Dí­a franco, de Adrián Curiel Rivera / Xenaro Oví­n

Si las palabras no tienen ornato, no irán muy lejos.

 Confucio

Bienvenido, Día franco, por la sutileza con la cual miras y describes aspectos decisivos de la sociedad contemporánea. Bienvenida la mirada que la cotidianidad poco a poco nos escamotea. Bienvenidos los perros. Bienvenidos por la sagacidad y la discreción con las que acompañan, de forma diferente y mesurada, a los personajes en el devenir de cada historia.
     Puede decirse que cada relato de este libro singular es la historia puntual de diferentes personajes que caminan en senderos paralelos y que suceden en cualquier ciudad. Estamos ante un libro en el cual Adrián Curiel desgrana los sinsabores, vicisitudes, enfrentamientos y miedos por los que van pasando, con realismo y naturalidad, los protagonistas. Son relatos, cuentos, o historias —como prefiero calificarlas— narradas con elegante exquisitez, sin alambradas; historias que parecen dejar abierto el final, provocando al lector; dándole la posibilidad de entrar, ser parte activa, e incluso imaginar un final distinto. Las cinco historias que el autor propone son espejos dónde poder ver o vernos y conseguir que el lector sienta empatía por los personajes, llegando a hacerse cómplice de las situaciones y conflictos. Así, las historias son calcomanías de una sociedad acomodada, clasista, que vive al otro lado de la montaña. No parece existir nada más allá de su mundo: un lugar donde aparentar es fundamental. No basta con pertenecer al círculo, sino que hay que permanecer dentro y estar sometido a otras voluntades. Salir es grito y renuncia. Los protagonistas, cada uno en su momento, luchan, en mayor o menor medida, para abandonarlo. Otros pretenden alcanzar la meta con las comodidades que éste les ofrece. Llegado el punto de no retorno, todos inician una rebelión soterrada, a veces con aspavientos estériles que hacen a los protagonistas alcanzar el ridículo más doliente, incluso la humillación, sin duda acentuada en la obsesión por alcanzar el sueño. Es el precio que han de pagar para permanecer dentro.
     En este Día franco también están ellos, los perros. Desde un aparente segundo plano, con diferentes particularidades, acompañan a los personajes, empujándoles para seguir adelante con perseverancia; a veces se ciñen a sus estados de ánimo, otras les exigen su presencia, otras se rebelan. Poco a poco se van convirtiendo en hilo conductor, atravesando las historias. Algunos parece como si llegaran para ser meros observadores, es cierto y, a pesar de su aparente ambigüedad, cumplen su cometido. En las tramas aparecen el machismo, la homofobia, el alcohol, los devaneos, la infidelidad, el engaño, la envidia, el desamparo, la vejez. Todo ello abrigado por un lenguaje actual, claro, fluido, sin excesivos alardes, que va calando en el lector al tiempo que éste observa el desfile suave y delicado de las palabras. Ellas, las palabras, son un arroyo que va aumentando su caudal al tiempo que atraviesa las verdes praderas de la imaginación. Tenemos, como lectores, la sensación de estar dentro viviendo las vicisitudes, alcanzando cierta empatía con los protagonistas que se mueven y revuelven en sus mundos con diferentes sensibilidades, miedos e inquietudes. En rebeldía, salen a la búsqueda de su propio camino deseando encontrar la razón que haga de sus vidas una estancia más acorde con su manera de pensar, obviando deseos ajenos e interesados y luchando contra sus miedos.
     Merece una mención destacada la portada, pues induce al lector-observador a una reflexión. Reposemos la mirada por un momento en los perros. Son de razas diferentes, con trazos muy coloridos que los alejan en cierta medida de la fiereza que se les supone. Se ignoran, mira cada uno a un lado; el de la derecha parece querer entrar en la primera página mientras que el de la izquierda espera la aparición del final. Ambos, no obstante, son ajenos a las miradas de los posibles lectores. El fondo, color arena salpicado de minúscula gotas de tinta donde se perciben los colores utilizados para el dibujo de los perros, el título escrito con mayúsculas parece provenir de una mano temblorosa, quizá para indicar lo que va a ocurrir en este Día franco. Es lo primero que ven los ojos, ventana adonde se dirige la mirada primigenia —si uno se detiene en ella— como indicador del camino.                                                             
     Como protocolo de lectura, pensé en perros contando sus vivencias, despotricando contra los humanos cuando son abandonados. Me equivocaba, sin embargo. Comienza Día franco con la visita de Horacio al hospital donde han ingresado a su padre. Piensa en Rogelio, el perro que Lauro le había regalado. Cansado, camina los pasillos del hospital confundido entre la marabunta de enfermeras, visitantes y médicos «indiferentes a la cotidiana podredumbre de nuestros cuerpos» (p. 7). Nada nuevo, el trajín en un día más en el que hay que soportar la cerrazón de un padre alcohólicamente cruel. Rogelio disuelve con sus juegos las asperezas despreciativas y homofóbicas de su padre. Un accidente doméstico y el fatídico paseo con Rogelio se convierten en la otra cara, ésa donde la vida te abofetea. Un final cargado de dolor contenido en una realidad continuada. La vida y el vivir la lectura pueden seguir caminos paralelos. Es como si la cabeza y los pies anduvieran caminos diferentes. Es cuestión de encontrar el equilibrio.
