Dejando Guatemala por AmERiCa

David Unger

Guatemala, 1950. En 2014 recibió el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias por su trayectoria literaria. 

En 1957, antes de cumplir los siete años, descubrí que las relaciones sociales en Estados Unidos se regían por la raza y el grupo étnico. Fue un sábado por la mañana, cuando mis papás, dos hermanos y yo desayunábamos en la mesa de formica verde en nuestra cocina de Hialeah, Florida. Las ventanas estaban abiertas de par en par y aun así se sentía un calor como para freír huevos sobre la acera. Faltaba mucho para que el aire acondicionado fuera una opción asequible. Imagina un verano en Florida, que comienza en mayo y termina en octubre, a doce millas de la playa, los ventiladores removiendo el pantanoso aire lleno de mosquitos. Aire estancado.

Una voz llegó por la ventana:

—¡Tomates, el chico de los tomates!

Fui corriendo a la puerta, era de las que tienen una ventana con persianas, y la abrí. Un chico de doce años, con camiseta de mangas cortas y ajustadas, y pantalones negros, se me quedó viendo con resignación y aburrimiento en los ojos.

Estaba tres escalones abajo de mí con una canasta de bejuco roja llena de frutos también rojos del tamaño de un puño. «Omates, de a dóla’ la caja», decía arrastrando las palabras. Su piel era morada como una ciruela. Iba descalzo, ¿cómo podía soportar las hierbas con espinas y el pavimiento ardiente?

Otro adolescente de color, como entonces se les decía a los afroamericanos (si se quería ser amable con ellos) estaba sentado en la caja de una vieja camioneta Ford verde de finales de los años cuarenta; junto a él se elevaban pilas de cajas con tomates a lo largo de las redilas. Ese chico, de unos 16, traía una camiseta blanca y se veía a gusto ahí sentado. Un viejo negro[1] (otro apelativo de los cincuenta) apoyaba su brazo sobre la ventana del conductor. El motor carraspeaba, el mofle inhalaba y exhalaba humo gris.

Regresé corriendo con mis papás y les dije que los chicos de los tomates estaban afuera y los tomates se veían deliciosos. Mi madre sacó un dólar de su monedero.

Yo le di el billete al chico.

Él puso una caja de cuatro libras de peso en mis brazos.

—La necesito de vuelta —dijo tocando la caja. El sudor se perlaba en su frente.

Asentí sonriendo y él me sonrió de vuelta. Si no hubiera estado trabajando podríamos haber ido a atrapar la pelota, jugar indian ball o flies and grounders en nuestro patio. Yo ya sabía bastante de beisbol para ese entonces, leer la sección deportiva de The Miami Herald me había vuelto lector en inglés. Este chico podría haber sido otro Mays o Robninson, quizás hasta un Satchel Paige.

¿En verdad podría ser amigo de este chico?

Lo más seguro es que viviera en una granja y no fuera a la escuela. No podría entrar a la Feria Gastronómica, la Farmacia Rexall o la tienda de manualidades Schell por ser «de color». Quizás su abuelo podía comprarse un paquete de seis cervezas en la Licorería de Mike, eso sólo si le confiaba a un blanco su dinero.

Los tomates eran esferas perfectas. Las cosechaban en sembradíos como a una milla de ahí, en Opa Locka, atrás de la base aérea. En Colored Town. Jerry Easley me advirtió que nunca fuera en la bici a «Niggertown»:

—Uno de esos «conejos salvajes» te va a robar la bicicleta, niño judío.

Cuando llegamos de Guatemala a Estados Unidos, en 1955, mi padre ya tenía 57 años. Había recesión en Florida, uno de esos vaivenes en los que se va de rico a pobre y de pobre a rico. No había oportunidad de trabajo para nadie, menos para la gente mayor, especialmente si tenían un acento raro. El inglés de mi padre estaba demasiado afectado por su alemán.

Después de migrar a Guatemala en 1933, mi padre dirigió el Royal Home, un hotel-restaurante para ciudadanos británicos. Tiempo después administró el comedor de la base estadounidense, a pesar de haber luchado con Alemania durante la Primera Guerra Mundial. Antes de mudarnos a Estados Unidos, él y mi madre abrieron La Casita, un restaurante que servía champán, cortes de carne y langosta Newburgh, considerado el mejor restaurante en Ciudad de Guatemala. En nuestro último año ahí, mis padres obtuvieron una concesión para proveer a Pan American Airways comidas calientes para los pasajeros de sus nuevas rutas a Centroamérica.

