Cuaderno portátil: notas encontradas sobre literatura chilena / Álvaro Bisama

Uno. Pasó el 2006. Construían una carretera ahí, en Puente Alto. En ese lugar encontraron los pedazos del cuerpo de un joven llamado Hans Pozo. Uno por uno. Todo en ese radio. En el borde de esa edificación. Más acá estaban las casas y las poblaciones. Más allá, el campo, lo rural. La autopista era el límite, el borde exacto, el lugar donde se amarraba el extremo de Santiago. Ahí fueron a dejar los pedazos. Un puzzle macabro. Un puzzle sin sentido. Descuartizaron a Pozo y luego dejaron sus fragmentos ahí, en la carretera que aún no estaba terminada. En cada lugar donde apareció una mano o un pie los vecinos pusieron una animita. Pozo se volvió milagroso. Yo vi esas animitas hace años, a finales de 2006. Dos de ellas, por lo menos, quedaban en el camino. Una era pobrísima: una calamina sostenida con ladrillos, agua bendita en botellas de vainilla, imágenes antiguas de la Virgen María en el suelo, restos de vela. La otra era mejor, más cuidada. Quedaba en un paso bajo nivel, al lado de unos graffiti de hip-hop. La animita había crecido, estaba creciendo mientras devoraba la pared, que estaba llena de peticiones. Hans Pozo se había vuelto milagroso. El chico muerto se estaba convirtiendo en un santo y había flores y velas y estampitas y recuerdos. Todo al lado de la autopista, que era un modo de acercar la ciudad a sí misma. Todo al lado del sonido de los camiones, al lado de ese camino inconcluso que aún no llevaba a ninguna parte. Todo al lado de la huella de esos restos de aquel chico muerto que se estaba transformando en una especie de santo improvisado y urgente. Recuerdo que viendo esas animitas pensé en cómo todo estaba conectado, en cómo Santiago no era Londres, pero que sí se trataba de una ciudad mágica que poseía para sí conjuros perversos pero también hechizos de sanación, algo que estaba hecho de sangre: algo que las novelas de Carlos Droguett (1912-1996) nos recordaban siempre pero que por ahora parecíamos haber olvidado. Las animitas al lado de esa incipiente carretera eran uno: una manera en que la ciudadanía aprendía a revertir el horror, a comprenderlo, a modularlo. Que aquello hubiera sucedido ahí, al borde de esa vía inconclusa, no era menor. Tenía un sentido. Como si se tratase de una novela del viejo Droguett (que se murió de viejo en Suiza, exiliado y odiando a Chile) latía tras de sí una lógica oscura, una peculiar manera de escribir la ciudad, de definir sus límites, de trazar sus mapas. Las animitas eran un modo de dar vuelta a todo eso, un sistema de sangre en el cual los ciudadanos comprendían y aceptaban no sólo el crimen sino también la irrupción de ese camino ahí, en las cercanías, los autos fantasmas que vendrían a toda velocidad desde futuro, como avisos de que su todo iba a cambiar pronto y para siempre.

Dos. Visito la casa de mis padres luego del terremoto y escribo esto en la provincia. A veces pienso en Juan Luis Martínez (1942-1993). Martínez vivía acá en Villa Alemana, a unos cuantos paraderos de distancia, pero nunca lo vi. O no me acuerdo si lo vi. Siempre he fantaseado con escribir algo largo sobre él. Alguna vez intenté una versión suya en Caja negra. Quedó deforme: un hombre albino que escribía policiales y que luego se dedicaba a tarjar textos propios y ajenos. El albino residía en el campo y no iba a ir nunca más a la ciudad. Como a Nicanor Parra, había que ir a verlo. A diferencia de Parra, existía un complejo mapa para llegar a su casa. Por supuesto, nada de eso pasaba con Martínez, que publicó dos libros (La nueva novela, de 1977, y La poesía chilena, de 1978) y luego se quedó callado hasta su muerte en 1991. Para mí esos libros son fundamentales. No tengo ninguno. Uno tiene entre sus páginas un anzuelo de pesca y el otro una bolsa de tierra. Entre ambos hay banderas chilenas, certificados de defunción, una casa que desaparece, chistes privados, citas a Mallarmé y el vértigo opaco de una de las obras mayores de aquellos años. A mí me parece a ratos que, tras tanta vuelta vanguardista, tanto artefacto Dadá, en esos libros están ciertas imágenes sobre las relaciones entre la provincia y la literatura: sus sueños de fuga, la ironía sobre la ficción ambiciosa acerca de su lugar en la tradición occidental, una escritura hecha de escombros. Esa palabra —escombros— me viene a la cabeza mientras escribo esto. Hace cinco días acá hubo un terremoto y el país se cortó por la mitad. El mundo se acabó. Por mi lado, había intentado transformar algunas entradas de este diario como las notas de viaje insomnes y azarosas que iba recogiendo en el camino. No llegué a ninguna parte, creo. Lihn tenía razón. Uno nunca sale del pueblo. Martínez viajó a Francia y luego se murió. Todos los viajes que realizamos son imaginarios. De ahí que me conforme con una pequeña paradoja: escribo esto donde empecé a escribir, en la mesa del comedor de la casa de mis padres. Mientras, pienso en la portada del libro de Martínez: dos casas rotas, fotografiadas en blanco y negro, deshabitadas, rotas y apiladas unas contra otras. Se intuye la presencia de un desastre en el pasado inmediato. Se intuye la confirmación de ambas como el suspiro de un mundo a punto de venirse abajo, que el futuro no va a estar más allá de la página en blanco, que no va a ser más que un signo puesto en suspenso. Ese signo es la novela chilena.

