De la guerra sin fin al genocidio

Naief Yehya

Ciudad de México, 1963. Su libro más reciente es El planeta de los hongos (Anagrama, 2024).

Estado de guerra

A comienzos del siglo xxi sentí la urgente necesidad de organizar mis ideas y percepciones de los conflictos bélicos que bajo el mantra de la Guerra contra el Terror estremecían y reordenaban la política internacional. Era evidente que habíamos entrado a una nueva fase de violencia militarizada, expansionismo y capitalismo depredador. Después de la vergonzante derrota que sufrió Estados Unidos en Vietnam (1965-1973) y ante su incapacidad de derrotar a Corea del Norte (1950-1953), la cúpula militar sentía la urgencia de reinventarse y sobre todo de reclamar algún triunfo. Así fue como tuvieron lugar las incursiones en la isla caribeña de Granada en 1983 y la invasión de Panamá en 1990. Estos modestos ejercicios bélicos sirvieron como preparación para acciones mucho más ambiciosas como fue la Primera Guerra del Golfo Pérsico en 1990, que abrió las puertas a un intervencionismo mucho más agresivo en el Oriente Medio del que llevaban practicando. Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos lanza una misión de gran escala contra Afganistán para eliminar al Talibán que había dado santuario a la organización islámica Al Qaeda. Ese conflicto terminó en otra debacle vergonzosa en 2021 pero dio la oportunidad sin precedente a las empresas armamentistas de enriquecerse y experimentar con sus arsenales sobre la población afgana. En 2002 las acciones bélicas se extienden a Yemen en otra guerra no declarada que sigue y en 2003 a Irak, donde los niveles de muerte y destrucción fueron inmensos. La presencia militar estadounidense sigue aún ahí. Justo cuando fue lanzada esa invasión publiqué Guerra y propaganda. Medios masivos y el mito bélico en Estados Unidos (Paidós, 2003). 

Las acciones bélicas de Estados Unidos y sus aliados venían a cerrar un siglo sangriento de guerras, holocausto, consolidación de esferas de influencia y colapsos de potencias mundiales. Mi enfoque radicaba en la forma en que estos conflictos se presentaban, justificaban y vendían a la población estadounidense y al mundo como acciones de defensa indispensables contra «terroristas», es decir, asesinos sin ideales que tan sólo querían causar terror. La propaganda era fundamental para presentar actos de agresión injustificables que implicaban la muerte de miles de ciudadanos, destrucción de infraestructura, saqueo y devastación por motivos de reordenamiento geopolítico. Y para ello era indispensable emplear los términos «terrorista» y «terror», con lo que se despolitizaba la lucha y se le convertía en una guerra entre el bien y el mal. Los terroristas no podían tener valores ni decencia ni derecho a sobrevivir, eran simplemente seres inmorales desechables, villanos de utilería definidos más por sus representaciones cinematográficas que por sus orígenes, métodos de lucha, objetivos y sufrimiento que los ha llevado a algún tipo de lucha armada. Imaginamos que un terrorista es aquel que lanza un ataque contra civiles desarmados, lejos de un frente de combate, pero el uso del término se ha extendido para incluir a cualquier insurrecto al orden dominante.

En 2011 Washington emprende un cambio de gobierno en Libia que terminó con la destrucción del régimen, el estado y la vida de Muammar Gaddafi, quien murió siendo torturado por una turba. La devastación y el caos que dejaron los bombardeos y las acciones militares apoyadas por Estados Unidos y sus aliados provocaron que en poco tiempo hubiera mercados de esclavos operando libremente en el país. Los frentes de combate, las intervenciones, los ataques con drones y batallones de fuerza especiales se han seguido multiplicando en Asia y África. Los barcos militares estadounidenses están listos para asestar golpes en las áreas más remotas a la menor provocación. El Pentágono envía regularmente tropas de élite y material a sus aliados en Siria, Líbano y muchos otros lugares. El gobierno de Joe Biden no parpadeó para colaborar estrechamente con el régimen israelí de Benjamín Netanyahu en el genocidio y limpieza étnica de Gaza y Cisjordania. Donald Trump anuncia que no enviará tropas a esa región pero al mismo tiempo ha determinado que va a «tomar la Franja de Gaza», lo cual abre las puertas a más intervencionismo, despliegues militares y represión de la poblaciones locales. La historia de Estados Unidos es una casi ininterrumpida serie de guerras, agresiones y brutalidad en contra de países vecinos y remotos; es la historia de conquistas, imposiciones de regímenes y el uso de las tecnologías de destrucción, transporte y comunicación para establecer un imperio planetario sin precedentes. 

