David Bowie nos dice adiós desde el espacio / Josué Sánchez

Desde aquella mañana de invierno de 1980 en que regresó a la Tierra hasta el día en que murió, cincuenta años más tarde, Luis Alcázar supo que no volvería a sentir una vez más la oscuridad del espacio esculpiendo su rostro. Todo esto lo sé porque soy su hijo y, desde que tengo memoria, siempre describía, con la resignación de los exiliados, desiertos de arena negra, mares como bloques suspendidos en el aire y la bóveda de un inmenso cielo rojo.
     Su viaje inició en la ciudad de Veracruz. Con apenas diecinueve años trabajaba como chofer en los autobuses que recorrían el circuito de suburbios. Las calles por las que pasaba unas treinta veces al día estaban flanqueadas por lotes baldíos tan amplios que podías llamarlos praderas. Así, la noche del 10 de febrero de 1975, cuando se dirigía a la central para guardar su vehículo, vio suspendido, en medio de uno de esos lotes, un platillo volador del tamaño de una gigantesca antena parabólica. Para cerciorarse de que no estaba alucinando se apeó con la intención de acercarse. El platillo se precipitó sobre él con la velocidad de un meteoro hasta que, sobre su cabeza, hizo un ruido igual al bufido de mil toros, se abrió por la mitad como si de una almeja se tratara y lo envolvió en una invisible manta eléctrica.
     Cinco años más tarde, apareció en aquel lugar con la misma apariencia y la misma ropa. Detrás de sus ojos surgían imágenes de fluorescentes montañas recortadas contra el cielo y soles negros cuya luz se derramaba sobre marmóreos árboles. Un inexplicable sentimiento de despojo le perforaba el pecho.
     Por miedo o por envidia, nadie quería tratar con alguien que no había envejecido durante cinco años. En ese entonces mi padre bordeaba la locura sabiendo que la Tierra era un grillete inventado por Dios. Tenía que encontrar una salida y durante un mes acudió al mismo baldío donde había visto el platillo volador. De aquellos días guardaba un nítido recuerdo de cada frío amanecer.
     Así, harto, decidió recluirse en su casa con su madre (tenía cinco años cuando su padre fue consumido por la diabetes, pero de eso nunca habló mucho) y una noche sintonizó en la radio Fisura, un programa transmitido desde Xalapa en el que invitaban a cualquier persona que pudiera hablar sobre sus experiencias con fantasmas, engendros, posesiones, el diablo, Dios, la Virgen, anécdotas sobre el umbral de la muerte y un sinfín de fenómenos sobrenaturales para, después, recibir alguna explicación o comentario de un tal Monsieur Valter, un erudito en el tema. Al día siguiente se presentó en la capital veracruzana, en las oficinas de la radiodifusora. Y ahí, en el primer piso de un viejo edificio de la colonia Ébano, dentro de un cubículo estrecho y lleno de pilas de libros baratos, conoció a Gabriela Garza, mi futura madre. Ambos tenían veinticuatro años.
     Gabriela se había graduado como licenciada en Letras y escribía los guiones para las enciclopédicas respuestas de Valter. Después de que escuchó la experiencia de mi padre lo familiarizó con el término abducción y añadió que todo lo que contaba parecía sacado de una colección de relatos de un escritor norteamericano.
     Luis nunca asistió a Fisura y un mes después de la entrevista se mudó a vivir con Gabriela. Nada más entrar en su departamento se asomó a la ventana y comprobó que la noche en Xalapa, tal como le había contado alguna vez su novia, exhibía un pálido color rojo. Sintió, entonces, cómo una aguja se le clavaba en el estómago y subía por su pecho: esa imagen era muy parecida a los días en aquel otro planeta y un sentimiento de exilio empezó a consumirlo. Aquella noche no quiso hablar del tema a pesar de que mi madre le preguntó más de una vez qué le pasaba.
     A la mañana siguiente, mientras Gabriela preparaba el desayuno, encontró el libro Crónicas marcianas sobre la mesita de noche. Sólo el título le provocó una sonrisa burlona pero, en cuanto leyó unas líneas al azar, su expresión, poco a poco, se tornó en una mueca de asombro.
     Enseguida le explicó a su novia que era posible que ese tal Bradbury también hubiera estado en el mismo planeta que él; sus errores se resumían a llamarlo Marte y engañar a sus lectores con la ilusión de que ahí había gravedad. Ella le dijo que aquel escritor vivía y decía y escribía su retahíla de imprecisiones gracias a Double Daily, una editorial en Nueva York. Al caer la noche, Luis le escribió una carta. Por la ventana entraba el resplandor rojo de la noche xalapeña.
     Pasaron algunos días y Gabriela hizo planes para ganar dinero: trazó una ruta de conferencias impartidas por mi padre que iba desde la costa del Pacífico hasta Quintana Roo y, desde ahí, hacia el norte por la costa del Golfo y los estados de la frontera con Estados Unidos, Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila y, como destino final, Ciudad Juárez, en Chihuahua. También planeó fundar el Centro de Estudios del Fenómeno Ovni (cefo) y buscar una beca del Conacyt para investigaciones de punta sobre todo lo que tuviera que ver con extraterrestres y otros planetas; esbozó el diagrama de la Enciclopedia Alienígena Siglo xx-xxi (easxx-xxi) con meticulosos apartados y categorías; hasta se le ocurrió probar suerte en el medio del espectáculo con la ópera Flying Saucer Super Star (fsss).
     Mientras mi padre esperaba una respuesta del señor Bradbury, leyó y releyó aquel libro de relatos que tanto lo había impresionado y se convirtió en el ama de llaves de la casa. Entretanto, Gabriela obtuvo un trabajo como correctora de estilo en un periódico local y pasaba el día fuera. Poco después de que cumplieron un año viviendo juntos se embarazaron. Para entonces, mi madre ya se había resignado a que cualquier investigación sobre el fenómeno ovni, la cefo, la easxx-xxi y la fsss tendría que ser hecha a un lado por algún tiempo. Sólo ella sabe hasta la fecha cuánto lamenta haber dejado todo eso.
     El 10 de noviembre de 1983, por la mala situación económica que atravesaban, mi padre se dispuso a buscar trabajo. En algún momento pasó frente a una tienda de electrodomésticos y casi se volvió loco, así lo dijo, cuando vio, en repetidas pantallas de televisión, la imagen de un hombre flaquísimo con rostro de caballo. El hombre cantaba entre desiertos bermejos que contenían lagos en cuya superficie, de tan oscura, destellaban brillos azulados como plumas de cuervo.
     Entró en la tienda y le preguntó a un dependiente quién diablos era ese tipo que cantaba desde otro planeta. El muchacho entendió lo que mi padre quiso decir y contestó, con toda naturalidad, que era David Bowie y que la canción se llamaba «Ashes to Ashes».
Mandó al diablo la búsqueda de empleo ese día y se dispuso a esperar frente a las pantallas de la tienda el momento en que aquel video volviera a aparecer. Lo vio dos veces más en un lapso de cinco horas y, antes de regresar a casa, pasó a una tienda de discos y robó el álbum Scary Monsters (And Super Creeps), que contenía aquella canción.
     Mi madre lo esperaba desde hacía dos horas para cenar y supuso, por la tardanza, que su esposo había conseguido trabajo o que al menos había puesto mucho empeño en el asunto. Guardó silencio y se fue a dormir en cuanto mi padre atravesó la puerta y comenzó a hablar sobre la tienda de electrodomésticos, David Bowie, el video alucinante de «Ashes to Ashes» y el disco que llevaba en la mano.
Momentos después, se quedó en la sala, de pie, con la palabra en la boca y veteado por las fajas de luz de luna que entraban por las persianas. Enseguida, se dispuso a escribir una carta a David Bowie, felicitándolo por la fidelidad con la cual había retratado aquel planeta que él también recorrió. Esta vez adscribió como destinatario a rca Records, también en Nueva York.
     Pasó seis meses más a la espera de una respuesta, tanto del señor Bradbury como de Bowie. Continuaba con su labor como ama de llaves y, por las noches, justo después de que Gabriela se iba a dormir, pasaba horas contemplando el cielo rojo de la ciudad.

