La preocupación permanente de funcionalidad óptima hace al cuerpo como la conciencia disponible para cualquier experimentación…
Gilles Lipovetsky
i. La Ciudad de México ha sabido acoger sin miramientos las diferentes exposiciones contemporáneas en torno al cuerpo humano: sus variaciones significantes logran generar una clara evocación de complacencia en la población. Desde el carácter cientificista de espacios como Body Worlds, de Gunther von Hagens, hasta las manifestaciones artísticas de propuestas como Cuerpos pintados, de Roberto Edwards, sin pasar por alto la difusa «narrativa abstracta» de Spencer Tunick, el encuentro con el cuerpo re-formado a través de una técnica artística representa la posibilidad de una aparente identificación con la propia naturaleza humana.
Esta ilusoria empatía con lo humano, contenido en la forma del cuerpo, logra ensalzar la curiosidad obscena del ciudadano, el morbo frente a lo prohibido y el gusto por la violación del orden. Expresiones individualizantes que articulan, quizás, alternativas saludables ante la contingencia urbana. En este sentido, la función significativa de la representación del cuerpo deviene necesaria en nuestra sociedad: ante la ausencia y negación de lo humano en su determinación como ciudadano, la autoconciencia significativa de una sociedad —su identidad, sus cualidades— descansa en la aparente identificación visual con la naturaleza humana que le es propia.
Pero eso no es más que un síntoma de la negación. La humanidad perdida en la socialización del ciudadano no tiene otro camino que buscarse en su propia imagen, en el objeto sensible donde puede reconocer parte de sí misma. Esta búsqueda es a fin de cuentas un fracaso moderno; que, sin embargo, ha tenido amplios consumidores en México: la imagen propuesta del cuerpo humano es una suerte de convención engañosa, un discurso con doble intención que niega por un lado la materia corporal (su sexualidad y erotismo), mientras que por otro se justifica en franca paradoja desde la posición intelectual de la libertad de criterio y el refinamiento de alta cultura.
Por ello, antes de entregarse a la sinergia del placer moralista, es necesario señalar algunos puntos tangenciales…
ii. Sin considerar la posición azarosa del espectador, el cuerpo como representación es la manifestación plástica del sentimiento de desilusión y desaliento. Es resultado de un impulso oscuro que busca negar lo imperfecto de la carne, hasta llegar a la perfección trascendente de la idea. El deseo de perpetuidad como conciencia de lo humano obliga a la superación de la materia y su consecuente negación a través de un proceso estético de re-formación. En su totalidad, el cuerpo representado en la imagen es una expresión antitética: unidad dialéctica entre sensaciones y conceptos siempre en perpetuo desdoblamiento.
En Némesis, de Durero, y Desnudo azul, de Matisse, se exalta la necesidad plástica por superar la materia del cuerpo. En el primero, la creencia renacentista en la continuidad del postulado «proporción mensurable», que reduce la forma humana a la proporción geométrica; en el segundo, la simplificación de la complejidad empírica a través de construcciones elementales. En ambos, el orden de lo sensible está determinado por un proyecto pictórico cuyo fin es la forma ideal. Esta derivación estética, de raíz aristotélica, nos lleva a considerar la representación del cuerpo como una forma específica que condiciona el modo de ver la materia. En tanto representación sujeta al mundo sensible y a la imperfección de éste, la imagen del cuerpo es una determinada forma que se manifiesta en una determinada materia; pues la forma del arte existía antes en el espíritu, y a su vez aspira a la perfección ideal. Pero la realización de esta última implica la necesaria superación de la constitución físico-natural del cuerpo y, desde ahí, violenta el carácter propio de lo humano.