Después de la Segunda Guerra Mundial las potencias triunfantes impusieron un nuevo orden y el planeta quedó dividido en dos bloques de influencia. La Guerra Fría vino acompañada por una gran abundancia (aunque no una justa distribución), crecimiento económico (en gran medida por desarrollos tecnológicos) y aparición de instituciones que buscaban garantizar la paz, la defensa de los débiles y la preservación de los recursos. Así se adoptan sistemas de protección de la salud universales en los países europeos y en unos cuantos más, mientras Estados Unidos conserva su sistema médico con fines de lucro pero permite la creación de un sistema médico accesible o gratuito para los mayores de 65 años (Medicare) y otro para los pobres (Medicaid). La educación se universaliza para todos hasta la universidad. La vivienda se hace un tanto más accesible a través de programas federales. Esta era de generosidad y socialización en Occidente comienza a debilitarse con la aparición del neoliberalismo, en particular de los regímenes de Ronald Reagan y Margaret Tatcher. Con ellos el conservadurismo volvía a ser una fuerza para restablecer viejas hegemonías, para volver a imponer el viejo orden que mantenía a los pobres y a los marginados en su lugar. Desde entonces hemos tenido la destrucción sistemática de los organismos, sistemas y recursos creados para reducir la pobreza, crear una sociedad más justa e igualitaria y con esto la guerra ha vuelto a ser inevitable e incluso apetecible para las potencias. Hoy con Donald Trump esto se magnifica y adquiere una dimensión mayor al ser presentado con toda honestidad y sin el menor pudor que usualmente tienen los Demócratas cuando destruyen programas sociales o los vuelven vulnerables para que los republicanos los terminen de sepultar.

La destrucción de Palestina

Desde 1948 y la declaración unilateral de independencia del estado de Israel, Palestina se convirtió en el laboratorio del neocolonialismo, la limpieza étnica, el apartheid y el genocidio. La partición del territorio dictada por la Organización de las Naciones Unidas en dos estados, uno judío y uno árabe, en su resolución 181, de 1947, dio la oportunidad al sionismo de emprender una campaña para tomar la cuasi totalidad del territorio. Esto comenzó en forma con la Nakba, en 1948, durante la cual más de 750 mil palestinos (alrededor de la mitad de la población árabe de la zona) fueron obligados violentamente por milicias sionistas a ir al exilio, sus tierras fueron tomadas por colonos, la sociedad fue desgarrada, los nombres geográficos cambiados y pueblos enteros fueron borrados del mapa. Así comenzó la brutal supresión de la cultura, sociedad, derechos e identidad de los palestinos. Gran parte de los sobrevivientes siguen viviendo en campamentos de refugiados. La narrativa israelí, aceptada por la gran mayoría de los estados occidentales, es que los palestinos abandonaron su tierra voluntariamente o como un plan de los estados árabes vecinos que vendrían a expulsar a los judíos. Las guerras que lanzaron los estados árabes vecinos contra Israel fracasaron y dieron la oportunidad a Tel Aviv de expandir sus fronteras. Desde el comienzo del programa sionista cuando los palestinos trataban de defenderse de los colonizadores se les consideraba terroristas y antisemitas. Los despojos de tierras, destrucción de casas, expulsiones y masacres nunca se detuvieron y a cada expresión de nacionalismo o intento de defensa el ejército israelí y los colonos respondían con enorme violencia. Así llegamos a la situación actual y a esta mal llamada guerra entre Israel y Hamás, que en realidad es una continuación de la Nakba y una nueva etapa en el proceso de exterminio de la población palestina.

