Supe que se trataba de un día inusual desde que vi el globo azul posarse ante mis pies como una caricia del viento. Redondo y pleno, era la manifestación de un símbolo o una señal. Sentí la tentación de inclinarme a recogerlo, pero entonces, la fracción de segundo que dura una duda, el globo siguió su camino, su flotación ligera, y se posó frente a la cochera de mi vecina. Ella salía a dejar a su hijo a la escuela y sin miramiento alguno lo enfrentó. El globo azul cedió a la violencia del ataque y reventó bajo una llanta. Mi vecina se alejó mientras yo me acercaba al agonizante. Lo tomé entre las manos como el despojo de un deseo y, triste, lo arrojé a una alcantarilla.
No quise pensar más en el asunto, pero el globo volvía a inflarse en mi memoria, negándose a morir. Me imaginaba camino al trabajo con el globo azul en las manos, la cara del vigilante para embromarme al decir que aquel no era el Día del Niño, la expresión burlona de Marita y de mi jefe: «¿Dónde fue la kermés?».
(En realidad, no habría habido ninguna expresión de mi jefe, quien sólo me habría mirado con un gesto de obtuso desdén).
Subida al metro, no cesaba de suponer las dificultades para mantener la integridad del globo azul entre toda aquella gente, pero, por más razones que esgrimiera, una parte de mí sabía que todo aquello eran excusas: me había negado a levantar el globo, a recoger su ilusión perfecta y correr el riesgo de que cambiara mi vida.
Todo mundo sabe que la vida está llena de trivialidades, hechos menudos y rutinarios. Un polvo que se acumula a diario sobre nuestros corazones. También, de alguna manera, todo mundo espera que entre ese mar de situaciones que llamamos «vida diaria» estén las oportunidades del azar, la suerte, esa lotería instantánea que no es otra cosa que el momento de intersección en que nuestros actos encuentran su correspondencia con la circunstancia. Entonces se desencadena una maquinaria invisible: el cambio que podría llevarnos a otra vida, el puente para dejar atrás lo que fuimos y transportarnos a una inalcanzable felicidad.
Mi jefe me ha sorprendido revolviendo irreflexivamente su café. He percibido una brizna de odio en su mirada: con cada vuelta de cuchara su café ha terminado por entibiarse. Me ordenó que le sirviera de nueva cuenta uno, pero en sus palabras («Felisa, tráigame otro café… y no lo revuelva tanto») han surgido feroces los colmillos de la posesión: «Mientras trabaja, usted y sus pensamientos, usted y cada una de sus secreciones, todo lo que salga de usted, me pertenece solamente a mí».
¿Cómo decirle que soy yo la que lo tiene aprisionado en el globo azul, como un genio malhumorado que tal vez sueña con un anuncio espectacular donde un hombre joven y vigoroso se vuelca incontenible sobre una mujer que reposa en una playa paradisíaca?
No ha terminado de transcurrir la mañana —apenas el segundo café de mi jefe y la junta de programación semanal de los gerentes— y el globo azul vuelve a dar señales de vida. Desde el conmutador de nuestro piso, Marita me hace señas para que tome una llamada.
—Qué voz más sexy… Cómo se nota que ya tenemos nuevo galán —me dice antes de enlazarme con el desconocido.
Se trata de Miguel. Mi primo. A quien he visto muy escasamente en los últimos años. Sólo alguna fiesta familiar o un fugaz encuentro en casa de sus hermanas, cuando, tanto él como yo, sin proponérnoslo, estamos de visita en la vieja casa de Condesa. Me ha pedido vernos. Va a vivir en el extranjero. De la empresa de telefonía donde trabaja, lo envían a la matriz de Barcelona.
—O sea que Mariana y los niños estarán dando de brincos…
Su voz se torna más grave:
—No, ellos no van conmigo. Mariana y yo nos estamos divorciando.
