Guadalajara, Jalisco, 1980. Su libro más reciente es la novela Nada que salvar (Libros Invisibles, 2024).
Amargo mezcal, de Alberto Spiller (Schio, Italia, 1977), es una novela que apela a la épica. Pero a esa épica griega que tanto nos ha hecho emocionarnos a lo largo del tiempo y que tantas veces hemos querido emular o personificar en nuestras vidas. Porque ¿quién no ha querido ser un héroe, adulado y ensalzado por el pueblo, querido por las hijas de los dioses y odiado y enfrentado por enemigos de cepa? Esa épica que coquetea con la tragedia y convierte al protagonista en un ser de otro mundo, o por lo menos en un antihéroe tan al alcance de todos. Un ser que sufre una transformación que lo hace otro, que evoluciona dramática y físicamente y al final levanta el vuelo, desaparece y el telón cae.
En la novela, nos lo enseñaron los grandes novelistas, la vida entra en conflicto con algo que no es la vida propiamente. En Auto de fe, de Elias Canetti, sobreviene una ruptura entre una pareja por el apego a los libros de uno de ellos y la férrea negativa a separarse de estos; en Pálida luz en las colinas, de Kazuo Ishiguro, una mujer rememora la vida de su hija, que se ha suicidado y le ha dejado un sinnúmero de preguntas sin responder, todas, cuchillos que le horadan el vientre y la dejan desmadejada. En Amargo mezcal, el protagonista emprende un peregrinaje que lo lleva por los rincones más oscuros y riesgosos de su pasado, pero también de sus adentros. O sobre todo, es eso, un peregrinaje hacia sus adentros. Ahí está el fuego que le quema.
Desde la primera página hasta la última Roberto Maier, el protagonista, es un buscador, un peregrino en su propia tierra (una tierra que adoptó y que, en última instancia, lo adoptó a su vez a él), un hombre que apela a la memoria y a ratos a la sinrazón. La primera condición del que anda a la busca de algo es que se aleja de sí mismo, pone distancia de lo que hasta entonces ha sido y muda de piel, entra en un universo que le es desconocido y de allí tiene que salir, si tiene suerte y sabe sacarle la vuelta al azar, con las manos llenas. Tiene pocas certezas ante un abanico que despliega ante él un camino oscurecido, no exento de piedras y obstáculos diver- sos. Él pende del infortunio, como el equilibrista que coquetea con el vacío a cada paso que da.
El mundo de Maier, del todo misterioso y laberíntico, es lo más parecido a una noche que cae y que parece que nunca deja de caer. No encuentra lo que busca. Incluso, no le es dado ver. Porque ver, entonces, significa encontrar el reverso de esa muerte que cerca a Maier de principio a fin en el relato. No ve, y sin embargo va a donde lo llevan sus ojos, aunque por momentos acuse ceguera. Ella le mostró que el mundo puede mirarse de otra manera: le dio una única noche, o muchas únicas noches, que aún no acaban. Y está ciego porque Maier siempre está cayendo.
Esta novela sucede en un México contemporáneo de infiernos y redenciones. Y no se trata de una reelaboración de esa realidad que vemos todos los días en un periódico o en las imágenes de un noticiario. Tampoco una ficción disparatada y surgida de la nada. En el fondo es el intento de encontrar en el escenario de todos los días un motivo para hacer frente a toda la barbarie que nos hacen tragarnos y que nos impiden vomitar sin que medie el estremecimiento, el miedo, el estertor y el infarto. Recordemos que la literatura, la buena literatura, le apuesta a la revisión de la condición humana en todas sus aristas y al disfrute aun cuando este potencie la incomodidad, el resabio o la inquina.
Esta novela, además, es un entramado rítmico de momentos que, engarzados, da la idea de una totalidad bien trabajada. Spiller nos entrega páginas enteras de descripciones de la sierra, de los montes, de los senderos polvosos, de aves captadas al vuelo, de construcciones antiguas, de pueblos que se encuentran a la vera del camino, de caseríos que surgen como espejismos y se materializan al instante. Pero también de la apariencia y sentir de Maier y de todos esos quienes en algún momento toman protagonismo en su viaje al fondo del cielo, al Haimatsie, más allá de las nubes.
La prosa es un trabajo aparte en Amargo mezcal. Me he maravillado con ese manejo de la prosa, de la metáfora atinada en un momento cumbre o del adjetivo bien puesto donde parece que nada más hay desierto, polvo, oquedad, salitre, reverberación quemante, suelo arenoso, y el agua que brota de ese escenario recorre y salpica párrafos, páginas, capítulos que convierten este debut novelístico de Alberto en un todo armónico y compacto, sin fisuras, que adquiere una altura a la que difícilmente se le puede acortar algún tramo.
Por último, esta novela de Spiller, que obtuvo el Premio Bellas Artes de Primera Novela 2024, dialoga con Rulfo y la Comala de todos los infiernos, de sombras y enemigos, de peligros y castigos, de tormentos y actos sin absolución. Pero también, y sobre todo, va hombro con hombro con Bajo el volcán de Malcolm Lowry, Las tierras flacas de Yáñez, El bordo de Sergio Galindo, El cañón de Juchipila de Tomás Mojarro, Pueblo en vilo de Luis González y González, y el norte arenoso y recalcitrante de Fernando Elizondo, Daniel Sada y Jesús Gardea. En esos espejos encuentra si no una imagen idéntica, sí una que la prolonga y la dinamita, la hace volar por los aires.
¿Cómo será el no tener a dónde volver? ¿Cómo será esa sensación profunda, lacerante de la intemperie como el sitio único, como el nido, como el lugar donde todo comienza y acaba también todo? Lean Amargo mezcal y descúbranlo.