La matanza de mil ciento cincuenta civiles y militares el 7 de octubre de 2023 en Israel, durante la operación Diluvio Al Aqsa de las brigadas Al Qassam y otras milicias, dio la oportunidad al estado de Israel de convertir la destrucción de Hamás en una urgencia existencial. La propaganda israelí de la atrocidad (historias falsas de bebés decapitados o colgados, de violaciones masivas usadas como arma de guerra y descuartizamientos de gente por placer y diversión sádica), así como el ocultamiento de que muchos de los muertos ese día fueron resultado de las acciones precipitadas y la reacción desproporcionada del ejército israelí (en particular la directiva Hannibal) que había sido sorprendido y humillado, hizo que la sociedad se uniera en su deseo de venganza. Antes de este ataque, el primer ministro Benjamín Netanyahu había declarado en varias ocasiones que en Israel no había ni el consenso ni la voluntad de lanzar una campaña para exterminar a Hamás, una fuerza militar que se estimaba en unos veinte mil combatientes. Pensaban que una acción militar semejante duraría cinco años, se perderían las vidas de cientos de soldados y numerosos civiles morirían como daño colateral. La operación Diluvio Al Aqsa, a la que convenientemente llamaron «el 11 de septiembre israelí», creó las condiciones políticas y emocionales, así como el apoyo internacional para lanzar una masacre y una limpieza étnica despiadada.

Con su superioridad tecnológica y la doctrina de la «transferencia del riesgo» que propone que en un combate en zonas densamente pobladas se usen municiones operadas remotamente para tener un mínimo de pérdidas humanas, los altos mandos del ejército y el gobierno decidieron que el precio de muertes palestinas civiles sería altísimo. Después de más de quince meses de destrucción sistemática de edificios, instalaciones necesarias para la vida y todo tipo de bienes, así como de la muerte de alrededor de sesenta mil palestinos, Israel aceptó un cese al fuego el 19 de enero de 2025 que de cualquier manera el ejército israelí ha violado en docenas de ocasiones matando palestinos en Gaza y Cisjordania diariamente y bloqueando el acceso de alimentos y medicinas. Se puede anticipar que esta tregua no sea duradera ya que la opresión, el apartheid, la deshumanización y la violencia contra la población palestina no cambiarán si no es con acciones que realmente tengan consecuencias para el gobierno israelí. 

La brutalidad demencial de este ataque derivó en que Sudáfrica y algunos otros países presentaran su caso ante la Corte Criminal Internacional, lo cual resultó en órdenes de arresto por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad para Netanyahu y su ministro de Defensa (ahora despedido) Yoav Gallant, así como contra los líderes de Hamás. En pleno desafío de esa condena Donald Trump invitó al primer ministro israelí a visitar la Casa Blanca, apenas tomó el poder. Aún antes de ser nombrado canciller de Alemania, Friedrich Merz también invitó a Netanyahu en un acto de desesperación por ganar su aprobación. Victor Orban, el primer ministro de Hungría también desafió a la Corte al invitar a Netanyahu. Esto pone en evidencia el nulo valor de la ley internacional cuando no apoya las políticas de las potencias. La principal víctima de este genocidio es el mito del orden internacional basado en reglas que se impusieron  a partir de la Segunda Guerra Mundial. La hipocresía de los líderes del «Mundo libre» es aún más apabullante al comparar las reacciones que  ellos han tenido ante la invasión rusa de Ucrania y la matanza en Gaza que no sólo pretendieron no ver sino que armaron, justificaron y reprimieron a sus propios ciudadanos cuando se manifestaron contra el genocidio desde las calles y universidades de numerosas ciudades europeas y estadounidenses.