Esta cuestión expone sus ángulos problemáticos cuando se acepta la imposibilidad para determinar la representación del cuerpo como un «tema» en el arte. Un tema hace referencia al objeto representado, y este último es resultado de una transposición directa de la naturaleza externa al hombre. El cuerpo no es, por tanto, un objeto externo, sino una forma propia de lo humano, donde converge el deseo fundamental de unirse a otro y la necesidad racional de identidad; fuera de toda representación, el cuerpo es la unidad sintética de la existencia…
iii. Trazando las directrices del academicismo renacentista, Leon Battista Alberti esbozó los rudimentos de una posición intelectual respecto al estudio pictórico del cuerpo. Desde su perspectiva, «para pintar el desnudo empezad por los huesos; añadid luego los músculos y cubrid después el cuerpo con carne, de forma que quede visible la posición de los músculos» (1). Esta actitud analítica frente a la materialidad no deja de señalar la insuficiencia de la razón para determinar la esencia de lo humano; y aunque si bien este procedimiento es —como comenta el propio Alberti— análogo a dibujar primero un desnudo y luego cubrirlo con ropajes, en todo caso estas suposiciones formales de la imagen serían resultado de la imaginación creativa.
El problema es claro: llevar la representación de la imaginación hasta la idea. La necesidad de universalizar los atributos de lo humano a través de una representación implica un proceso de segmentación, fusión y simplificación de la diversidad de figuras hasta llegar al ideal de perfección corporal como forma terminada. Este camino llevó al ingenio aventurado a plantear en la imagen del cuerpo un modelo de proporción pues, a la manera de Vitruvio, se consideraba que la extensión de brazos y piernas se correspondía con las formas geométricas del cuadrado y el círculo.
Esta idea, llevada al máximo dinamismo por Leonardo da Vinci en su hombre vitruviano (2). es la muestra tangible de la necesidad de integrar el «fundamento orgánico» con el «fundamento geométrico», creando con ello un modelo de belleza corporal. El planteamiento sería tan determinante que incluso se llegó a considerar que la arquitectura tenía como base la proporción del hombre. En este orden, la dipendenza de Miguel Ángel no sería más que una variante dentro de esta obsesión inconclusa.
En esta aventura —como advenimiento de significantes, a lo R. Barthes—, el ideal iniciado por los griegos se realiza sobre la base de la negación del fundamento orgánico: construyendo personajes idealizados que desfiguran la imperfección constitutiva del hombre; negando con ello su materialidad necesaria y excluyendo el accidente que da cabida a la variedad.
iv. En cambio, como representación erótica, el cuerpo humano parece tener una variación de significación: mientras que por un lado el desnudo (the nude) alude a equilibrio y armonía como contenidos provenientes de las artes clásicas; por otro, la desnudez (the naked) nos remite hacia un matiz incómodo, sugerido por una situación en la que el cuerpo desprovisto de ropajes se muestra moralmente empequeñecido, indefenso (3). Pero, esta variación de significación no resulta evidente en el espacio concreto de las construcciones icónicas. La línea que divide ambos conceptos suele ser, en la institucionalización del arte, una pared edificada a través de convenciones hegemónicas que imponen sus modos estéticos.
El cuerpo erótico resulta, en este ámbito, un significante invariable cuyo contenido oscila —a la manera de un péndulo— en la connotación establecida entre el desnudo y la desnudez. O dicho de otro modo, el significado que alude a lo erótico está determinado por la oscilación constante entre lo prohibido y lo permitido, circunscrito en la dinámica de una convención dominante que impone sus «modos de ver (4). Uno de estos modos de ver convencionalizados, y de amplia extensión, es el control regulativo de la semanticidad sexual en las expresiones eróticas.
Para reconocer este rasgo condicionante, J. Berger propone un ejercicio de sustitución/conmutación en el significante de la representación erótica: tan sólo hay que sustituir en una situación la figura de mujer y colocar en su lugar la de hombre. El resultado resalta por su contundencia. La contradicción de mirar a un hombre en una postura erótica de mujer nos muestra —no sin violencia— ciertos arquetipos culturales. En la imagen, lo masculino es acción encaminada a dominar, poseer… tener el control. Por el contrario, lo femenino es un aparecer pasivo, que muestra sensualidad porque se sabe vista por un hombre, se sabe poseída y se asume como posesión. Es un lugar común en la historia del arte la escena de una mujer que se mira en el espejo para comprobar su propia condición erótica; mientras el hombre astuto (como espectador o personaje) espía lo femenino desde la distancia para poseerla virtualmente. La representación no deja de manifestar los complejos emanados desde una prohibición sexual.