Mi padre tenía don de gentes. En la década de 1920, después de la guerra, trabajaba dirigiendo una compañía de magos que viajaron de Hamburgo a Cartagena y a Guayaquil. Era un hombre culto y sociable; vestía trajes de lana y siempre era educado y cortés. Vendió entradas en un pequeño cine en Ciudad de Guatemala y tomó un barco lento a China, ahí fue empleado nocturno del famoso Palace Hotel en Shanghái antes de que los japoneses invadieran y se regresara a Guatemala.

Mi padre fue testigo de la invasión a China de 1937 por los japoneses. Trabajaba como empleado nocturno en el Palace Hotel. Nos contó cómo los soldados japoneses entraron al hotel y sacaron a todos los chinos para dispararles a quemarropa.

Le resultó muy difícil conseguir trabajo en Miami, pero finalmente lo contrataron como recepcionista en un Debb’s House, un restaurante sobre la West 36th Street, al otro lado del naciente aeropuerto de Miami; el viaje en autobús era largo desde nuestra casa en Hialeah. Era el tipo de trabajo para él, platicando y acomodando comensales; su único problema estaba en sus altos estándares: fue crítico con la decisión del gerente de cambiar las servilletas de papel por unas de tela en su primera semana de trabajo y cuando lo escuchó por casualidad insultando a un lavaplatos negro al que llamó «bestia perezosa».

Un día, entró una pareja al restaurante. Mi padre les asignó una mesa cerca del aire acondicionado. Durante la cena, el gerente se acercó a mi padre y le preguntó por qué había sentado a «esos niggers» en un área reservada para gente blanca. Mi padre le dijo que no sabía que el restaurante tenía diferentes secciones para personas de diferentes colores.

—¿Qué no ves que son negros?

—¿Y eso qué?, ¿qué diferencia hace? —Antes, él había trabajado durante seis meses para los ferrocarriles en Livingston, Guatemala, una villa de los garífuna.

—Unger, la próxima vez que llegue una pareja de niggers, siéntelos en la parte de atrás.

—Pero ahí hace mucho calor.

—Usted haga lo que le digo.

Ese fue el último día que mi padre trabajó en Debb’s House.

No había chicos de color en la Primaria Palm Springs de Hialeah, aunque yo sabía que algunos vivían más cerca de la escuela que yo. También había algunos latinos.

Mis compañeros eran hijos de padres de clase trabajadora: mecánicos de aviación, policías, plomeros, lecheros y la madre soltera ocasional que trabajaba sirviendo cocteles o, en raras ocasiones, una cajera de la Feria Gastronómica o una estilista en la estética local. Ninguno de nuestros vecinos tenía título universitario, tampoco hablaban ni una palabra en español. No sabían de ópera ni de arte como mi padre. Ninguno era judío.

Cuando un compañero se enojaba contigo, te decía «tomatero» o nigger. Era normal. Mis hermanos y yo nunca llamamos a nadie nigger, pues la palabra suena horrible, aunque nos llamaron a menudo kikes, spics y judíos sucios. Teníamos ojos oscuros y cabello rizado como prueba de que éramos extranjeros. Un sábado por la mañana descubrimos que habían tirado huevos podridos en el costado de nuestra casa. En otra ocasión alguien pintó en un carrete de madera para cable las palabras «Lárguense, sucios gudíos». Al igual que los chicos de los tomates, sospechábamos que realmente no éramos bienvenidos.

Tenía como 16 años una tarde que acompañé a mi padre al Aeropuerto Internacional de Miami a recoger a mi madre, que había ido a visitar a su madre a Guatemala. Caminábamos por el vestíbulo cuando de repente vimos a un negro impresionante, rebasaba el metro ochenta y se dirigía directo hacia nosotros. Su traje apenas podía tapar sus ondulantes músculos y parecía querer estallar. Era guapo, llevaba el cabello corto y tenía una sonrisa digna de un rey.

Lo reconocimos, era Muhammad Ali. Estaba entrenando en el gimnasio de la 5th. Street de Miami Beach para enfrentarse después ese mismo año con Big Cat Cleveland Williams. Un delincuente con dos arrestos. Williams era un golpeador con bigote y una bala todavía alojada en su cadera para destacar su temple. Pero de nada le sirvió toda su fuerza cuando Ali anotó un decisivo nocaut técnico durante el tercer round en el Astrodome, era noviembre de 1966.

Mi padre rondaba el metro 76 y era un apasionado del box. Veíamos con fervor religioso las peleas de la Cabalgata Deportiva todos los miércoles y viernes en la televisión. Amábamos a Luis Rodríguez, Floyd Patterson y a Federico Fernández, qué buen estilo tenía. También odiábamos a boxeadores como Carmen Basilio y Gene Fullmer, quien propinaba palizas a sus oponentes durante los agarrones, lanzaba golpes bajos cuando el réferi no podía ver, daba golpes de conejo que martillaban la nuca de sus oponentes. Emile Griffith era nuestro boxeador favorito, ya que acabó en el ring con Benny Kid Peret, quien se burlaba constantemente del boxeador gay llamando a Griffith «maricón».[2]

Ali podía ser descrito con ballet: guapo, ocurrente y desafiante. No era ni negro ni de color, estaba más allá de toda clasificación. Era un orgulloso hombre negro con buena labia. Mi padre no sólo lo admiraba por el boxeo, sino porque no tenía miedo a dar su opinión y de alguna manera, contraria a él, parecía revelarse con su audacia.

