Las malas noticias en general llegan así: envueltas en irrealidad. Oyó decir, en el teléfono, que Antonio acababa de morir en un accidente de aviación y no le pareció que eso pudiese ser cierto. Precisó que le repitieran todo, como es propio de cualquier incredulidad, y al cortar la comunicación el mundo normal le resultó más pequeño y más pobre, como pasa con cualquier desgracia cuando llega sin haberse anunciado.
Antonio, la amistad de Antonio, llevaba demasiados años en su vida (más de veinte) como para poder admitir ahora que ya no fuera a existir más. Se conocieron en el servicio militar y en una noche de guardia se hicieron amigos. Esas noches de intemperie y sombra suponían la exigencia de estar horas prestando atención, sin que en rigor existiese nada en que esa atención pudiese posarse. Vigilaban eso: la nada, que no hubiera nada, que no ocurriera nada. Y nada ocurría.
Hasta que les tocó montar guardia aquella noche, y en un momento determinado del sopor y del silencio, en un punto bien cercano pero difícil de establecer, se oyó el ruido de unos pasos muy marcados. Las hojas que ocultaban el suelo, porque estaba promediando el otoño, crujían en lo mudo y no dejaban margen de duda. Antonio entonces alzó la voz y preguntó: Quién vive. Tal vez no alzó la voz lo suficiente, no se oyó, no hubo respuesta. Debió decir la consigna por lo menos una vez más, pero se olvidó o se asustó, y no lo hizo. El intruso ya estaba próximo, seguramente los habría detectado. Antonio apuntó su fusil al corazón de la oscuridad alarmante y apretó el gatillo sin vacilar. Mejor matar que ser matado.
El arma se trabó (no era raro, era esperable: años después, en plena guerra, pasaría a cada rato) y el tiro no salió: no hubo fogonazo, ni estampido, ni muerte. Antonio se desesperó, puede que incluso haya gemido; pero justo en ese momento se abrió un claro en plena boca de lobo y ante ellos se presentó el sargento Giménez, alto, arisco y un poco sordo. Ladró su control de rutina, viciado de hostilidad, y una vez cumplido ese deber se alejó sin despedirse. La amistad nació en ese rato, y para siempre. Porque él sabía, no podía no saber, que Antonio había tirado, que sólo por un milagro no había matado al sargento Giménez. Él sabía, había visto, y Antonio sabía que él sabía. Se entendió que no diría nada. Fue el secreto compartido lo que los unió, como a otros los une una pasión compartida o una tristeza compartida. Para dotar a ese secreto de una perfección por demás absoluta, jamás mencionaron el tema, ni siquiera, o mucho menos, entre ellos.
Ahora Antonio había muerto. Se había muerto, o se había matado, como se estila decir cuando se trata de accidentes, como si no hubiese diferencia alguna entre un accidente y un suicidio. Se había matado. Las circunstancias no ayudaban para nada a admitir semejante hecho. No había casi una gota de verosimilitud en la catástrofe, ni un solo elemento casi que alentara el poder creer. Antonio estaba viajando a Brasil (por fin la muestra integral de su obra en el Museo de Arte Moderno de San Pablo, el salto al circuito internacional de su carrera de fotógrafo) y el avión en el que volaba, de envergadura según podía deducirse, había rozado (ni chocado ni tocado, apenas rozado) el ala de una avioneta (ni siquiera de otro avión, apenas de una avioneta).
La prensa no se ahorraría, por cierto, las alusiones a David y Goliath. Porque después de ese percance en el cielo (ya era inconcebible, de por sí, que en la descomunal vastedad del cielo, en la extensión infinita de esa nada, dos aviones, grande y chico, se encontraran), la avioneta zozobró, perjudicada, pero logró mantenerse en vuelo, y en cambio fue el avión comercial, el de las poderosas turbinas y los muchos pasajeros, el que se precipitó a tierra y se destrozó. La conclusión de rigor se impuso: no hubo sobrevivientes. Los aviones caídos se dejan reconocer tan sólo por pedazos. Una letra arrancada de cuajo, un tercio de logo, un resto de color incendiado, sirven para la identificación.
Se sintió un miserable total, y acaso, en cierta forma, lo fuera. Porque acababa de matarse Antonio, su amigo de siempre, su amigo por excelencia, y él no pudo ahorrarse, no pudo o no quiso, al minuto de enterarse del drama, esta especulación de neto egoísmo: contaba ahora con una buena razón, una urgente, irreprochable, para llamar a Agustina y conversar. Hacía meses que no se hablaban, porque no había por qué ni para qué, y estos periodos de silencio y desconexión, cada vez más prolongados, estaban sin duda destinados a imponerse como una nueva normalidad, con su nada y con su siempre. Pero esta desgracia era una desgracia también para Agustina, aunque lo fuese de manera indirecta; los diez años de matrimonio con él (nueve y medio, casi diez) habían sido también, entre otras tantas cosas, diez años de amistad (nueve y medio, casi diez) con Antonio.
