal de Sara se trató de algo distinto, algo muy poderoso, inmaterial, incomprobable, que simplemente soy incapaz de poner en palabras, pero que tampoco puedo negar y ni siquiera dudar de que se manifestó.
     Sara llevaba puesto un par de botas de hule color rojo oscuro que se perdían bajo el vestido de lana, suelto, gris, que le cubría de sobra las rodillas y que llevaba puesto a su vez debajo de un más bien pesado delantal azul de rayas blancas, verticales y gruesas. Se zafó un guante tosco de la mano derecha para saludarme. Cuando estrechó mi mano sentí, quizá por la temperatura helada de la suya, que lo hacía más con la resignación de una persona huraña aunque avergonzada de su misantropía, que con el gusto de quien ejercita de forma natural la hospitalidad. Pero sonriente (¿con sonrisa vacilante o mi propia inseguridad distorsionó mi impresión?), a la vez que se me adelantaba y con un leve gesto alusivo me hacía pasar al fondo del jardín a un costado de la casa, frente a una mesa con mantel (de manta cruda) sobre el que se encontraba un periódico en apariencia aún sin abrir, me señaló una silla de madera con un cojín (de lana, artesanal, también de color crudo) en el asiento y, mientras yo me sentaba y me acomodaba, ella levantó de un rociador la cabeza de una manguera y reanudó la ocupación que habría tenido que interrumpir con mi llegada, y que era la de regar el pasto y las plantas, algunas de ellas en macetas grandes de barro.
     Estábamos en otoño en la Ciudad de México, y aquella mañana el clima era fresco, pero el sol brillaba sobre nuestras cabezas, la de Sara a intervalos cubierta con un sombrero de ala ancha de paja, pintada de negro.
     —Sara —me oí dirigirme a ella, pero como desde muy lejos—, ¡pues aquí estoy! —que fue la exclamación que salió de mis labios, y que para mi orgullo resultó un golpe, por obvia, ordinaria y por lo tanto sobrante.
     Sara silbó, tan femeninamente que su silbido fue casi inaudible y, sin embargo, de inmediato se nos acercó a buen trote un perro alto y largo, fuerte, de pelo corto y claro, y a mí, como buena amante de los perros, me pareció que sonriente (y además podría asegurar que a Sara también le pareció así).
     —Maco, Maquito —lo llamaba con variantes Sara repetidas veces al mismo tiempo que le acariciaba la cabeza con el burdo guante que nuevamente se había puesto, pero que momentos más tarde se volvió a zafar, ahora los de ambas manos, y que dejó caer frente a mí sobre la mesa, ante la cual finalmente ella también se sentó. Entonces me miró a los ojos y me sonrió, esta vez sí con decisión.
     —Bienvenida seas. Ya que estás aquí, te confieso que no estoy segura de querer que de veras me entrevistes. Soy muy indecisa, como puedes ver. Y además, como hablo poco, cuando me entrevistan, sobre todo últimamente, me desato. Antes era y estaba más trabada, pero también era más fácil seguirme, pero ahora lo más natural es que el pobre entrevistador no me pueda seguir y a la hora de transcribir la conversación… bueno, ya se sabe lo que sucede: en letra impresa un resultado incoherente y bobo, a veces incluso con incorrecciones de diversos órdenes, cuando ya no hay nada que hacer. Es que de veras es cierto que por algo escribo. Hablar no es mi fuerte, es como un borrador en marcha y al aire, y las correcciones que vas haciendo y las tachaduras no son las mismas que hace el que te está oyendo. Es imposible controlar y dirigir lo que uno habla. Quedas con la impresión de que hablaste un idioma extranjero para el que te oyó, aun cuando te controles y hables con pausa, aun cuando te tranquilices y te serenes y hables con fluidez, pausadamente y sin tartamudear. Comoquiera que sea, prefiero escribir. Al escribir, por lo menos a ti te queda claro que lo que finalmente dices es lo que quieres decir, porque incorporas en lenguaje los gestos, los tonos, las modulaciones, las insinuaciones que hubieras querido dar a lo que hubieras querido decir, ¿no te parece? Mientras que por escrito me entretengo al describir las vacilaciones de la expresión oral y de la voz como tema o como caracterización, al hablar es de lo que más me desespera padecer.
