SI, COMO DICE la Odisea, es cierto que el fin de las penalidades humanas es convertirse en libro, no es menos cierto que el proceso de elaboración de un libro carga con sus propias penalidades a cuestas. A fin de remontarlas en todo o en parte, hay pactos secretos, ritos de iniciación que median entre autor y libro. Algunos son tan conocidos que corren el riesgo de no ser vistos más que como una excentricidad, lo que constituye un grave error, a mi juicio. Pensar que esa sutil ceremonia es un acto decorativo que forma parte de nuestro anecdotario libresco es obviar el lugar que ocupan la forma y la función del método en la construcción de una obra. Veamos algunos ejemplos:
En la primera escena (o primer escenario, como se dice hoy) están, digamos, los demasiado limpios: Thomas Mann en su estudio, rodeado de enormes palanganas, se enjuaga las manos en agua de violetas continuamente. Schiller escribe el Canto a la alegría y otros poemas mientras mantiene los pies en un recipiente con hielo. Y en su inmersión matutina, Borges medita en la bañera para decidir si lo que ha soñado le servirá o no para una historia o un poema. Aparte del hecho de que según estos autores el ritual fuera imprescindible durante la escritura, lo sorprendente del caso es que el «higienismo» se vea reflejado en distintos aspectos de sus obras. No es gratuito, por tanto, que la crítica se refiera a ellas con expresiones como «impecables», «intachables», «límpidas», «prosa que brilla», etcétera.
El segundo escenario está conformado por aquellos autores cuyos ritos de iniciación son, en cierta forma, opuestos: Cioran en un cuarto por días enteros, aislado de los afectos, insomne, escribiendo para no escribir. Clarice Lispector, rodeada de gatos en medio de un caos doméstico. Kafka a oscuras o en penumbra, escribiendo sólo con tinta azul o morada. Y el más interesante en este rubro: San Juan de la Cruz escribiendo su Cántico espiritual en una letrina. Son autores que, según la crítica, tienden hacia lo oscuro y lo denso.
Hay obras demenciales que exigieron un proceso de construcción idéntico. Obras, por así decirlo, que fueron contra los hábitos de su autor, que no pudieron o no quisieron habituarse al silencio y la paz monásticos que su creador les exigía. Es el caso de Miguel Delibes, que se cambió a un estudio tranquilo y sin ruido y no pudo concentrarse y seguir escribiendo Los santos inocentes.
Ciertos rituales se efectúan como una recomendación, en momentos específicos. Sergio Pitol, en una etapa de bloqueo, acudió a una terapia de hipnosis. El terapeuta le dio un casete y le recomendó poner la grabación en la planta baja de su casa mientras él, sin escuchar una sola nota o palabra de ésta, debía sentarse a escribir en el primer piso. Pitol nunca oyó el contenido de la grabación; sin embargo, siguió al pie de la letra el ritual, con magníficos resultados: es de ahí de donde viene el efecto hipnótico de su prosa.
Hay, por último, rituales que se efectuaron una sola vez y uno no sabe qué hacer de ellos: Carmen Martín Gaite, que escribía a mano, murió abrazada a sus cuadernos. La impresión brutal, conmovedora, se acentúa por el aspecto manual, es decir, corpóreo, del gesto: no surtiría el mismo efecto si hubiera muerto abrazada a una computadora. De hecho, esto es impensable como gesto. Lo cual encierra un enigma.
Que la superstición es la enfermedad endémica de los escritores, no cabe duda. Flaubert escribía sólo en albornoz y pantuflas. Hemingway, sólo de pie y sólo con lápices cuya punta hubiera afilado él mismo. Hubo quien escribía sólo después de desayunar filete en salsa Wellington, a media noche; y quien asentó su vida en siete tomos sin levantarse de la cama. Todos ellos aplicaron su rito de superstición para escribir obras maestras… y las escribieron. Y ésta es la parte que me intriga: ¿qué es lo que el ritual hace posible, aparte de la obra misma?
Cualquiera que sea el ritual, es obvio que entraña algo más que un acto maniaco o supersticioso; menos aún, falto de sentido. El ritual es la maquinaria que exorciza el terror (ese pánico a lo desconocido al que algunos llaman «página en blanco») y echa a andar la escritura porque cede la responsabilidad a alguien más: una acción reiterada, un objeto preciso. Muy probablemente a esa otra «persona» que se ocupa de nosotros durante el acto de la escritura. Porque para empezar a escribir siempre es más fácil decir «Mi albornoz soy yo»… en tanto Madame Bovary no exista. Pero puede ser que el ritual sirva para algo más. Y que sea ese algo lo que en realidad tememos, se escriba o no se escriba. Detrás de la superstición hay un culto devocional por la palabra de la que, se piensa, conjura realidades vivas.
Muchos escritores auguraron en sus personajes su muerte o su locura. El caso de las mujeres es de una precisión que asusta.
Esta superstición me llevó a hacer algunas pesquisas. Abandoné el proyecto con horror cuando descubrí que no había autor que se salvara. Quienes habían escrito sobre su muerte, así fuera en broma o de forma sesgada, la habían experimentado casi de manera textual. Aun Jorge Ibargüengoitia había tenido un vislumbre y lo había escrito. Su artículo «Botiquín de viaje» consiste en un estudio del llenado del botiquín y la relación que tiene con las creencias de quien lo efectúa. Textualmente dice, refiriéndose al suyo: «el contenido de la bolsita ha ido cambiando con el tiempo. El primer cambio ocurrió cuando me di cuenta de que la gasa y la tela adhesiva no me iban a servir de nada en caso de que se cayera el avión».
¿Cómo no creer entonces en la fuerza del ritual y en su inutilidad al mismo tiempo?
Tuve una tía que se tenía prohibido decir ciertas palabras porque suponía que de hacerlo ocasionaría catástrofes. Evitaba decir culebra, serpiente o víbora, y para aludir a ese reptil hacía una seña ondulatoria con la mano. Tampoco decía la palabra Dios porque juzgaba, como los musulmanes con la representación de la figura humana, que llamar por su nombre al Ser Supremo era un acto de soberbia. Ni diablo, pues temía que la enunciación se le fuera a volver visita. Con los años, mi tía fue aumentando el espectro de las palabras prohibidas. Se volvió dificilísimo hablar con ella porque sus charlas (si así podía llamarse al ritual de dengues y alusiones elípticas), más que una forma original de comunicación, eran materia para especialistas en psiquiatría.
El precepto católico «No consentirás los malos pensamientos» palidece junto al legado de mi tía. De ella (y de elaboraciones futuras) me viene el creer que el pensamiento convoca desastres, pero la palabra sin duda los desata. Por eso el ritual, para mí, es un problema mayúsculo. Llevarlo a cabo me salva a corto plazo, pero sé que a la larga me condena. Escribo. Y como el que escribe no puede aspirar a menos que hacerlo como Flaubert, Woolf o Kafka, no le queda más remedio que obedecer a su ritual secreto y poner manos a la tinta. El dilema es cómo hacerlo sin acabar ingiriendo veneno, arrojándose al mar o volviéndose escarabajo o, peor aún, sin terminar los días tranquilo y contento, convertido en escritor de planta del Reader’s Digest, que, como sabemos, sólo admite textos con final feliz.