     Antes de llegar a la «Salida número catorce» despiertas aún aturdido por la resaca de la cena de empresa, giras la cabeza y ves a tu lado la rutina, sientes hastío al comprobar que la madurez afectiva se ha quedado obsoleta. No sirve. Lo que realmente deseas es huir, Damián. Aurora te lo pone fácil, te gana en seguridad y altura, puede que solamente eso sea lo que te arrastra. Al día siguiente algo ha cambiado, los perros con los que convives parecen alborotados, la ciudad se torna hostil, peligrosa, pero no pareces entender por qué. En medio de tanto barullo estalla la rebelión. Es necesario salir de la ciudad, ¡hacia la salida número catorce! Allí te espera el presente rutinario y seguro pero carente de sentido, eso crees tú al tiempo que sientes tras de ti el aliento caliente de la jauría, te asaltan las dudas. Te preguntas si también ella huye de los perros y de los abrazos. Sobrepasas a toda velocidad la salida número catorce: «Restriega las manos en el volante. Las lágrimas se le agolpan. Deja atrás, a la izquierda, otro letrero: retorno» (p. 44).
     Se desea ser «Influyente» frente a la frustración de no ser lo que, en realidad, se quiere ser. La insatisfacción de Braulio en la búsqueda desesperada de la efímera, banal y engañosa gloria que sitúa el ego por encima de la familia, que olvida incluso la realidad: se diluye el presente. Aparece entonces, como de soslayo, un imaginario perrito entre insomnio, sandalias rotas y sofá gastado. Irrumpen los equívocos, confundidores de la realidad mientras se continúa en la búsqueda de unas palabras que satisfagan el ego aunque humillen frente a la mirada despectiva de un engreído prepotente. Se lucha entre prestigio y honestidad esperando que cambien las cosas. Y eso aun a costa de seguir admirando a los imbéciles hasta que un día se recuerda una frase. «El alba y la aurora engendraron otra vez el incansable disco impío de sus pecados». Se estaba mirando en el espejo. «…se disuelve entre las baldosas del piso. Como si lo tragara un suave remolino justo cuando ha terminado de amanecer» (p. 55).
     «Te extraño, bestia» nos muestra a una Paola que se levanta dubitativa; su mente vuela a lugares lejanos, recapacita, reflexiona. Se pregunta por qué se ha equivocado. Está disgustada consigo misma, decide salir y mezclarse con la fauna urbana en un intento por desaparecer. Pronto se dará cuenta de que es imposible y «entonces retorno en caída libre a la realidad» (p. 59). En ese momento aparece Filomeno: el pobre animalito no sabe que está siendo utilizado. Regresan a tu cabeza las dudas enmarañando el presente y atisbas un brote de odio incontrolado. Otra mirada en el espejo para comprobar que todo sigue igual, nada ha cambiado a pesar de los pesares. Con el crepúsculo del atardecer comienza el tiempo a repetirse. ¿Algo sí ha cambiado?: «Preparo con calma mi mochila. Estoy lista para patinar esta tarde» (p. 83).
     Pasado, presente, compromiso informativo. También política, muerte, ancianidad, desencanto y rebeldía son prefacio de Jeremías Berlín, que espera el momento de bajar en la última parada. Es la hora en la que el tiempo se cuenta por eras y, a pesar de todo, tiene que tragar como canguro de unos nietos déspotas, huérfanos de respeto además de soportar el ladrido pertinaz del perro del vecino. En paralelo, Sandra intenta saltar la barrera de lo doméstico utilizando, sin éxito, la escritura. Banal y frustrante aparece la envidia; las barreras siempre serán las mismas. Al margen del talento. En cualquier caso no parece dispuesta a renunciar al acomodado vivir. La tormenta y la luz, aliadas en una noche gélida, son la señal. Está próxima la última parada. «Los servicios periciales hallan el cadáver de Jeremías Berlín entre las malezas del terreno baldío, a unos cuantos metros del videojuego despedazado» (p. 100). Consiguió su propósito. Morir sin pisar la cárcel de un asilo.
     Contar es la clave, sin duda, y Adrián Curiel Rivera ha puesto las palabras a trabajar para los lectores. Las historias se mueven, no todas, en un estatus social alto marcado por los deseos paternos, los perros y los propios fantasmas personales. Todos parecen haber llegado a un acuerdo tácito para abandonar el camino marcado por otros. Este libro es una fábrica de tiempo que hace vivir al lector situaciones que, por cotidianas, pasan sin voz ni forma a nuestro lado. Cada una de las historias permite soñar y ver, ya que cada uno de los relatos es un multiplicador de vida. Quienes tengan la curiosidad de leer Día franco y entrar en su interior serán capaces de encontrar el perfume de las palabras: será entonces cuando surjan las imágenes, con potencia, con verdad.
     Con el título escogido para agrupar las cinco historias-relatos que conforman este breve pero intenso libro de alto y singular alcance, se hacen visibles las vicisitudes de un tiempo que, como sus personajes, no camina, sino que corre desbocado hacia el futuro.
     Para ello, Adrián Curiel Rivera emplea un léxico rico y atractivo visto desde este otro lado del océano. Aviva el lenguaje incluyendo en el texto vocablos dormidos que en Día franco recobran vida. Es un libro descriptivo que arrastrará a los lectores por senderos de pasiones enfrentadas, y, de la mano, lo llevará hasta el final que se prolonga, aún, más allá.
     Dotados de un alto sentido de familia —en demasía autoritaria— los personajes se mueven por caminos de duda, a veces, envueltos de soledad; otras, en sentimientos enfrentados. Día franco combina futuro y presente con naturalidad y pausa adecuada. Más parece consecuencia que problema.

Día franco, de Adrián Curiel Rivera. unam,
México, 2016.

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