Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2025

Dany Laferrière y las metáforas del exilio

Amin Maalouf

Beirut, Líbano, 1949. Su libro más reciente es El laberinto de los extraviados (Alianza Editorial, 2024).

Traducción del francés de Silvia Eugenia Castillero

A las tierras de América de donde usted viene, Señor, siempre las hemos querido tanto en esta Compañía, como en este país. Nueva Francia, Santo Domingo, Quebec, Canadá, Haití… ¡Tantas afinidades! ¡Tantas reminiscencias! ¡Tanta pasión recíproca! ¡Tanta fidelidad!

Y sin embargo, ¡cuántos encuentros perdidos! Como aquel que estuvo a punto de tener lugar en la época de la Revolución, que habría cambiado muchas cosas para Haití, para Francia y sin duda también para toda la humanidad, pero que terminó, por desgracia, en remordimiento y amargura.

En agosto de 1789, durante las semanas que siguieron a la toma de la Bastilla, la Asamblea Constituyente adoptaba la primera Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y de inmediato se planteaba con insistencia la cuestión de la esclavitud en las colonias. ¿No debía abolirse de inmediato? Desde el momento en que se había proclamado: «Todos los hombres nacen y permanecen libres», la cuestión debía de haberse concretado. Pero los colonos que dominaban su isla, entonces llamada Santo Domingo, enviaron a París representantes para advertirles a Danton, Mirabeau, La Fayette y los demás de que, si alguna vez se les privaba de su mano de obra gratuita, sus plantaciones azucareras dejarían de producir y Francia se arruinaría. Una amenaza que asustó a las sucesivas asambleas y las llevó a aplazar una y otra vez su decisión. La población negra, decepcionada y exasperada, terminó por tomar las armas.

Nos encontramos así con dos revoluciones frente a frente, una en Santo Domingo, otra en la metrópoli; una nacida a raíz de la otra, pero surgida también en reacción a las carencias de la otra. Y fue en un clima de extrema tensión a ambos lados del Atlántico que la Convención Nacional votó finalmente, el 4 de febrero de 1794, a favor de la abolición total de la esclavitud en todas las posesiones francesas.

La rebelión negra tenía entonces, en la persona de Toussaint Louverture, un dirigente fuera de lo común. Habiendo conquistado toda la isla, se negó a dejarse manipular por Inglaterra o España y, contra la opinión de sus lugartenientes, le propuso a París una alianza. Incluso tuvo el valor moral de invitar a los colonos blancos a regresar a Santo Domingo para contribuir a su reconstrucción. «Toussaint, aunque vencedor, modesto en sus éxitos», dirá más tarde Lamartine en una obra que le dedicaría.

Sólo él, entre los dirigentes políticos de su época, creía profundamente en la importancia excepcional del instante que se vivía: una gran nación europea que se rebelaba contra el orden establecido, que abolía los privilegios, que abolía la esclavitud proclamando el principio de igualdad entre todos los hombres, sin distinción de color; y al mismo tiempo, una nación negra durante mucho tiempo oprimida, que alzaba la cabeza, tomaba su destino en sus manos, luchaba, se liberaba por sí misma. Un mundo nuevo parecía estar naciendo, más justo, más fraternal. Más humano.

Un epílogo deslumbrante para el Siglo de las Luces. Y no es por casualidad, evidentemente, que viéramos en aquellos años al frente de las tropas francesas en Italia, en Egipto y en Flandes, a un general negro, Dumas, nacido como usted, Señor, en el sur del actual Haití. «Los ojos de mi padre se abrieron en la parte más hermosa de esta isla magnífica… cuyo aire es tan puro que ningún reptil venenoso podría vivir en ella», escribirá su hijo Alexandre, cuya obra —especialmente El Conde de Montecristo— está llena de alusiones codificadas de la epopeya paterna.

Por desgracia, fue Bonaparte quien puso fin a este episodio tan prometedor. En 1802 restableció brutalmente la esclavitud en las colonias y envió un cuerpo expedicionario para reocupar la isla. Toussaint Louverture fue vencido, apresado por traición y deportado a la metrópoli, donde debía morir en prisión al cabo de unos meses.

