Ciudad de México, 1957. Uno de sus libros más recientes es Para una política del texto (Ediciones Sin Nombre, 2019).
La muerte, aunque tenga permiso, como diría Edmundo Valadez, siempre sorprende. Y la de David nos sorprendió a todos. Provocó una enorme tristeza porque era muy querido por sus contemporáneos y por las nuevas generaciones, porque estaba muy activo y escribiendo muy bien, porque había desarrollado en la última década una importante labor, crítica y docente, y colaboraba con distintos escritores amigos en proyectos muy diversos. Varios homenajes tanto impresos como orales dejaron cuenta de ese aprecio del mundo cultural al autor de Incurable. Y los homenajes siempre suelen ser memoriosos más que críticos.
Asumo con gusto ese tono: de pronto David estaba ya ahí, en las mesas de la cafetería La Veiga donde recuerdo haberlo conocido, sin establecer una amistad inmediata. Lo conocía ya como escritor por haber leído Jardín de la luz, un hermoso libro de aprendizaje, y por la breve plaqueta Huellas del civilizado que publicó Federico Campbell en la hoy legendaria La Máquina de Escribir. Unos meses después o unos meses antes de esas Huellas, aparecerían, casi simultáneamente, Cuaderno de noviembre en 1976 y Versión en 1978. Eran unos años notables para la lírica. Paz había publicado Pasado en claro, y la generación de medio siglo entregaba a los lectores sus mejores obras. Bajo la sombra a veces opresora de Poesía en movimiento los poetas reunidos en La espiga amotinada desarrollaban su obra, mientras que otros como Rubén Bonifaz Nuño y Tomás Segovia consolidaban su presencia, y autores como José Emilio Pacheco, Francisco Cervantes y Gabriel Zaid daban rostro al movimiento de esa poesía en movimiento, a la vez que Eduardo Lizalde y Gerardo Deniz ofrecían otra condición de la modernidad lírica.
David, que usaba el pelo largo, no se despeinaba entonces por las polémicas entre la pinche piedra y la luz de Eros. Hijo de un gran poeta desarrollaba su personalidad al margen de esa figura paterna biológica y también, en buena medida tomaba distancia de las diversas líricas entonces en plena ebullición. Además, abrevaba en el desenfrenado hervor de lo latinoamericano, con poetas como Hinostroza y Cisneros en Perú, Severo Sarduy y Octavio Armand en Cuba, aunque fuera en el exilio. Releer esos libros hoy, más allá de su contexto emocional, sigue provocando entusiasmo y admiración. Como lector me ha fascinado siempre ver la gestación de un poeta y una obra digamos in situ, en concordancia con esa hambre lectora que tiene uno a los veinte años. Habrían bastado esos libros para hacer de David un poeta de referencia. Pero su poesía estaba despuntando: tenía apenas treinta años. Y allí lo veía yo en las mesas de La Veiga, pocas veces en la misma, pero siempre amable.
Eran los años de lo que, tomando una expresión de Claudio Rodríguez, el gran poeta español, con el cual David tiene muchos puntos en contacto, se vivía el «don de la ebriedad». Apenas una década antes había caído sobre la lengua castellana un meteoro que pondría fin a la edad de los dinosaurios, Paradiso, de José Lezama Lima, autor, al que David leyó intensa y apasionadamente. La imagen del asteroide dejó un cráter al que se ha llamado neobarroco en el que David hacia entonces nido. Si pongo la palabra aquí es porque su poesía seguiría en décadas posteriores un camino a veces radicalmente diferente. Pero todo esto, a lo que habría que sumar, creo, una atenta lectura de los ritmos versiculares de Agustí Bartra, que en aquellos años ya se había ido a Cataluña, pero que había dejado su impronta en nuestra lírica o el descubrimiento de la escritura de Gerardo Deniz, que había publicado por entonces su primer y deslumbrante libro, Adrede. Pero todo esto es fruto de esa manía, que no se acaba uno de sacudir; sin embargo crear mapas diacrónicos no explica lo que vendría después, otro meteorito, el libro Incurable.