Tres. Santa Cruz de la Sierra, 2009. Compré una edición pirata de Las benévolas, de Litell. Me costó seis dólares. En Chile cuesta sesenta, y su tapa dura sirve para decorar las mesas de centro del livingde las casas. Caminé por el centro de Santa Cruz mirando los portales y los rayados contra Evo. Pensé en esa diferencia de precio mientras caminaba entre los locales de películas piratas y juegos de video y los bocinazos de los taxis y la sensación cómoda de estar lejos de casa pero, por un rato, lleno de tiempo. Después volví acá, al hotel, e intenté leer el libro de Litell y la letra era minúscula y me rendí. Los nazis psicópatas podían esperar y me puse a copiar un poema de Sergio Parra en la libreta. El poema es de la década de los ochenta. Me acordé de él de improviso. Parra no publica hace años. Hay gente como yo que echa de menos sus libros. Parecían melancólicos y escombrados pero tenían los bordes filosos, como los de esos muros de poblaciones cubiertos de vidrios y pedazos de botellas rotas. El poema viene de otra época, de un pasado tan feroz como imposible. Es quizás uno de los mejores poemas chilenos que he leído nunca porque quizás contiene una novela (esa novela sobre la dictadura que jamás se ha escrito en Chile), una foto de época, una imagen que hilvana algo que acecha más allá y que es tan luminoso como extraño: «Cuando el Frente Patriótico Manuel Rodríguez / atentó contra el Capitán General / fornicaba con una chica new age / en un cuarto de San Diego / 1 condón vacío dejado por los colegiales / que nos topamos a la entrada / ½ botella de vino / pan / queso (traído por nosotros) / Cuando el Frente Patriótico a las 18:40 / Ella tenía unos pechitos con un sabor una locura».

Cuatro. Teoría del fantasma: tal vez lo que me aburre del grueso de los comentaristas de la obra de Lihn es la solemnidad con que leen esa obra: la necesidad desesperada de perderse en él suspendiendo la distancia de su obra. La lihneagrafía alcanza, a veces, cierta condición de disciplina herética que no admite a profanos, que suspende el caos que dichos textos suponen. Por supuesto, todo esto está codificado en la obra de Lihn, que requiere una clase de lector que justamente vacile y se pierda en aquellas trampas. Porque aquí hay una sugerencia: Lihn —o la obra de Lihn— supone que la crítica literaria en Chile es más lúcida de lo que realmente es. Lihn construye una ficción desde ahí, desde la posibilidad de sus lecturas: sus poemas avanzan en la autconciencia y el patetismo de la vacilación respecto a su propio sentido, como si configuraran una serie de anotaciones que van entrando en crisis, borrándose a sí mismas. Por otro lado —y eso queda claro en la lectura de Batman en Chile, esa novelita porno pop de 1973 que nadie leyó pero que se reeditó hace un par de años y que, parece, nadie supo qué hacer con ella—, Lihn puede ser leído como una especie de filtro o resumidero de las tensiones de la academia y la historia. De hecho, habría que reevaluar eso: Lihn como un profesor que pone (ejemplificando en sí mismo, como el ejemplo extremo de su generación, como un espectro) en movimiento los choques y tensiones entre los saberes postestructuralistas y su aprendizaje local. Leyéndolo uno puede entender cómo funcionan y se aglutinan, cómo se ponen en crisis con su traducción, en qué momento se convierten en otra cosa: Lihn es el límite, la sospecha, la parodia de la crítica literaria en Chile.

