He preguntado de manera reiterada acerca
de la Abuela Patria, la Hermana Patria, la Prima Patria,
la Tía Patria, sin que de todas mis inquisiciones
haya sacado otro conocimiento que el de la Madrastra Patria,
que trata a sus descendientes como extraños
y a sus hijos como esclavos.
Antonio Nariño,
artículo en el periódico La Bagatela
La historia de América Latina parece transcurrir siempre en otras cancillerías, y la historia de su independencia no es una excepción. Decisiones tomadas a miles de kilómetros de distancia: en Madrid, en París, en Londres, tuvieron repercusión en nuestras incipientes naciones, aunque siempre envejecidas por los meses que tardaban los barcos en traer frescas noticias a nuestras costas. El estallido revolucionario en Chuquisaca, Quito, Buenos Aires, Santiago, Caracas o México es una réplica tardía del terremoto que estremeció a España luego de su sigilosa invasión por parte de las tropas de Napoleón Bonaparte entre febrero y julio de 1808. Y la creación de juntas populares en América Latina no fue una espontánea rebelión popular, sino un acto definitivamente conservador, que demoró muchos meses en gestarse —no sólo por la lentitud en las comunicaciones, sino por una desmesurada fe de los líderes de la América española
en la resistencia de la madre patria. El primer objetivo de los futuros jefes de la independencia fue preservar los derechos del rey Fernando VII —alias El Adorado— mientras era mantenido en cautiverio por Napoleón Bonaparte. Sólo cuando sobrevino la catástrofe político-militar en España, esos caudillos de la América española decidieron calcar, en principio, lo que habían hecho en la península ibérica las juntas conservadoras de los derechos de Fernando VII. Apenas después, debido a algunas desavenencias familiares, surgieron los gritos de independencia. Entre esas desavenencias se incluyen la ejecución de los revolucionarios de Quito por parte de las autoridades españolas el 2 de agosto de 1809 (1); la decisión de la Regencia española de considerar rebeldes a los firmantes del Acta del 19 de abril de 1810, y el célebre decreto de la Junta Central de Sevilla del 22 de enero de 1809 declarando que «los dominios españoles de América no eran colonias, sino parte esencial e integrante de la Monarquía», y por lo tanto «debían tener parte en la representación nacional y enviar diputados a la Junta Central». El problema era la descomunal representación de una España ya cautiva —treinta y seis diputados— y la magra cuota asignada a los dominios ultramarinos —apenas doce.
Esas discrepancias agriaron las aguas, y, como resultado, la madre patria se convirtió en madrastra, y sus dilectos hijos, en hijastros.
Encubrimientos
La famosa leyenda de «la máscara de Fernando», con la que se habrían cubierto el rostro los patriotas latinoamericanos, ha sido demolida con elegante prosa por Carole Leal Curiel. Como lo explica la historiadora, esa leyenda vino a posteriori, para intentar demostrar, ya desde una vida independiente, que los jefes patriotas estaban animados desde el principio por la vocación independentista, aunque en su infinita astucia habían intentado vender gato por liebre a las masas incultas. Sin embargo, esas juntas conservadoras intentaron cumplir el propósito que habían enunciado: el de conservar los derechos de Fernando VII al trono de España.
El historiador José Manuel Restrepo, quien tenía, como diríamos ahora, el oído del Libertador, señaló en su Historia de la revolución de la República de Colombia que el claro objetivo de los líderes de la América española era defender a España y protegerla de Napoleón, corroborando así la tesis de Leal Curiel de que «la junta de abril se asentó sobre la base del derecho monárquico», que «la independencia absoluta no era una idea tan clara en los inicios», que la revolución «no era un proyecto popular», y que el 19 de abril, como lo sostuvieron los primeros historiadores venezolanos, «es una fecha sospechosamente fernandina». (2)
Es cierto que algunos patriotas eran perseguidos por dudar de los triunfos de los españoles, dijo Restrepo, y otros, por expresar de manera indiscreta «la forma de gobierno que debería adoptar Venezuela en el caso de que la España no pudiera resistir el poder colosal de Bonaparte» (las itálicas son mías). Y el aumento de la agitación en la parte «más sana del pueblo», esto es, en la clase de los propietarios, se inició a principios de abril de 1810, cuando comenzaron a circular rumores de que las tropas de Napoleón habían invadido Andalucía, dispersado la Junta Central de España y obligado a sus integrantes a huir a Cádiz, último reducto de la resistencia.