Mi padre y yo abordamos a Ali.

—Quiero darle la mano —le dijo mi padre.

Ali sonrió y le tomó su manucha enclenque.

—Usted enorgullece a su gente —prosiguió mi padre, apenas podía articular sus palabras en un inglés entendible.

—Gracias —respondió algo perplejo el campeón.

Ali me dio su autógrafo en una tarjeta que tenía el himno de mi preparatoria en Miami Springs. Mientras él firmaba mi padre añadió: —Me gustaría invitarlo a cenar, usted siempre será bienvenido en nuestra casa.

Lo que mi padre realmente decía, era que en un Miami separado por razas, en donde los letreros en la playa prohibían la presencia de negros y perros después de las seis de la tarde, él se sentiría honrado si pudiera compartir el pan con Muhammad Ali sin importar lo que dijeran los vecinos…

—Quizás lo haga —respondió Ali. Sonrió de tal forma que pensé que entendía muy bien a lo que se refería mi padre.

En 1964, cuando cursaba el noveno grado, nos mudamos de Hialeah a Miami Springs, pasamos de una casa sin aire acondicionado a una con climatización central. Tan pronto como nos mudamos, desde la primera semana fuimos visitados por fieles de las iglesias metodistas, luteranas y bautistas locales. Nunca les dijimos que éramos judíos, sólo que no estábamos interesados en asuntos religiosos.

En décimo grado, tomé un seminario sobre Humanidades del Mundo con el Sr. González, un exiliado cubano. En ese curso leímos La naturaleza del prejuicio de Gordon Allport y El verdadero creyente de Eric Hoffer; discutimos sobre raza, comunismo, la Sociedad John Birch y la Guerra de Vietnam. Leímos Las religiones más grandes del mundo y definimos qué vuelve a uno ateo o agnóstico. Escuchábamos música clásica y comparamos a Mozart con Beethoven y Stravinski.

Había un chico negro en la clase, Skid. Era un chico alto y delgado que llevaba una escuálida barba de chivo. Vestía con tonos oscuros hasta en interiores y se asomaba por encima de las cabezas cuando me susurraba algo desde la fila de atrás. Tenía una sonrisa agradable y una lengua muy roja que sobresalía entre sus dientes de conejo.

Su madre nos ayudaba en casa planchando y doblando la ropa desde que mi mamá consiguió un empleo de tiempo completo como secretaria de Pan American Airways. Skid y su madre vivían al otro lado del canal de Miami Springs, en la parte afroamericana de Hialeah. Era una zona triste, sin árboles y llena de baches, donde los postes del teléfono se tambaleaban.

Skid y yo incumplíamos la separación racial cinco días a la semana. En verdad nos caíamos muy bien. Él hablaba como un pantera negra y yo quería ser miembro de la Sociedad de Estudiantes por la Democracia.

Estábamos de acuerdo en que Satch Paige de las Ligas de Negros era probablemente el mejor lanzador de la historia, hasta que Sandy Koufax, un zurdo de Brooklyn, frenó su racha salvaje cuando anotó 25-4 y obtuvo la Triple Corona de Lanzadores en 1963. Era judío. Cuando se negó a jugar durante Yom Kippur, el día de expiación en el judaísmo, se convirtió en un héroe para la totalidad de la comunidad judía. Sin embargo, los dos entendíamos por qué era necesario tener héroes diferentes que reflejaran nuestra ascendencia sin necesidad de hablar al respecto.

Durante el último año escolar, en 1968, el Sr. González nos invitó a participar en un programa de televisión que salía al aire los sábados en la mañana, se llamaba La juventud y sus problemas. Recuerdo que Skid y yo esperábamos sentados en la recepción, su madre y mi madre esperaban que llegara el momento para ir a filmar nuestro segmento. Martin Luther King había sido asesinado hacía un mes y Newark, en Nueva Jersey, y Gary, en Indiana, ardían. Lyndon B. Johnson había decidido no buscar la reelección y la protestas por Vietnam estaban al máximo.