El contexto contemporáneo no ha superado estas condicionantes. Las expresiones sobre desnudos aún esbozan los complejos deformantes de una convencionalidad contradictoria, de corte moralista. En el body painting el cuerpo negado a sí mismo pero afirmado como cosa (como el lienzo del artista), la prioridad está en la asimilación cromática de las curvas femeninas, con una clara evasión hacia los motivos fálicos. Sin embargo, la manifestación más extravagante la encontramos en la fotografía: propuestas como la de Spencer Tunick niegan el desnudo haciendo una reducción de la forma hasta conferirle la simple función de mancha, y mientras en el discurso justifican una libertad sexual trascendente, en la materialidad de la fotografía encubren el cuerpo bajo el tibio halo de la masa.
A fin de cuentas, la representación plástica del cuerpo es negación sexual: cosificación de lo femenino como sublimación de un exacerbado poder varonil que emerge de la castración…
v. Al final, cuando la forma del ideal se contrapone a sí misma por su insuficiencia expresiva, la invención artística se vuelca en torrentes destructivos. Movimientos como el Accionismo Vienés y el Body-artsintetizan las coyunturas sociales de los años sesenta para replantear la posición del arte desde estructuras diferentes de las convenciones institucionalizadas. Una de las consecuencias necesarias fue replantear la forma del cuerpo desde su transgresión orgánica: la modificación voluntaria de su constitución esencial, a través de mutilaciones, cirugías plásticas, antropofagias, sadomasoquismo…, inaugura una nueva formalización analítica del cuerpo, pero cimentada ahora en el modelo «post-humano» (5).
Post-humano, como unidad de lo orgánico-inorgánico, resulta de la integración y el reconocimiento de la necesidad de fragmentos artificiales incorporados a la vitalidad orgánica del cuerpo. Si bien esto nos lleva a la definición de organismo cibernético, como cuerpo que funciona con extensiones protésicas; en realidad como planteamiento estético nos sugiere de nueva cuenta la superación de la condición corpórea de lo humano. Un proceso que está marcado por la cosificación de lo propio, en el que el cuerpo se convierte en instrumento útil y manipulable para alcanzar fines estéticos y fortalecer rasgos de identidad. En todo caso, esta perspectiva representa una necesidad de trascendencia, pero enraizada en un proceso racional.
Transgredir voluntariamente la propia constitución física obliga una manera diferente de percibirse, que se corresponde efectivamente con una identidad individual. Pero esto es parte de un proceso más amplio: mirarse a sí mismo desde
la otredad genera conocimiento de lo propio. Y, es preciso señalarlo, desde la tradición pictórica florentina el estudio de la anatomía ha sido una pasión encaminada hacia la conciencia racional del cuerpo. La representación corpórea, entonces, es una forma que permite un conocimiento de orden superior. Pero, anclados en la modernidad, sabemos que este conocimiento tiene los tintes de la negación determinante en tanto razón instrumental, cuyo carácter analítico reduce la complejidad a la utilidad y el cálculo (6).
El planteamiento post-humano y la consecuente modificación del cuerpo, pero sustentado en cierto cientificismo, ha justificado el interés público por exposiciones como Body Worlds, de Gunther von Hagens. La manipulación secularizada y sin límites del cuerpo, y su posterior representación en posiciones anatómicas cotidianas, afirman el sentido absoluto de la negación contemporánea de lo humano: el sentido sagrado del cuerpo, como espacio estrechamente vinculado con el espíritu, ha quedado reducido a fibras, huesos y órganos plastinados; como producto de un ímpetu analítico que no ha sido incapaz de reconocer sus límites, ejerciendo insaciable su poder, bajo la pretensión perversa de encontrar en la segmentación sistemática una caracterización de la complejidad misma del ser.
2. Y se dice máximo dinamismo no por un abuso del lenguaje, sino porque el «hombre vitruviano» de Da Vinci busca un sentido armónico del cuerpo y no la necesaria correspondencia de éste con las formas geométricas.
3. Cfr. K. Clark, op. cit.
4. Cfr. John Berger, Modos de ver, Gustavo Gili, Barcelona, 2002.
5. Cfr. Iván Mejía, El cuerpo post-humano, unam, México, 2005.
6. Cfr. T. W. Adorno y M. Horkheimer, Dialéctica de la ilustración, Trotta, Madrid, 2006, 8ª edición.