Excusa no era una palabra adecuada: lo que tenía, ahora, a su alcance, era sin dudas una buena razón para llamarla. Hasta podía plantearse, incluso, que dejar de avisarle sería toda una desconsideración: un mal gesto de su parte. Tenía que llamarla y tenía que decirle. La muerte de Antonio no dejaba de ser, en cierto modo, un asunto de los dos; pensarlo así lo reconfortó (aunque notar que lo reconfortaba lo mortificó también). No sólo podía llamar a Agustina: tenía que hacerlo. Pese a eso dio unas cuantas vueltas antes de decidirse a marcar el número en el teléfono. Se vio absurdamente ensayando posibles cursos de conversación, practicando réplicas concluyentes, probando insinuaciones.
Hablaron poco; fue todo muy breve. Agustina se consternó, quiso saber, maldijo, sollozó; lo esperable. Pero después, él mismo no supo por qué, no hubo cosa más que decir, y su larga expectativa de hablar por fin con ella se fue deshaciendo demasiado pronto: convertida casi de repente en nada, antes de alcanzar a producir algo, a deparar algo, a significar algo, lo devolvía al abandono sin dejarlo reaccionar. Hizo un intento, pese a todo: propuso un viaje; lo hizo por puro impulso, porque intuyó que sin eso lo que seguía era despedirse.
Se expresó con sorpresiva elocuencia: dijo que la muestra de Antonio en San Pablo se haría y ahora sería póstuma; que viajar a visitarla y a recorrerla pasaba a ser entonces una especie de homenaje indispensable, una prueba de amistad que él estaba decidido a hacer. Agustina al escucharlo se conmovió, o al menos eso le pareció a él, no siempre es sencillo darse cuenta de estas cosas en una comunicación telefónica. Lo que, lamentablemente, no advirtió o prefirió no advertir, fue que eso que él le decía no era sino una invitación: la propuesta de que viajaran juntos. Ella lo tomó como una declaración personal, nada más; el anuncio de que él viajaría. Lo felicitó, lo entusiasmó. Le dijo que la idea le parecía admirable. Que no debía dejar de hacerlo.
No hubo entierro y no lo habría, al menos hasta que las autoridades lograran encontrar los cuerpos, distinguirlos, identificarlos, entre los restos del avión desperdigados en plena selva; luego faltaría el arduo trámite de remitirlos a otro país, si correspondía. Pensó que el viaje a Brasil serviría para satisfacer la íntima necesidad de algún rito de despedida: honra fúnebre o evocación personal. Se dice que los artistas no mueren, porque dejan un legado, él sabía que no era cierto, que morían como cualquiera, descartaba ese lugar común por tramposo y sensiblero. No obstante admitió que viajar a San Pablo, al museo, a ver las fotos expuestas de Antonio, sería casi como encontrarse con él, así fuera para saberlo perdido.
Antes de partir alcanzó a pensar, aunque sin admitirlo del todo, que tal vez también viajara, además de por los motivos visibles, porque se lo había dicho a Agustina. Hacer el viaje suponía tomar en cuenta esas palabras, y además, de alguna manera, retomar esa conversación. Era obvio que, cuando volviera, no podría dejar de llamarla. Y hasta llegar a encontrarse con ella, por qué no, si le traía, por ejemplo, como obsequio o como ofrenda, un ejemplar del catálogo de la muestra, un recuerdo que no podría declinar.
El viaje en avión fue tan sencillo y armonioso que resultaba difícil admitir que, en estas mismas circunstancias, ahora tan inofensivas, otros pudiesen haber encontrado la muerte, una muerte por demás horrorosa. Él se fue poniendo en el lugar de Antonio casi en cada momento del viaje, como si eso pudiese ayudarlo a entender lo que había pasado. No le sirvió, por supuesto; al aterrizar y bajar del avión, le pareció todavía más inconcebible, más inaudito, más desesperante, llegar ilesos, él y los demás, los demás y tantos otros, y que Antonio, por lo mismo, en cambio, desfigurado, irreconocible, ya no estuviera más.
En San Pablo no quiso perder el tiempo. Dejó sus pocas cosas en un hotelito de la calle Augusta, y salió de inmediato hacia el Museo de Arte Moderno de la ciudad. Caminó con la mente en blanco, o tratando de mantenerla en blanco, mientras los edificios de la avenida principal le salían al cruce y lo dejaban indiferente. El museo se le apareció de pronto: geométrico y suspendido, animado con colores fuertes, él mismo ambicioso de ser arte. En un cartel vertical leyó el nombre de su amigo: Antonio Reggi. Sólo entonces, sólo así, entendió que había llegado, supo a qué había venido, creyó entender lo que le esperaba.