Los lectores sabemos que nada es inexplicable, que siempre se puede encontrar, así sea profundo, el manantial del que brota el agua fresca. Pero también es verdad que hay textos que nos dejan perplejos. Eso me ocurrió a mí con Incurable. Escribía yo una poesía radicalmente distinta, de verso corto e imagen transparente: quedaba en el extremo opuesto, catarata desbordada, aluvión en busca de su cauce y les correspondía a los lectores habitar sus peligrosas orillas. Y, con sus diferencias, fue una lectura compartida generacionalmente. En otro lugar he dicho que Incurable fue una especie de libro del castor, en el que abrevaban los impulsos adolescentes, la furia grafómana, oráculo al que se consulta ante el enigma, lugar al que se le pide nos explique nuestro desasosiego. Recuerdo los ejemplares de mis amigos subrayados en siete colores. A la perplejidad se sumó además, la angustia que el título encarna muy bien: ¿qué es lo incurable? La vida, la poesía, la enfermedad, el alcoholismo, la muerte. Me podría detener ampliamente en cada herida sin posibilidad de cicatriz, pero sigo adelante.
Entonces, tanto David como yo bebíamos mucho: a su muerte me asaltaba un sueño recurrente: Estaba yo en La Veiga cuando David desde otra mesa me decía, José María, me invitas un trago y yo le contestaba compungido que no traía dinero. Y en ese momento me despertaba inquieto. Quiero pensar que ese trago que no pude invitarle nos salvó entonces a ambos de morir jóvenes.
David, además, formaba parte de un grupo heterodoxo en la literatura mexicana, junto a sus amigos Héctor Manjarrez, Jorge Aguilar Mora, Paloma Villegas, Evodio Escalante, Coral Bracho y algunos otros, que proponían una literatura verdaderamente extraña e irreductible a la amplia producción de libros bien portados de la época. Con ellos hizo una revista, con un título muy malo, La mesa llena, de la cual recuerdo que salieron un par de entregas. El título, además, es exactamente opuesto a lo que David haría en años posteriores: invitar a su mesa, ser un buen anfitrión. Y sí, David no se curó de la poesía. La suya, reunida hasta 2011 en La mancha en espejo, suma en dos volúmenes más de mil páginas. Y lo publicado después bien conformaría un tercer volumen de la misma extensión. El propio escritor, consciente del gesto que significaba Incurable, sabía que no podía seguir por esa senda. Incluso en la época recuerdo las discusiones entre los amigos de si David Huerta seguiría escribiendo poesía. Yo era de los que decía que no, y afortunadamente me equivoqué.
Otro sueño: Solíamos discutir obras y autores con beligerancia, la cosa podía incluso subir de tono, pero nos entusiasmaban la esgrima verbal y la confrontación de estéticas. Alguna vez amigos mutuos nos reprochaban que la sangre no llegara al río y señalaban que terminábamos poniéndonos de acuerdo. En el sueño David me decía con una sonrisa en los labios: es que nos gusta encender fuegos de bengala.
El poeta emprendería un doble proceso en su poesía posterior: por un lado un progresivo trabajo de concisión del verso, que lo llevaría incluso a estudiar los asuntos métricos y prosódicos, a leer a los poetas de los siglos de oro y del virreinato, y a incursionar en el ensayo. Se podría usar la metáfora del río desbordado que fue Incurable y en años sucesivos, al llegar a la planicie fue encontrando su cauce. O, para usar el título de su librito en La Máquina de Escribir, fue encontrando las huellas del civilizado, pero sin perder fuerza y sin enturbiar las aguas, incluso en ocasiones más cristalinas que en su origen. Hacer el recorrido hasta sus poemas últimos excedería el marco de este homenaje y la amabilidad debida a los que me escuchan. Quiero, por eso cerrar, con un señalamiento ciertamente de carácter sentimental: escritores como David nos hacen confiar en la poesía y en la vida.
Texto leído en el homenaje a David Huerta en el Festival de Poetas del Mundo Latino 2023.