El ataque del 7 de octubre ha sido señalado como una masacre terrorista, como un acto brutal e innecesario. En cambio la desesperada situación de Palestina con la expansión cotidiana de los asentamientos que ha hecho imposible el establecimiento de un estado palestino viable en el hipotético caso de que Israel lo permitiera, además del estrangulamiento sistemático de Gaza desde el recrudecimiento del bloqueo de la Franja en 2007, ha sido ignorado e incluso justificado en gran medida por el mundo. A pesar de que el año 2023, antes del 7 de octubre, fue el más mortal para los niños palestinos debido al uso de la violencia mortífera de forma casual y cotidiana, rara vez los medios internacionales prestaban atención a las incesantes agresiones israelíes contra la población de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este. Asimismo, todo intento de manifestación no violenta como la Flotilla de Gaza, que en 2010 buscaba llevar ayuda humanitaria a la Franja desafiando el bloqueo israelí fue interceptada, abordada y nueve activistas además de un periodista fueron asesinados a sangre fría a bordo;  o bien La Gran Marcha del Retorno, en 2018, que consistía en manifestaciones masivas frente a la reja de separación de Gaza para protestar contra los doce años de bloqueo, fueron recibidas con balas israelíes que cobraron la vida de 266 personas e hirieron de gravedad (los soldados enfocaban sus lesiones en causar amputaciones) a unas treinta mil. Durante su primer periodo Donald Trump trató de promover un proceso de normalización de relaciones entre Israel y Arabia Saudita, en forma de los Acuerdos de Abraham, que ignoraban por completo a la población palestina. Las naciones árabes de la misma manera tan sólo apoyan la causa palestina de forma oportunista y sin la menor convicción.

Imágenes de un genocidio

Todas las guerras son terreno fértil para atrocidades inesperadas, para descubrir y experimentar nuevos extremos de la crueldad humana, sorprendernos con los alcances de la desesperación y descubrirnos vertientes desconocidas del horror. Cientos de millones de dólares despilfarrados en armas, equipo y servicios para la destrucción se traducen en interminables pilas de muertos, rencores imborrables, pueblos traumatizados y kilómetros cuadrados de destrucción. Sin embargo, una vez que callan los cañones y se despeja la proverbial neblina de la guerra, el mundo olvida el dolor de las víctimas y en la atmósfera quedan nuevas colecciones de imágenes que, en vez de servir como memorias antibélicas, pierden su potencial aleccionador y se convierten en entretenimiento morboso. El mito de la guerra se nutre de estas imágenes aterradoras, de estas escenas de muerte, confusión y pavor que pierden su capacidad de indignarnos, entristecernos, horrorizarnos o llenarnos de rabia, para en cambio volverse escenas de acción útiles para exaltar valores patrióticos, estimular la adrenalina y volver higiénica y aceptable la brutalidad de la próxima carnicería bélica. 

El genocidio de Gaza es el primer crimen de esta magnitud que ha sido visto literalmente en streaming en el mundo entero, transmitido por los victimarios que celebran su carnicería y la destrucción como si se tratara de un entretenimiento digno de registrarse en Instagram o de celebrarse en TikTok. Asimismo, las propias víctimas han documentado cuando tienen señal y su equipo de comunicación tiene carga, las atrocidades que les rodean, especialmente debido a que Israel ha asesinado a ciento setenta periodistas y trabajadores de los medios en Gaza (siempre afirmando que eran terroristas). La colección de imágenes de las matanzas, de bebés palestinos despedazados, incinerados y muertos de abandono en hospitales destruidos, muertos de frío o de inanición deberían perseguirnos por décadas y volverse elocuentes testimonios de la traición de Occidente a los palestinos y a nuestra propia humanidad. Habrá un momento en que todos aquellos que valoren su humanidad asegurarán estar en contra de un genocidio como este, pero por ahora la mayoría de la gente tiene miedo de ser acusada de antisemitismo o simplemente prefiere ignorar esta tragedia. Al confrontar a los defensores de esta matanza la respuesta inicial es que todo lo que se dice y muestra es propaganda de Hamás y que nada es verdad, pero al desafiarlos usualmente terminan señalando que esa masacre no es suficiente. Así pasan del negacionismo histérico de que Israel esté cometiendo un genocidio, a pesar de tener las evidencias frente a sus ojos, a la celebración del exterminio. Las declaraciones de naturaleza genocida por parte de políticos, figuras públicas, celebridades, comentaristas y el público israelí en general ponen en evidencia la deshumanización del sionismo y su aterradora lógica patológica. La cotidiana matanza de palestinos, su justificación, la victimización israelí, el desarrollo de drones asesinos, el uso de inteligencia artificial para elegir blancos, la reducción de precauciones para proteger a los civiles y el aumento desbocado de la tolerancia para las muertes colaterales han logrado normalizar el crimen más grande que puede ser imaginado: el genocidio.

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