Antes de entrar, a pesar de que seguía ansioso, se obligó a dar unas vueltas por el parque que quedaba enfrente. Era tan espeso ese follaje que en seguida pudo olvidarse de que estaba en una ciudad; las hojas y la humedad se apretaban con tal decisión que el parque llegó a resultarle un espacio cerrado, sin cielo ni aire libre. Al salir, sin embargo, seguía en San Pablo. Y el museo seguía ahí, del otro lado de la avenida, anunciando una muestra de las fotos de Antonio. Cruzó ya listo para entrar. Y entró.
Las fotos lo impactaron como siempre. Haberlas visto tantas veces antes no atenuaba para nada el efecto; solía no encontrar palabras precisas con las cuales expresar su embeleso, lo que le traía alguna incomodidad con Antonio, no sabiendo qué cosas decirle y temiendo que su admiración acabara por resultarle dudosa. Ahora las contemplaba y las disfrutaba sin más, y podía quedarse con eso, la clase de emoción que sentía podía plasmarse en silencio.
Las fotos que él no esperaba, las que no conocía y jamás sospechó, estaban colgadas en una pared lateral, algo discreta, como en una sección apartada de la muestra. Podría haberlas pasado por alto, de no ser por esa especie de llamado que presintió o adivinó. Nunca antes las había visto y, sin embargo, sin que al principio llegara a advertir por qué, un destello de reconocimiento lo alcanzó. Se acercó a verlas y entendió el motivo: en esas fotos (eran tres, no muy grandes, blanco y negro) aparecía Agustina. Agustina: su mujer. Sentada y desnuda en ese sillón de mimbre que Antonio supo tener, cuatro o cinco años atrás, en un rincón de su casa que la luz del sol, en algunas mañanas del año, hacía relumbrar. Agustina sentada y desnuda en ese mismo sillón de mimbre, dejando que la mirada se perdiera por algún lugar que tal vez fuera una ventana, tal vez la puerta que daba al patio.
La visión lo sofocó: se sintió tan aturdido que tuvo que apartarse, retroceder. ¿Qué eran esas fotos? ¿Por qué no había sabido de ellas? ¿Por qué Antonio jamás le había mencionado el tema? ¿Por qué no lo había mencionado Agustina? Se propuso volver a verlas, examinarlas. Escrutarlas en detalle, con la esperanza, o con el temor, de poder entender algo. Pero desistió. Se dio cuenta, justo a tiempo, de que no iba a estar en condiciones de afrontarlo. Las manos le temblaban todavía, la espalda seguía empapada de transpiración. Estaba mareado.
Salió a la calle a respirar, a reencontrarse con la normalidad de las cosas. Pero estaba en una ciudad ajena, distinta en casi todo de la suya, y esa extrañeza lo perjudicó. ¿Sería capaz de volver a entrar en el museo a mirar las fotos de Agustina, su mujer; esas fotos ignoradas que Antonio, alguna vez, le había sacado a Agustina, su mujer? Tuvo una idea mejor. Volvió al museo, pero no a la muestra. En la planta baja estaba ese sector donde se venden libros de arte, postales, recuerdos del museo, chucherías. Ahí compró el catálogo (tapa dura, papel satinado) de la exposición de Antonio Reggi. Se lo llevaría al hotel, para poder revisarlo con cuidado.
Se apuró a llegar, corrió las cortinas ajadas de la ventanita de su cuarto, abrió el libro sobre la pequeña mesa de madera que hacía las veces de escritorio, lo hojeó sentado en la punta de la silla, los dedos tensos. Fue y vino dos o tres veces, de la primera página a la última. Las fotos de Agustina no estaban. El catálogo se anunciaba, en portada, como completo; pero las fotos de Agustina no estaban. La única explicación que él encontró, la única que cabía, por otra parte, para entender esa irregularidad, era que Antonio las había suprimido en el libro, que había aceptado exhibirlas tan sólo en el museo, en otra ciudad, en otro país, ahí donde seguramente nadie (nadie significaba nadie a quien pudieran importarle; nadie significaba una sola cosa: él) habría de encontrarlas y verlas.
Decidió adelantar la vuelta a Buenos Aires. Pagó sin hesitar la multa que correspondía por cambiar la fecha del vuelo: en vez de un jueves, un martes. Dejó el catálogo sobre la mesa de luz de su habitación de hotel, justo encima de la Biblia de rigor. Que se lo llevara quien quisiera, si es que alguien quería. Durante el vuelo miró para afuera: toda esa nada, toda esa inconmensurable nada. En el instante en que el avión aterrizó, cuando después de flotar y de zumbar se sintió el golpe de las ruedas en la pista, se dijo que ahora sí tenía una buena razón para llamar por teléfono a Agustina, para verse urgentemente con ella. De inmediato, sin embargo, comprendió que era al revés. Ahora tenía una razón inexorable para, más allá de lo que él quisiera, no volver a verla nunca más.