¿En qué momento nos apartamos de la gente realmente importante de nuestras vidas? Como si una puerta se clausurara y después ya no supiéramos ni siquiera que esa puerta existía y que conducía a un lugar. Un lugar amado por cierto: la parte inferior de mi cama, donde Miguel y yo nos escondíamos a jugar, cómplices y ajenos a la mirada de mis hermanos y de sus hermanas. Al principio se trataba de juegos inofensivos (contarnos historias de terror, pegar estampas en el álbum de estrellas de la televisión que coleccionábamos); después, leernos historias de un libro que contaba los amores de jóvenes como nosotros que un día dejaban de leer el libro para leer en sus propios cuerpos: juegos de la piel tan comunes en las historias privadas de las familias, que más allá de los tabúes y las prohibiciones tienen su origen en la pureza: dos cuerpos nuevos que se tocan y se descubren y se reconocen. Es que, desde el principio de los tiempos, el placer siempre ha comenzado por el tacto. La piel que se incendia y cuyo goce es el más profundo de los saberes. Un saber que no nos abandonará jamás: aún puede quitarme el aliento el recuerdo de su verga erecta sonriendo en la comisura de mis nalgas.
Nunca supe cómo nos descubrieron, pero a veces he pensado que los celos de mis hermanos o la envidia de mis primas tuvieron que ver con la acusación. Sí, así fue como se clausuró la puerta. Avergonzados ante el resto de la familia, salimos expulsados de ese paraíso de debajo de la cama para ya no reencontrarnos jamás.
Apenas he tenido tiempo de pasar al súper para ofrecerle algo de cenar a Miguel. Fue como si mi jefe hubiera percibido la inquietud con que miraba el reloj que cuelga a espaldas del escritorio de Marita. El caso es que, cinco minutos antes de la hora de salida, me ha pedido un inusual reporte de ventas por correo que ni siquiera es de nuestra área.
—Felisa… —me dijo, entrecerrando los párpados como si apuntara con una escopeta en el tiro al blanco de una feria—. El reporte lo quiero mañana mismo por la mañana.
El tiro al blanco, por supuesto, no es una diana común y corriente, sino un círculo de globos blancos en cuyo centro luce pleno, perfecto, aún intocado, un globo azul.
Y he acometido la tarea asignada a sabiendas de que no podría terminarla a menos de que cancelara la cita con Miguel. Pero entonces, el tiempo justo para pasar corriendo al súper y llegar al departamento antes que mi primo, he abandonado el reporte a medias. Mañana y la oficina y el remedo de Jehová de mi jefe resultan universos tan lejanos y prescindibles como todo aquello que, de súbito —un pinchazo que libera la presión del globo—, deja de tener importancia.
¿Cómo atreverse a desear cuando se ha arrojado la lámpara mágica en algún lugar del camino? ¿Cómo arriesgarse a hacer realidad ese deseo cuando se está sitiado en el interior del miedo, la respiración tan silenciosa para que los demás no se percaten de que aún permanecemos vivos, el cuerpo rígido como un sarcófago de uno mismo?
Pero ha bastado la ilusión del globo azul para salir de la caverna, saber que si no lo tomo entre mis manos volverá a perderse, esta vez irrevocablemente. Miguel se ha mostrado sorprendido al escucharme decir sin mayores preámbulos, una vez que ha traspasado el umbral de mi departamento:
—Vamos a la recámara. De pequeña no me dejaron decidir. Pero ahora te digo: terminemos lo que nos quedó pendiente.
Tal vez por el nerviosismo, Miguel alcanza a bromear:
—¿Te refieres al libro que alguna vez leímos juntos y que dejamos sin terminar?
Por toda respuesta, he tomado la mano de Miguel para guiarlo hasta el final del pasillo. No soy la de siempre, pero percibo que una alegría cosquilleante me burbujea por debajo de la piel. Con esa otra yo, con sus palabras risueñas en mi boca que han conseguido domeñar el miedo, me escucho preguntar, mientras el deseo da tumbos irrevocables:
—¿Leemos encima o nos metemos debajo de la cama?
Ahora todo es incierto. Apenas amanezca sabré si es posible sobrevivir al paraíso.