Cinco. Aburrido de Bolaño. O, mejor dicho, de las lecturas de Bolaño. De la cobertura de prensa que sigue a la mujer, la amante, el hijo, la madre, que bucea en los rincones de cada parte médico de su enfermedad, los amigos, el médico. Aburrido de las tesis (leí una por ahí, de una chilena para una universidad española, que se demoraba quinientas páginas en decir que Bolaño escribía de modo distinto de los escritores chilenos de la década de los noventa porque no había estado en Chile). De los escritores jóvenes que se lanzan a la carretera en su nombre o prenden una vela ante su estampita pegada en la muralla. Aburrido que se haya vuelto el Jack Kerouac chileno, el Rimbaud chileno, la vanguardia chilena. Aburrido porque los que leen a Bolaño se vuelven sacerdotes de su culto involuntatrio y parece que no leen más que a Bolaño, como si con eso bastara, como si con eso se solucionara todo: el drama de estar aquí y ahora, de leer y escribir en Chile. Aburrido porque ahí está la sospecha de que nadie lo lee realmente. Aburrido de la necrofilia. La literatura chilena es necrófila. Aburrido de esa falacia biográfica que se vuelve una especie de trampa mortal: escudriñamos en sus obras para armar como un álbum de figuritas coleccionables, como una ecuación cuya solución parece que está al alcance de la mano. Pero esa ecuación no existe. O si existe ya no funciona.

Seis. Witold Gombrowicz residió en la Argentina y nadie pareció darse cuenta de ello. Yo me pregunto qué hubiera pasado de haberse venido a Chile. Me lo imagino atravesando la cordillera o llegando a Valparaíso, con el Ferdydurke ya escrito entre las maletas. Imposible saber con quién lo hubiera traducido acá o si hubiera llegado a hacerlo. O cómo habría leído Gombrowicz la novela chilena y el periodismo chileno. Cómo habría aprendido el español de Chile, con ese acento cantadito y los diminutivos. A quién le habría dado clases. Se habría perdido en el Bosco, en la farra del Parque Forestal, en la noche rusa de los intelectuales de aquella época. Imposible de saber, pero es inquietante esa pregunta. Una línea alternativa de la historia por explorar. Un what if, como dicen en los cómics de Marvel. Me hubiera gustado saber qué hubiera pasado porque sospecho que en el fondo la relación de Gombrowicz con la escena literaria argentina tiene que ver con su mapa de la ciudad, con los modos en que se desplaza entre los cafés y las redacciones de los periódicos, entre los salones de las señoritas y los bares de marineros. Gombrowicz, en ese sentido, avanza invisible por una ciudad que no puede verlo, pero donde es capaz de reconocer el santo y seña de los otros invisibles, de los otros que aprenden el español entre titubeos que con suerte son una antesala al silencio.

Siete. Lima, 2010. En el fondo no existe la literatura chilena. Anoto esto en Lima, después de una conversación en público con Iván Thays. Llego a la conclusión horas más tarde, como el dolor de cabeza que trae la resaca. No existe porque en el fondo no crea herramientas para procesar la tradición, carece de una memoria heterogénea de sí misma e implosiona hacia su propio ego a la menor oportunidad. Sus mecanismos de preservación —la crítica pública, cierto sector de la academia más a la moda, el museo de cera de los salones y las revistas literarias de internet— se tambalean cada vez que pueden, a ratos, en su voluntad autoritaria, por la fijación fetichista en las herramientas que deletrean el poder, por su capacidad de sospecha cada vez más nula. Así, el relato de la literatura chilena va rengueando, camina vacilante entre las modas que dependen del día y de la hora: el realismo social de la clase alta chilena, el underground que quiere (pero no confiesa ese deseo) ser publicado por las transnacionales, el sindicalismo mafioso de los homenajes gremiales, el fandom descerebrado, la voluntad canónica de las mayorías y las minorías. Ahora, mientras escribo esto en un café del centro de Lima, a metros de un millón de edificios que testimonian la maravilla y el horror del paso del tiempo, me siento agobiado. Nada dura demasiado en Chile. Las grietas se tapan. Las ratas vuelven al subsuelo. La novedad apremia. No podemos perdernos en los insterticios de las paredes rotas.

Ocho. Lihn es la trampa. Quizás lo más interesante está pasando y no nos damos cuenta. Lihn es la trampa. Quizás ya ocurrió en los últimos cinco años, que a mí me parecen más interesantes que casi la década de los noventa completa, salvo honrosas y horrorosas excepciones. Lihn es la trampa. El anarquismo bestial de las perfectas novelas histórica del Pato Jara. Lihn es la trampa. Lihn es la trampa. Las páginas en blanco de Cussen. Lihn es la trampa. La saudade de Zambra. Lihn es la trampa. El refrigerador parlante de la primera novela de Mike Wilson. Lihn es la trampa. La cabriola excéntrica de Gumucio que espera —como una Dorothy tartamuda que añora Kansas— volver al siglo xix. Lihn es la trampa. Los tiempos muertos de Alejandra Costamagna. Lihn es la trampa. Los profesores jubilados al borde del espanto de Marcelo Lillo. Lihn es la trampa. La conspiración de la provincia de Mellado. Lihn es la trampa. Aquí, nadie se parece a nadie y, mejor, nada parece literatura sacada de un taller o el ejercicio de estilo de quien quiere hacerse amigo de su maestro de salón. Lihn es la trampa. Ese tiempo ya terminó. Lihn es la trampa. José Donoso, quien inventó ese formato, despreciaba a sus discípulos. Lihn es la trampa.