     —Sí, por supuesto; es decir, supongo que sí. Yo —por suerte un campanazo me interrumpe y Sara se sobresalta como si nunca hubiera oído sonar la campana en su propia casa, llamado que en esta ocasión a mí me salva de decir que no soy escritora ni periodista ni sé, por lo tanto, si lo que Sara explicaba delante de mí es cierto o no. ¿Quiso decir que no nos entendemos al hablar pero sí al escribir? ¿O ella siente que cuando habla no la entendemos ni le entendemos como, en cambio, sí la entendemos y le entendemos cuando escribe? ¿Cree que la y le entendemos cuando escribe? ¿Entonces sí tiene fe? Bueno, mejor no me enredo. Lo que quiere decir es que, cuando escribe, conscientemente corre el riesgo de no ser comprendida, pero la constancia de poder serlo queda escrita, y en cambio al hablar… Pero Sara regresa y ocupa la silla frente a mí, con una pila de sobres en las manos.
     —¿Qué ibas a decir? —me pregunta, a la vez que como distraídamente baraja los sobres, si acaso atenta al remitente. Usa anteojos que se quita y se pone, que guarda y saca del estuche, que alza y cuyas lentes ve a trasluz, lentes sobre las que sopla vaho para acto seguido frotarlas con el trapito adecuado que dobla y desdobla, metódicamente, expertamente, estirado, parejo, casi obsesivamente. Sus anteojos son como los cigarros de una fumadora compulsiva. La manera en que los necesita es desesperante. ¡Que acabara por ponérselos o quitárselos! Pero ese estárselos poniendo y quitando, estarlos guardando y sacando del estuche, estarlos limpiando, es desesperante. Es desesperante. Hace otro tanto con el sombrero, aunque llega el momento en que termina por quitárselo, como hizo finalmente con el par de guantes, no dije que de jardinero, más bien toscos y muy usados. Coloca sombrero y guantes en otra silla alrededor de la mesa y parece que por fin se hace a la idea de que estoy ahí para entrevistarla.
     Dije que me sorprendió lo parecida a mí que encontré a Sara cuando me abrió la puerta y la tuve enfrente en persona por primera vez, pero no dije cómo soy yo. En todo caso, ella es de estatura media, digamos de un metro sesenta y tres, y pesa unos cincuenta y cinco kilos, pero, si es como yo, el peso se deberá más al grosor de sus huesos y músculos que a grasa o agua acumuladas, porque pasada de peso no se ve. Es de piel blanca, el dorso de las manos, finas, de dedos largos, como de pianista, de uñas cortas, redondeadas, cuidadas en casa; el dorso de sus manos, digo, está algo manchado de pecas y, por lo que alcancé a ver debajo del borde de las mangas largas del vestido, Sara es de brazos apenas velludos, de vello oscuro y muy delgado. Su pelo es negro, aunque entretejido con algunas canas, ni abundante ni escaso, fino, ondulado. Le brilla. Lo lleva corto, con un corte y un peinado naturales, casuales, como de alguien que no ha decidido cómo se le vería mejor el pelo y el peinado, que fue la misma conclusión a la que llegué respecto a su forma de vestir. No que Sara no hubiera reflexionado al respecto, porque es obvio que es una persona que reflexiona en todo, quizás incluso de forma excesiva, pero que, en lo que se decide, se le atraviesa la vida y entonces pospone la decisión del corte de pelo, el peinado y la vestimenta que mejor la favorecieran para otro momento, quién sabe para cuándo.
     —¿Qué decías, que me entiendes o que no me entiendes? —me repitió riendo apenas, sonriente, como quien es atento aunque parezca distraído, como quien no quita el dedo del renglón aunque parezca que todo le causa indiferencia. Debo anotar ya que Sara es muy sonriente. Por lo que hace a su aspecto, su sonrisa la podría caracterizar. Sonríe con los labios y con la mirada, si esto último puede sostenerse. Es de ojos verdes, tiene pestañas largas, apenas tocadas con cosmético, el único que aparenta usar. Sus cejas son gruesas, negras, no muy arqueadas, aunque la izquierda se alza y se arquea más que la derecha. Supongo que se depila el vello sobre el labio superior. No tiene ojeras ni arrugas. Por su cara parece menor de lo que es, por su voz y muchas de sus actitudes parece ¡una niña! Desconcierta de veras (por no decir que desespera).
     —Ojalá que me crea que entiendo bien lo que dice y creo que también lo que escribe, Sara. Pero si sus explicaciones son una indirecta porque teme que yo no la capte exactamente como es usted según nuestra conversación, no se preocupe. Recuerde que convinimos en que no le voy a entregar estas páginas al editor sin que usted las revise. Téngame confianza —démela, más bien, casi añado. ¿Cómo voy a salir de esto?
     —¡Por supuesto que confío en ti! Incluso diría que más que tú misma ¡y sin duda más que en mí misma! ¿Quieres café?
Sin esperar mi respuesta, nuevamente se levanta. Ahora se encaminó hacia la casa, por la parte de atrás. Unos minutos después reapareció y, al volver a sentarse, me comunicó que la nana nos traería café enseguida.

 

 

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