¿Una victoria para el futuro emperador? No, una debacle, una triple debacle —militar, política y moral. Mientras el héroe de Santo Domingo languidecía de frío y de tristeza en un fuerte del Jura, una nueva revuelta estallaba en la isla, mucho más violenta, y esta vez radicalmente antifrancesa. Las tropas venidas de la metrópoli fueron derrotadas; numerosos colonos, masacrados; la independencia, proclamada; y el país, rebautizado como Haití.

Años más tarde, tras haber sido él mismo vencido y exiliado, Napoleón expresará en Memorial de Santa Elena su remordimiento por la manera en que había actuado. «Fue un gran error haber querido someter a esa colonia por la fuerza; debí contentarme con gobernarla a través de Toussaint…». Tenía tanto más que reprocharse esa falta cuanto que la había previsto, dirá él, que era contraria a su voluntad; según sus propios términos, no había hecho sino «ceder a las quejas de los colonos».

Si he querido extenderme sobre esta cita perdida, no es para denunciar el extravío de los hombres, su rapacidad o su inconstancia; no hay ningún mérito en indignarse dos siglos después de los hechos. Pero las consecuencias de esas peripecias lejanas siguen con nosotros. Haití nunca se ha recuperado completamente de ese trauma inicial. Por supuesto, pudo ganar su independencia con gran esfuerzo, convirtiéndose en la primera república negra de la era moderna, y en la segunda nación de América en liberarse después de Estados Unidos. Los haitianos siempre han estado orgullosos de ello, y con razón. ¡Pero qué arduo ha sido el camino! ¿Nos imaginamos lo que debió ser para una nación negra dar sus primeros pasos en la escena mundial del siglo XIX, cuando todas las potencias europeas, empeñadas en la adquisición de colonias, tenían como doctrina que los pueblos de color, como se decía entonces, eran incapaces de gobernarse por sí mismos?

En el relato que usted ha consagrado al gran terremoto de 2010, y que se titula Todo se mueve a mi alrededor, dice que se infligió un castigo ejemplar a los haitianos durante doscientos años. Un castigo, en efecto; una venganza se podría decir. Que ellos han soportado con dignidad, a menudo incluso con gallardía. Han sabido dotarse de una gran literatura, de una tradición pictórica única, de una trayectoria rica en epopeyas, de un universo poético, de un ámbito místico, de una identidad fuerte y singular. Pero constantemente en el sufrimiento, en la angustia, en la tragedia. Y más de una vez a lo largo de su historia han tenido que soportar dirigentes caprichosos o perversos.

El hombre que gobernaba el país cuando usted vino al mundo, en abril de 1953, era el general Magloire, llegado al poder por un golpe de Estado militar tres años antes. En retrospectiva, y después de todo lo que ha ocurrido desde entonces en Haití y el resto del mundo, su régimen nos parece ahora casi benévolo; pero quienes vivían bajo su autoridad lo juzgaban tiránico, y su propio padre había pasado a la clandestinidad con un puñado de camaradas, para luchar por su caída. Era la época en que comenzaba la revolución en la isla vecina de Cuba, con personajes destinados a la celebridad como el Che Guevara o los hermanos Castro. Pero la rebelión de su padre fue infinitamente menos violenta. Incluso ocurrió que su madre fuera al monte a llevarle ropa limpia, porque él se empeñaba en conservar su elegancia. En El enigma del regreso, usted lo describe a partir de una foto de aquella época: el cuello de la camisa bien almidonado, los botones de nácar, los zapatos bien lustrados, la corbata ligeramente suelta. «Un revolucionario es ante todo un seductor», comenta usted.

Se llamaba Windsor Klébert Laferrière, y exactamente así fue como lo bautizaron a usted. No tenía más que 24 años cuando usted nació, pero ya se hablaba mucho de él. Un joven airado, audaz, ambicioso, combativo, se había convertido en símbolo de la resistencia al régimen militar. Que empezaba, por lo demás, a dar señales de agotamiento. La población exigía elecciones libres, y el General-Presidente, incapaz de afrontar el descontento, no tuvo más opción que dimitir.