Recuerdo que nuestro anfitrión, un liberal bastante simpático, estaba más interesado en exponer sus propios argumentos sobre cómo el democrático Estados Unidos encontraría una solución pacífica, que en cualquiera de nuestros problemas. Era un guerrero feliz al estilo de Hubert Humphrey. Skid habló admirablemente de Huey Newton y Stokely Carmichael, sostuvo que Malcolm X era el hombre indicado. Yo elogié a Ernest Gruening, William Fulbright y al padre de Al Gore, todos habían votado en contra de la Resolución del Golfo de Tonkín. Recuerdo que nos la pasamos bien en ese programa amedrentando a nuestro anfitrión. Pero ¿qué demonios con lo que pasó después? Ya en la recepción, Skid se fue con su madre a su casa y yo me fui con la mía. Lo más engorroso fue cuando la madre de Skid nos dijo: —Nos vemos el sábado en la mañana.

Skid escribió algo como esto en mi anuario: «Hermano, con tu mente brillante y buen corazón vas a llegar lejos en la vida. Quizás algún día nuestros hijos jueguen juntos. Nunca cambies».

Las palabras de Skid me rompieron el corazón. Él sabía que, entre los chicos del sur de Florida de nuestra generación, la brecha entre nosotros era infranqueable. Y hubiera habido algo de esperanza en esos sueños suyos, sin embargo, para entonces yo ya tenía muy claro que quería irme de Miami tan lejos como fuera posible. Así eventualmente terminé en Boston y después me enteré de que Skid se había enlistado para luchar en Vietnam.

La separación de razas era algo arraigado en Miami. Los negros vivían en Opa Locka, Allapattah, Overtown y el peligroso gueto que paradójicamente se llamaba Liberty City; adonde mi hermano y yo íbamos a comprar cerveza cuando estábamos en el bachillerato, le dábamos una propina de cincuenta centavos a algún chico negro para que nos consiguiera un paquete de seis por 2.50 dólares.

Los negros de Miami se molestaron mucho cuando, durante la administración de Kennedy, miles de cubanos llegaron a la ciudad escapando del castrismo y el gobierno les daba varios cientos de dólares a la entrada del país. Los cubanos adultos recibían cien dólares mensuales durante un año para asimilarse en Estados Unidos. Al mismo tiempo, el salario mínimo era de un dólar y veinticinco centavos en Miami, lo que significaba que trabajando cuarenta horas a la semana un trabajador recibía 150 dólares libres de impuestos al mes. Nadie apoyó a la gente de color cuando llegaron a Miami desde Georgia, Luisiana y Alabama para trabajar en la pisca. O debería decir mejor que vinieron de Palatka y Pensacola, donde muchos de sus familiares habían sido linchados en el pasado.

Apenas en dos años, los afanosos exiliados cubanos ya se habían hecho con las gasolineras y los talleres de reparación de calzado en Miami, asimismo, habían remplazado a los negros como porteros y mucamas en los hoteles. Calle Ocho, a menos de una milla de Liberty City, se convirtió en su vía principal.

Los negros no tenían más opción que sentarse y mirar con los brazos cruzados. Finalmente, en 1968, se terminaron amotinando y francamente ¿quién podría juzgarlos? Por desgracia su frustración los hizo incendiar los pocos negocios de sus vecindarios. Pasarían décadas para poder reconstruirlos.

Cuando Obama fue electo presidente, en 2008, yo tenía viviendo más de treinta y cinco años en Nueva York. Mi esposa y yo hicimos campaña por él en el extrarradio de Filadelfia, en un pobre gueto blanco que me recordaba al Hialeah de mi juventud. Los blancos abrían sus puertas con desconfianza. No sabían quién era John McCain, supongo que creían que Obama quería sacar a George W. Bush (el tipo de estadounidense con el que se identificaban) de la Casa Blanca. Fue un día pesado, tocando puertas en la lluvia torrencial. Finalmente tuvimos algo de consuelo cuando una familia nos dejó entrar, eran negros y sus corazones se emocionaron al ver a un par de blancos cincuentones que estaban haciendo campaña por su candidato bajo la fría e intensa lluvia. Pienso en Satchel Paige. Les regalamos a los niños todos los broches de Obama que debíamos vender a un dólar cada uno. Su elección parecía providencial: quizás mi país adoptivo finalmente había alcanzado aquella grandeza de la que la constitución reza debe ser «la unión más perfecta».

Me pregunto si Skid pudo salir de Vietnam y regresar a Hialeah. ¿Se habrá convertido en electricista? Creo que en otro contexto habríamos podido seguir siendo amigos, pero la brecha social y racial que nos separaba en los años sesenta, en el sur, era titánica.

N. del T. En la palabra AmERiCa se encuentran las letras en desorden de la palabra RACE (raza). Hallazgo que el autor hace evidente en el título como punto de partida para hablar de los conflictos raciales que existen en Estados Unidos.
[1] N. del T.: Así escrito en el original.
[2] N. del T.: Así escrito en el original.

Traducción del inglés de Carlos Ponce Velasco

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