Restrepo señaló que recién cuando los patriotas de Caracas, persuadidos tras enterarse por los documentos publicados por el capitán general Vicente Emparán, «de que había desaparecido en España el gobierno supremo de la nación, convinieron en que era llegado el caso de constituir otro para las provincias de Venezuela». Y la convocatoria a un cabildo extraordinario para el 19 de abril tenía como propósito establecer en Venezuela un gobierno, luego que «bandos y edictos publicados hasta en las gacetas confirmaban la disolución del gobierno supremo en España».
Se avecina la tormenta
El año 1808 es el más extraordinario en la historia de España si se exceptúa 1492, señala John D. Bergamini en The Spanish Bourbons (Putnam, 1974). Así como 1492 presenció la reconquista final de Granada, último bastión de los moros en España, la expulsión de los judíos y el descubrimiento (o redescubrimiento) del Nuevo Mundo por parte de Cristóbal Colón, en 1808 los españoles fueron testigos de la ocupación militar de su patria por los ejércitos napoleónicos; del motín de Aranjuez, una insurrección popular que desalojó del poder a Manuel Godoy —el «valido» que gobernó España a su antojo, gracias al hechizo que ejercía sobre la pareja real integrada por la reina María Luisa y el rey Carlos IV—, a la abdicación de Carlos IV en favor del príncipe de Asturias, Fernando VII; el derrocamiento de ambos monarcas por parte de Napoleón Bonaparte en la localidad de Bayona; la insurrección española que comenzó en Madrid el 2 de mayo y se extendió al resto de la península como un reguero de pólvora; la proclamación de José Bonaparte como nuevo rey de España, y finalmente, el comienzo de la primera guerra de liberación nacional de la era moderna, donde fue acuñada la frase «guerra de guerrillas».
El rol de Napoleón
Para los habitantes de América Latina, Napoleón Bonaparte fue el partero de su historia. Nosotros no seríamos lo poco o mucho que ahora somos si no hubiera sido por el emperador de los franceses, que hace exactamente dos siglos decidió que el trono de los Borbones españoles debía pasar a la casa real de los Bonaparte, del mismo modo en que el trono de los Borbones franceses había pasado a los representantes del pueblo de Francia luego que Luis Capeto perdió la cabeza en la guillotina, en un frío y opresivamente húmedo día de enero de 1793.
Pero no todos los partos históricos son iguales. Cervantes decía que no podía contravenirse la orden de la naturaleza, «que en ella cada cosa engendra su semejante». Por lo tanto, al crear a Don Quijote, «¿qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo, y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno?».
Nosotros, los latinoamericanos, no sólo tenemos a Napoleón como partero de la historia y modelo de muchos de nuestros próceres (en El Diario de Bucaramanga, Perú de LaCroix dijo que el Libertador explicó su intención de borrar todas las huellas de su inmensa admiración por Napoleón, incluidos sus gestos y mensajes, para impedir que siguieran acusándolo de seguir sus pasos): también somos hijos, o hijastros, de un sainete que tuvo como protagonistas a los integrantes del tristemente célebre triángulo que integraban la reina María Luisa, el rey Carlos IV y Manuel Godoy, quienes —tal vez sin querer— transformaron a España en la ramera de Babilonia, sumergiéndola en cuanta guerra ruinosa les fue propuesta.
El motín que cambió la historia de España
El 17 de marzo de 1808, en Aranjuez, nos dice el historiador Gabriel H. Lovett, «el pueblo de España habló finalmente, y derrocó a un rey, a una reina y al favorito de la realeza», Manuel Godoy, cuyo poder era omnímodo. («Siendo yo el que gobierna, / todo va por la entrepierna», decía la soez copla que aludía a su romance con la reina María Luisa).
Ya para esa época nadie podía negar que España había sido humilla-
da por Napoleón, y que el rey era un imbécil, y que Godoy lo estaba llevando por las narices. Y el rumor que rebosó la copa fue que, después de tantas tropelías, la pareja real, acompañada del indispensable valido, se disponía a huir a Sevilla, y de ahí a Cádiz, y posteriormente a alguna región de la América hispana.
Y fue entonces que ardió Troya. El 17 de marzo de 1808 estalló una insurrección, liderada por el sector aristocrático ligado al príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII.