Durante mi infancia me contó sobre los paisajes que había contemplado fuera de la Tierra. Pero cuando cumplí trece años noté que las historias pararon porque se sentía muy cansado. Comenzó a adelgazar de manera alarmante. Lo notaba en el espacio entre su cintura y los pantalones, donde a veces cabía hasta más de un puño.
     Gabriela no le prestó mucha atención al asunto porque sabía que era consecuencia de la manera paupérrima en que comíamos. Además, ella también estaba adelgazando y le parecía tedioso sostener otra pelea inútil por algo que claramente se debía a que sólo uno de los dos trabajaba.     
     Luis nunca le dio mucha importancia al asunto, ni siquiera el día en que se enteró de que tenía diabetes tipo ii.

Un día, en medio de la comida, nos anunció que había encontrado la manera de volver a aquel planeta. Entonces se levantó, removió una baldosa del piso y me entregó un grueso archivo que contenía los protocolos para llevar a cabo la realización de la cefo, la easxx-xxi y la fsss y la propuesta del proyecto para Conacyt. También me dio las dos cartas que nunca llegaron a Double Daily y rca Records y que Correos de México le había devuelto muchos años atrás. Mi madre lo miró con lástima y después me volteó a ver como para que dijera algo. ¿Qué podía decir, de todos modos?
     Empezó su fuga: cada noche se concentraba en respirar el aire que entraba por la ventana. Así, primero fue el dedo pulgar del pie izquierdo. Una pequeña llaga se había extendido desde la planta hasta envolver la falange. La herida tenía el aspecto de una encendida orquídea roja que se expandió poco a poco hasta alcanzar un profundo tono violeta cerca del tobillo y por encima del talón. Durante el tiempo en que aplazó su visita al doctor se familiarizó con el verbo amputar. La gangrena también alcanzó su otra pierna y, de pronto, años e imágenes con los que lidió toda su vida se fundieron en los círculos de acero de su silla de ruedas.
     Después de eso sólo lo recuerdo al pie del ventanal de la sala. Mantenía la mirada fija en algún punto más allá del vidrio y, uniendo las manos como si rezara, aspiraba hondo y exhalaba. Hasta la fecha lo veo ahí perdiendo gramo a gramo de su peso frente al rojo cielo nocturno de esta ciudad.

 

 

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