Siguieron unos meses tumultuosos, durante los cuales se sucedieron varios jefes de Estado interinos, varias coaliciones gubernamentales, con negociaciones, forcejeos, rumores de atentados… Se preparaban febrilmente las próximas elecciones presidenciales, y no menos de 34 partidos políticos estaban en la contienda. Su padre había fundado el suyo propio, lo que le permitió formar parte durante algunas semanas de uno de los gobiernos provisionales. Pero aún era demasiado joven para desempeñar un papel protagónico. En la arena había luchadores mucho más influyentes, entre ellos, un médico de buena reputación que parecía el más indicado para restaurar la confianza. Se presentaba como protector de los pobres, casi como un padre; sus partidarios lo apodaban Papa Doc. Antes de convertirse en un nombre asociado al horror, esas tres sílabas querían ser afectuosas y tranquilizadoras. Todos conocen el resto de esta lamentable historia, no me detendré en ella; debo sin embargo evocar la manera en que esta situación marcó su vida y la de los suyos.

El doctor François Duvalier fue elegido triunfalmente como líder del país en septiembre de 1957 y, al comienzo de su reinado, quiso mostrarse conciliador. Vinculó el poder con jóvenes activistas que se habían destacado en la lucha contra el régimen caído. Su padre se convirtió en alcalde de la capital, Puerto Príncipe. Pero sólo permaneció unos meses en el cargo; siempre impetuoso y temerario, comenzó a cuestionar públicamente las orientaciones del nuevo presidente. En aquel tiempo, Duvalier aún no tenía las riendas del poder lo bastante firmes como para mandar asesinar a sus opositores. Se contentó con apartar al rebelde nombrándolo cónsul en Génova.

Transcurría 1958, usted tenía cinco años, demasiado joven evidentemente para comprender que su familia acababa de ser desmantelada para siempre. Su padre no volvería jamás a pisar su tierra. Iría a la deriva, sin rumbo, sin destino. En teoría, ahora era diplomático, pero ese estatus no significaba nada: no se reconocía en el gobierno de su país, del cual pronto dejaría de recibir salario alguno. Y lo más frustrante para un hombre como él, de temperamento ardiente, era que no podía ni siquiera oponerse de manera abierta al régimen, ya que Duvalier retenía a su familia como rehén: a su esposa, a su hija y a usted, su hijo; no estaban encarcelados, pero estaban bajo su control.

Fue por usted, ante todo, que sus parientes se angustiaban. «Olvida a tu marido», aconsejó a su madre una de sus hermanas, «es a tu hijo a quien debes proteger, es él quien está en la guarida de la bestia». Su mayor temor era que algún miliciano celoso, un tonton macoute,[1] quisiera desquitarse con usted que llevaba el mismo nombre y apellidos que el opositor desterrado.

La solución que encontró su madre fue enviarlo a vivir con sus propios padres, en Petit-Goâve, una ciudad de provincia de las más antiguas de la isla, situada al suroeste de la capital. Un día, lo llevó a la estación de autobuses para confiarlo a un camionero que había sido su compañero de escuela, Gros Simon. ¿Le molestaría llevarlo a casa de sus abuelos? «Ninguna molestia, Marie», respondió el conductor. «Tengo unos sacos de harina que entregar al comerciante sirio, en la misma calle». Lo sentó en el asiento a su lado. Su primer viaje. Su primer exilio.

Tenía once años cuando su madre lo llevó de regreso a Puerto Príncipe. Allí estaban las mejores escuelas, y en su familia como en tantas otras haitianas, la educación se tomaba muy en serio. El saber es el camino de la dignidad. Fue en Puerto Príncipe donde pasó su adolescencia y entró a la edad adulta. Había vivido poco hasta entonces en su ciudad natal, la conocía mal, tenía todo por descubrir —otras playas, otras noches, otras lecturas, otras criaturas—, en un entorno que ya no era el de la inocencia. Tenía que aprender a navegar con cautela, con astucia. Y a adquirir otras destrezas.

Acababa de cumplir 18 años, en abril de 1971, cuando murió Papa Doc. En el país, como en el extranjero, muchos se preguntaron si su régimen de terror desaparecería con él. Sobre todo porque había designado como sucesor a su hijo Jean-Claude, de 19 años, un muchacho gordo y perplejo al que la prensa estadounidense se apresuró a apodar «Baby Doc». Pocos imaginaron que permanecería en el poder 15 años —¡más que su padre!—. Se subestimaron entonces los daños causados por la dictadura, el desierto político que había dejado y la ferocidad de los tristemente célebres tontons macoutes.

El joven Duvalier no era un personaje demoníaco. Y la atmósfera del país se volvió, bajo su reinado, más respirable que antes. Pero no se atrevió a desmantelar el aparato represivo heredado. Por ciertos aspectos, el régimen del hijo podía resultar incluso más peligroso que el del padre. En tiempos de Papa Doc, la gente sabía que debía callarse, y si quería seguir con vida, callaba. Con su sucesor, tenían la ilusión de poder expresarse sin riesgo. En general era cierto, pero a veces las consecuencias resultaban trágicas. Como usted mismo lo experimentó.

Era el año de 1976. Había comenzado a trabajar en un semanario cultural con un equipo joven, talentoso y entusiasta. Le Petit Samedi Soir se declaraba apolítico, trataba sobre todo de teatro, literatura, música, pintura; y prefería un periodismo de investigación al de opinión.

Su equipo investigaba justamente las actividades de ciertos personajes vinculados al régimen —un oscuro asunto de droga y otros tipos de tráfico—, cuando uno de sus colegas fue hallado de repente en una playa, no lejos de Puerto Príncipe, con el cráneo destrozado. Al parecer, lo habían secuestrado, torturado y asesinado. Ustedes eran cercanos, trabajaban juntos a diario, tenían la misma edad, 23 años. Fue él la víctima; podría haber sido usted. Tras una noche demencial, recorriendo la ciudad en busca de una explicación o un culpable, y a punto de ser asesinado a su vez, tomó un avión precipitadamente hacia Montreal.

Así se vio usted forzado al exilio, 18 años después que su padre, y un poco más joven de lo que él era cuando partió. De su padre ya sólo tenía recuerdos vagos. Si no fuera por las fotos que su madre le mostraba a veces, ni siquiera recordaría su rostro. ¿Qué había sido de él? Empezó a hacer preguntas, aquí y allá, para reconstruir su trayectoria. Según las últimas noticias, estaría en Nueva York, en el barrio de Brooklyn.

Consiguió la dirección del apartamento donde vivía y decidió ir a verlo. Con emoción, con temor. Tocó el timbre. Esperó un poco. No abrió. Sin embargo, detrás de la puerta se oía una respiración pesada. Volvió a tocar, golpeó, luego lo llamó, diciendo que era su hijo. Silencio. Tal vez, de su lado, una vacilación. Pero acabó por gritar, desde dentro, que nunca había tenido país, ni esposa, ni hijo. Usted se marchó sin haberlo visto.

En Escribo como vivo, usted se niega a interpretar el comportamiento de su padre como una renuncia, prefiriendo insistir en que ya no estaba en sus cabales. Había comenzado su vida de manera fulgurante —¡miembro del gobierno y alcalde de la capital antes de los treinta años! Luego se encontró en el exilio, a la deriva. El extravío, la caída, la degradación. Había perdido la cabeza, dice usted. También había perdido el rostro y la autoestima. Probablemente usted era la persona del mundo a la que menos quería mostrar el naufragio de su existencia.

Más tarde, recibiría en Montreal una curiosa llamada, una voz femenina que pregunta:

—¿Es usted Windsor Klébert Laferrière?

—Sí —responde usted—, soy yo. Windsor Klébert Laferrière ha muerto —le anuncia.

Era una enfermera del hospital donde su padre acababa de fallecer. Lo más extraño era que había encontrado su número de teléfono en una libreta que él llevaba consigo. Así que tenía sus datos, y nunca se decidió a llamarlo.

Viajó enseguida a Nueva York para asistir a su funeral. Y fue únicamente en la iglesia donde volvió a verlo por fin. «Tendido en su ataúd como en una piragua», dice usted. Vestido con un hermoso traje mortuorio. Elegante, por última vez. Contempló largo rato su rostro y sus manos. Le habían dicho siempre que usted tenía las mismas.

Se sintió conmovido y perturbado. Las mismas manos, en efecto; el mismo rostro, que la muerte había vuelto sereno; el mismo nombre en sus documentos de identidad. Y ahora, para usted también, el camino del exilio. Pero ese paralelismo es engañoso. Su exilio y el de su padre no se parecen. Para él fue una maldición; para usted, una bendición disfrazada. Tal vez no debería decirlo así; pero es la verdad: el exilio le sienta bien.

El primer exilio lo había elegido su madre y había tenido razón. Usted eligió Montreal y tuvo razón también. Porque entre su país natal y su país adoptivo, más allá de las diferencias de fortuna, tamaño o latitud, existe una partícula de alma común la llamada lengua francesa, preservada por algunos en fidelidad a los antepasados emigrados del Viejo Continente, y por otros, en el seno cálido de la lengua créole (criolla).

El exilio, cuando se habla la lengua del país de acogida, ya no es del todo exilio; cuando se comparten con los nuevos conciudadanos lecturas comunes, referencias comunes, valores y susurros al oído, ya no es exilio. Y si uno tiene la dicha de pertenecer a la generación de Borges, la venerable generación de quienes tienen como primera patria la literatura, entonces el exilio se convierte en una realización y una redención.

Por supuesto, usted conoció las pruebas que conocen todos los migrantes. La fábrica, los trenes al alba, las habitaciones insalubres, y esas miradas que lo examinan, lo despojan, lo clasifican. Pero tomó esos contratiempos por lo que eran: ritos de paso. No tenía ningún deseo de instalarse en la amargura ni en la queja. No fue al Norte a lamentarse ni a mendigar, sino a descubrir, a construir, a amar, a conquistar.

Esa postura de víctima que el espíritu de nuestra época nos empuja a asumir, usted no la aceptó. Se suponía que debía describir sus sufrimientos de niño; usted describió los mangos jugosos y el aroma del café. Se suponía que debía hablar de la miseria de su isla natal y de la maldición que la golpea; habló de su exuberancia, su audacia y su orgullo. A quienes le preguntaban por qué no consagraba sus libros a denunciar la dictadura, les respondió: los tiranos se esfuerzan por colonizar toda nuestra existencia; nuestro primer deber es apartarlos de nuestro campo de visión, para consagrarnos a nuestra obra.

Usted no está en el activismo, sino en la seducción. Cuando se leen bajo su pluma palabras como lucha, combate, ataque, estrategia, conquista, siempre son metáforas sensuales. Juega con ellas, por cierto. Uno de sus libros se titula: ¿Esa granada en la mano del joven negro es un arma o una fruta? En su caso, sabemos con certeza que es una fruta, y eso nos complace.

Dicho esto, la seducción no está necesariamente desprovista de intención política. Nada es más revolucionario, en este siglo, que rechazar el papel asignado por el nacimiento, las pertenencias, las supuestas creencias. El mundo sería triste si cada cual se encerrara en su rol, si cada uno regresara dócilmente a las filas de su tribu, adoptando sus posturas, conformándose a sus apariencias, indignándose sólo de sus indignaciones.

¿No es ese, por cierto, el paradójico desastre de nuestro tiempo? Se dice que el planeta se ha convertido en una misma aldea global; no obstante, los espíritus no cesan de categorizarse, cada día un poco más. Tenemos al alcance de los dedos todo el saber humano; y al mismo tiempo, estamos atrapados en una espiral de regresión moral de la cual ya no sabemos cómo salir.

¿Cómo persuadir a nuestros contemporáneos —y especialmente a nuestros compatriotas— de que tienen su lugar dentro de la civilización global que se está construyendo, sin que deban sacrificar su lengua, su cultura, su trayectoria propia ni su dignidad? ¿Cómo evitar que se sientan desposeídos, invadidos, excluidos o marginados? ¿No es angustiante pensar que nuestros hijos podrían vivir mañana en un mundo más hostil —más peligroso, más cínico, más bárbaro, más inhumano— que aquel en el que hemos vivido?

En todas las épocas hay encuentros con la historia —tareas que cumplir, combates que librar, giros que tomar o evitar. Es legítimo para nosotros meditar sobre los sucesos del pasado; evocar las esperanzas, las desilusiones, los remordimientos; repartir censuras y homenajes. Pero es nuestra cita con la historia la que debemos mantener siempre presente. Es más crucial que todas las anteriores. Y esta vez, corresponde a nuestra generación asegurarse de que el encuentro no sea una cita fallida.

Discurso pronunciado por Amin Maalouf el 28 de mayo de 2015, con motivo de la recepción, bajo la Cúpula de la Academia Francesa, del escritor haitiano Dany Laferrière.

[1] Durante la dictadura de François Duvalier, el nombre Tonton Macoute fue adoptado para designar a su milicia paramilitar, oficialmente llamada «Milicia de Voluntarios de la Seguridad Nacional». Estos hombres se convirtieron en símbolo del terror y la represión. Este término evocaba justamente el miedo infantil del mito: eran «los hombres del costal» que se llevaban a quienes desobedecían al régimen. [N. de la T.]

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