La multitud, dirigida por los nobles, se agolpó frente al Palacio Real y asaltó posteriormente el palacio de Godoy, quemando todos sus enseres. El día 19 de marzo, por la mañana, Godoy fue descubierto cuando intentaba esconderse entre esteras en su palacio, y trasladado hasta el Cuartel de la Guardia Real, recibiendo en el camino una lluvia de golpes. Ante esta situación, y cuando todo estaba preparado para que Godoy quedase guindado de un farol, intervino el príncipe Fernando, quien salvó al príncipe de la paz de una certera muerte. Pero algo debió haber exigido Fernando a cambio, pues al mediodía del 19 de marzo, el rey Carlos IV abdicó en favor de su ingrato hijo.
Los primeros vagidos de ese sainete que abrió el camino a nuestra independencia pudieron escucharse durante la farsa de Bayona, de mayo de 1808, un episodio con escasos precedentes en la historia del mundo, cuando el rey Carlos IV y su heredero Fernando VII abdicaron simultáneamente su corona en manos de Napoleón Bonaparte, quien se la entregó a su hermano, José, y ordenó recluir a los monarcas españoles en castillos de Francia.
Cuando el abismo nos contempla
Godoy, que era muy proclive a las metáforas climáticas, no pudo prever el alzamiento de Aranjuez, que puso fin a su control de España, aunque también en esa ocasión usó una alegoría meteorológica. Tal como narró en sus Memorias, «nada estuvo preparado para el 17 (de marzo). De esta suerte la nave del estado se encontró aquel día y en el siguiente como un bajel parado en el difícil paso de la línea, el cielo encapotado y amenazando la tormenta, en medio de la calma por instantes».
Entre 1808 y 1810 España vivió, una y otra vez, la situación de alguien que corre y de repente tropieza. Pero lo que se abrió delante de España fue invariablemente el abismo. Los protagonistas de esa historia cargada con tantos elementos de farsa hicieron los ridículos gestos de quien intenta seguir caminando, realiza un torpe avance y de repente se desploma en el vacío. Dimos a la madre patria dos años para que recompusiera sus gestos y se comportara como una madre. Pero cuando nada de eso ocurrió: la vergüenza por esos gestos abrió el camino a nuestra independencia. Y de esa manera, y no al revés, la madrastra patria se libró de sus ingratos hijastros que durante breves momentos de su infancia se pasearon orgullosos luciendo la máscara de Fernando VII l
Porque te quiero te aporreo
La relación entre el favorito Manuel Godoy y la reina María Luisa ha sido la comidilla de la realeza europea y de los historiadores durante dos siglos. Napoleón señaló en cierta ocasión que «La vida sentimental de la reina está escrita en su fisonomía. No hace falta decir nada más». El affaire Godoy-María Luisa no fue precisamente una relación de igual a igual. Si se hubiera divulgado dos siglos más tarde, más de un centro de protección a la mujer hubiera tratado de extraer a la reina María Luisa de un lazo erótico en que recibía todas las bofetadas.
Un día de marzo de 1808, en el palacio real de Aranjuez, dos nobles observaron la siguiente escena: una de las puertas del apartamento real se abrió de repente y la reina, el rey y Godoy salieron a un corredor. El rey Carlos iba precediendo el cortejo. María Luisa y Godoy lo seguían a corta distancia. La reina parecía haber llorado, o al menos daba señales de estar disgustada. Godoy, caminando a su lado, le hablaba en tono bajo, y hacía gestos de reproche. La reina, obviamente, intentaba calmar su ira. Pero al parecer no había forma de tranquilizar a Godoy, que de repente alzó la mano y la abofeteó. Luisa no dijo una sola palabra, pero cuando escuchó el sonido de la cachetada, el rey Carlos se dio vuelta y preguntó: «¿Qué es ese ruido?». Y la reina, que tenía en su rostro las huellas de los cinco dedos que había impreso Godoy en su mejilla, respondió: «Nada, a Manuel se le cayó un libro». Y el trío continuó su marcha, como si nada hubiera ocurrido. (Wenceslao Ramírez, Marqués de Villa-Urrutia, La reina María Luisa, esposa de Carlos IV).
1. El episodio marcó el surgimiento de uno de los grandes jefes revolucionarios de Venezuela, José Félix Ribas, el llamado «diputado del gremio de pardos», quien, en protesta por esas ejecuciones, aconsejó un motín el 22 de octubre con el objeto de pedir la expulsión de todos los españoles nacidos en la península y en las islas Canarias.
2. Carole Leal Curiel, «El 19 de Abril de 1810: la “Mascarada de Fernando” como fecha fundacional de la independencia de Venezuela», en Mitos políticos en las sociedades andinas. Orígenes, invenciones y ficciones. Equinoccio, Caracas, 2006.