Lluvias. Torrenciales. Vimos la crecida de las aguas conquistar terrenos que, desde hace años, parecían vedados. Aun en los días finales del invierno llovió, tanto, que los atardeceres nos regalaron cielos de tonalidades que oscilaban entre el oro rojizo y el amarillo orín de la herrumbre. Los pelícanos cimarrones sobrevuelan Laguna como seguramente lo han hecho desde siempre, en formación de pacífica milicia. Es un vuelo soberano. El puente que enlaza una insólita plataforma circular con el parque de los juegos está rebasado por el agua, y por el lirio. Los niños animan improvisadas cañas de pescar. Los que ya no lo somos, o lo somos de una manera alterna, nos contentamos al verlos a ellos, tan resueltos, tan felizmente bullangueros, afanarse en una siempre improbable pesca. Las garzas, apuradas, comienzan con el trajín. Entablan una recurrente disputa con las águilas pescadoras que habitan los altos fresnos y los pinos. Pero la conflagración dura poco, las águilas ceden —o pactan—, y las garzas numerosas establecen sus nidos en los mismos árboles, no demasiado cerca. Hay, seguramente, entre ellas, algo que desconocemos.
Cetrería. Las garzas arrojan de los árboles a los más débiles de su especie. Éstos, como por un ignoto mandato, no vuelven a subir, deambulan sin ton ni son, nada se puede hacer por ellos. ¿Selección natural? Están condenados a morir de hambre. Apenas si alcanzan a recoger algo de los esqueletos peciformes que sus mayores arrojan o sueltan por descuido. Conforme la temporada de anidación avanza, los árboles blanquean. Pero esta blancura no se debe sólo al albo plumaje, sino que, en gran medida, está compuesta por el excremento que aquéllas, las de arriba, expelen de día y de noche. Una tarde, durante el prolongado estío lacustre, pude ver a una de las águilas devorando las entrañas de una garza defenestrada a la que, minutos antes, había matado. Ya antes había notado su presencia, merodeando por el jardín, como en una suerte de precavido acecho. No hay misericordia en la naturaleza.
Avispas. Han comenzado a construir su panal muy cerca de mi ventana, en la penca interior de un nopal que ahora, tres años después de mi llegada, es más alto que la casa. Son avispas pequeñas y negras. Ellas trabajan y las dejo hacer. Quince días después la colmena es más grande que cualquiera de las ramificaciones del nopal. Don Manuel —conserje y jardinero de esta propiedad— me dice que deberíamos eliminarla. Respondo con cierta reticencia pues, aunque el camino obligado desde la entrada hasta la puerta de casa pasa muy cerca del enjambre, nunca había sentido amenaza alguna. (Miento, hace unos años, en Guadalajara, una de estas avispas me picó en un párpado y la hinchazón duró varios días). Una mañana creí ver presa a una de estas avispas. Forcejeaba para zafarse de la telaraña en la que había caído. Frente a mi ventana. Me acerqué más. La avispa había cogido entre sus patas un insecto preso en la tela. Tomó el pequeño bisturí que ocultaba en su abdomen, cortó la tela, y se lo llevó.
Arañas. Las avispas hacen lo suyo, las arañas también. Tejen su tela, de día y de noche. No es raro caminar medio envuelto entre los sutilísimos hilos que las arañas fabrican. De poco sirve hacer limpieza y retirarlas, a la mañana siguiente estarán otra vez. Diré más, las telarañas son una de las obras maestras de la naturaleza, hay que verlas con atención. Nada les sobra, nada les falta. Son una red perfecta y su diseño es el reflejo terrestre de una constelación, ¿o viceversa? Una de ellas teje su tela en el espejo retrovisor de mi coche. La estructura es, al mismo tiempo, simple y compleja. Puede parecerse a las líneas de una mano que, a partir de un centro generalmente rectangular, se va expandiendo con precisión geométrica hacia los más lejanos extremos. Basta con un manotazo para desprenderla. Lo hice un par de veces, luego desistí. Pues, de manera invariable, a la mañana siguiente, la telaraña todavía estaba ahí. Nada me cuesta suponerlo: el insecto vive dentro del espejo. Y hasta me siento tentado a ponerle nombre.
Apunte. Con la llegada de la primavera, he visto a los gorriones llevando entre sus picos restos de las hebras que sueltan algunas flores. ¿Materiales de construcción? Gorriones barbados…
Pareja. Gordos, confianzudos, el pato y la pata deambulan a su antojo por el jardín. Han crecido y ya no pueden, como lo hicieran antes, pasar bajo la reja y callejear. Debo decir que me caen bien y, desde hace unas semanas, les regalo un poco de cereal. Ellos visitan con frecuencia mi puerta, graznan a todo volumen, golpean los ventanales con sus picos amarillos. No piden, exigen. Si me descuido y la puerta queda abierta, entran a casa y aquello se vuelve un súbito desmadre. Una mañana, en los últimos días del invierno, sucedió algo inusitado: una banda de doce zopilotes se aposentó sobre la débil alambrada que resguarda el jardín. Ya los había visto poblar los altísimos eucaliptos que, entre otros árboles, dan sombra a lo que aún queda del antiguo camino real. Pero esa mañana estaban aquí, recibiendo los rayos benéficos del sol que, como bien dice la canción, sale por Ocotlán. Zopilotes que semejan una suerte de imprevistas gárgolas. Pato y pata hacen su entrada y se encaminan con toda tranquilidad hacia ese extremo del jardín, como suelen hacerlo, picoteando entre la hierba. Los zopilotes dejan la alambrada, bajan y establecen un medio círculo en torno a ellos. Son carroñeros, lo sabemos, pero ¿se animarían a atacarlos? Desde mi puesto de observador dejo que las cosas sucedan. No sin una creciente inquietud. Acto seguido: los patos pican la hierba, los zopilotes comienzan a cerrar el medio círculo; yo, en franca tensión, estoy a punto de dar un salto. De pronto, «algo», eso mismo que ahora entiendo sin saber, les da la orden. Los zopilotes extienden sus negras alas y se van.
Chapaturrín. Me dicen que así se les llama en Laguna a los pajaritos que yo conocía con el nombre de petirrojo. Lo cierto es que son una fiesta, como su nombre. Son más pequeños que tu puño y su vuelo, en comparación con el de otras aves de su tamaño, es más corto. Se alimentan de mosquitos, de esa variedad a la que comúnmente llamamos «bobos», pues carecen de aguijón y no hacen más que revolotear en torno a tu cabeza a la caída del sol. El chapaturrín se posa sobre una rama —no siempre la más alta—, y desde ella se lanza en veloz vuelo vertical que dura unos pocos metros. Atrapa al mosquito y vuelve a la rama. Una y otra vez. Puedes entonces ver el color encarnado de su pecho que, durante un instante, produce un minucioso estallido frente al verde entramado de los tules. Nadie lo sabe, pero el chapaturrín guarda el misterioso orden del mundo.