Nueve. a) ¿A quién le importa lo que pueda escribir o decir Jorge o escribir Edwards? Y b) habría que volver a Enrique Lihn como recurso contra Edwards. Lihn dibujó un cómic mientras moría en 1988. Visto desde el presente, Roma, la Loba, el cómic, parecía un texto de realismo mágico o un cabaret dadaísta, una fiesta miserable. Sexo y muerte. La sensación súbita de que todo es una farsa, de que la literatura y la cultura chilenas suponen una mascarada, una cara tapada de barro que se seca al sol. La escritura es el barro, el espacio blanco entre las viñetas, la plumilla que tiembla y se deshace en cada trazo de tinta a la hora de llenar la página. Nota para leer el cómic de Lihn: verlo como una acumulación de capas geológicas de signos o trazos o estilos del imaginario de nuestra historia del arte.

Diez. El rock chileno es cobarde. No hay suicidas. Nunca nadie se ha tirado desde un séptimo piso. Nadie se ha volado la cabeza de un escopetazo. Los adictos se recuperan. Los alcohólicos consiguen hígados nuevos. Los adictos al pegamento se encuentran con Dios o los extraterrestres. Todos sanan, todos viven para contarla. Con suerte, creo que por ahí hay un grupo de shoegazing que tenía un miembro —¿un bajista depresivo? ¿un tecladista enfermo de Asperger? ¿un baterista que sufría de pirokinesis?— que se suicidó. Puede que esa información, la verdad, sea falsa. La novela chilena, en cambio, pasa cayéndose del balcón y haciéndose trizas en el suelo y nadie se da cuenta.

Once. Esto fue anotado en Santiago, en alguna Feria del Libro, entre unas servilletas y a dos metros de María Kodama (que no sé qué hace acá y sí, sí recuerda a Yoko Ono cuando se la ve; sí aparece el candor perplejo de una villana mitológica que puede, por el azar de las corrientes de aire, convertirse en encanto) que se toma un café: cuando ya no le veo esperanza a la novela, cuando el último libro de Skármeta o Gonzalo Contreras me van a hacer saltar por la ventana, tirarme a las líneas del metro o llenarme el estómago de las mismas pastillas ansiolíticas que consumían sus personajes, la crónica me salva.

Doce. Volver a El empampado Riquelme, de Francisco Mouat. Pensar en ese paisaje de la crónica. La verdadera zona de riesgo de la literatura chilena está ahí, en esas obras que se desarman, que no tienen definición específica, que son cualquier cosa: esos diarios intercalados de Germán Marín en Historia de una absolución familiar, la piedad que es el centro de los libros de Francisco Mouat, la perplejidad de Hotel España, de Juan Pablo Meneses, el verdadero retrato de la soledad a la chilena.

Trece. Lima, 2010. No sé por qué, mientras leo un libro de Marcelo Lillo en el aeropuerto, me acuerdo de que compré y perdí un casete de Los Lobos que creo que nunca escuché, que me gustaban por esa película de Robert Rodríguez donde aparecían tocando rock and roll disfrazados de vampiros y con instrumentos hechos con pedazos de cuerpos humanos.

Catorce. La puerta que Bolaño abrió se cerró. Quizás nunca estuvo abierta y lo que vimos fue una pintura sobre el muro, una pintura que simulaba una puerta. Y, como siempre, nos quedamos fuera y tuvimos que arreglarnos con eso, con el frío y la intemperie. Algunos rasgaron la puerta y se rompieron los dedos. Otros, nos fuimos al parque.

Quince. Fabián Casas me dijo que vivió un mes en la casa de Juan Luis Martínez en Villa Alemana. También me habla de Horcón, que creo que conozco bien: esa caleta hippie donde a veces me he arrancado con Carla a pasar un par de días.

Dieciséis. Me acordé de que la otra vez que estuve en Palermo, parece que vi pasar en auto a Fogwill y luego un taxista nos cantó a Carla y a mí una canción que había escrito sobre el fin del mundo.

Diecisiete. La novela chilena: describir la coreografía de una fiesta que terminó hace rato. Pensar en esa descripción como el futuro. Armar otra fiesta.

 

 

Comparte este texto: