IX Concurso Literario Luvina Joven
Escribir es siempre protestar,
aunque sea de uno mismo.
Ana María Matute
Durante varias noches he tratado de terminar el cuento. Lo he intentado de una forma y otra, he abierto infinidad de archivos con la ilusión de encontrar alguna idea, pero todo resulta inútil; la página en blanco siempre se convierte en un gran conflicto. Es probable que al leer estas primeras líneas prefieran desechar mi historia (sólo espero que no lo hagan), tal vez si continúan hasta el final encuentren algo que valga la pena, y si no sucediera, permítanme ofrecerles una disculpa por el atre-vimiento de enviar un cuento que a lo mejor ni es cuento.
Después de mucho tiempo participaré nuevamente en un concurso literario y quise hacerlo porque un par de amigos me animaron, así que lo hice por ellos, porque aún confían en mí y no pretendo defraudarlos. Lo cierto es que desde hace tiempo había tomado la decisión de abandonar la escritura. ¿Saben por qué? Por desilusión y por cuestionarme demasiado. Por eso es mejor no hacer tantas preguntas, después de todo sólo llevan a pensamientos trágicos sin respuesta.
¿Tiene algún sentido escribir? Es mi pregunta más recurrente. Siempre he soñado con ser escritora, pero conforme escribo me doy cuenta de lo difícil que es tener ideas innovadoras, pues ¿cómo luchar contra todo lo que ya se ha dicho? ¿Cómo evitar los lugares comunes? ¿Cómo ser constante cuando parece que a nadie le importa lo que hago? Fines de semana enteros, en aislamiento, comiendo más por obligación que por gusto, todo por estar escribiendo, pero ¿para qué? Dicen que las letras no sirven, o al menos no lo suficiente para sobrevivir. Por una parte tienen razón, pues se ha dado más relevancia a las áreas que dejan dinero, entonces la escritura se ha convertido en una actividad ingrata, que no ofrece nada, que en apariencia no beneficia y tampoco salva vidas, pero… por otra parte, creo que sin la escritura simplemente seríamos como cuerpos andantes que sólo existen por existir, sin atreverse a profundizar en el abismo interno que todos escondemos.
Aún no sé cuál será el tema central del cuento. He pensado en una historia de amor (1), pero también he considerado algo más atrevido, algo que no sea tan dulce, sino más policiaco, donde mis personajes se vean en encrucijadas y conflictos. No puedo creer que haya pasado un día más y ni siquiera he llenado una página. Otra vez sólo terminé con dolor de espalda, de cabeza y brazos. Te levantas de la silla, bajas las escaleras a toda prisa, no puedes contenerte, ves muros muy altos, no hay ventanas. Sólo estás tú sin saber a dónde ir, no hay salida. Sigues corriendo, dando vueltas como buscando algo, pero no sabes qué, únicamente te miras en el espejo y sigues la línea de la pared que pasa a un lado tuyo y te rodea los pies.
El resplandor del cortafuegos te llama y te muestra la primera entrada que encuentras, mientras un escarabajo toca la palma de tu mano para luego irse volando con sus alas verdes. Deja caer sobre tus manos un astrolabio que vomita estrellas y te salpica la cara, pero entre ellas cae una brújula que marca la orientación exacta de la salida. Continúas corriendo por la inédita pared de color blanco que comienza a desintegrarse y se abre como un portal en mil pedazos, rompiendo ladrillos y desquebrajando la pintura.
Te abres paso en medio del muro que se derrumba y ves la bahía que se asoma entre el cúmulo de letras que vuelan sobre las aves con alas de libros que dejan caer miles de mandrágoras. Corres y huyes sin saber de quién, únicamente sientes la necesidad de desplomarte en centenares de pedazos para después unir tus piezas como Pangea. No sientes las manos ni las piernas, se te adormecen como si corriera veneno por tu piel. Te sientes pesada, alguien te presiona y no ves su rostro, volteas hacia atrás y no hay nadie. Te sumerges en las profundidades del mar como un tritón, pero no puedes nadar porque el oxígeno se termina y el agua empieza a asfixiarte. La desesperación te atrapa y te pierde, porque no sabes cómo ocultar el cáliz que te aprisiona con tus propias lágrimas de aguamarina que centellean en la eternidad del océano.
Continúas corriendo, pero los pies cada vez los sientes más pesados, disminuyes la velocidad para saber qué es lo que estás haciendo, miras de un lugar a otro y sigues sin detenerte. Te topas con el vacío de una oscuridad inenarrable que muestra su voz espeluznante ante el omnipresente silencio, se apodera del lugar y comienza a verter sus mágicos gritos en la soledad de un camino desierto que galopa como río sin salida. A pesar de que corres, la angustia ya está en ti y ahora sabes menos que al principio. El único que sabe todo es el titán del tiempo, quien se postra ante tu mirada y te muestra unas escaleras que cambian de un lugar a otro sin ninguna dirección, entonces ves una catacumba que vocifera y se traga los peldaños donde te encuentras parada.
Corres, corres por la escalinata que se ablanda y se vuelve liquen, que te envuelve como una tela y te lanza al fondo de un mundo desconocido que te llama una y otra vez entre la inmensidad de la gaya terrenal. Caes de golpe y tus piernas se atan con el bromo del piso. Las piedras estiran sus manos y se anclan a tus pies como cadenas, sólo te queda orar para que un nuevo lugar aparezca. Cierra tus ojos y cuando despiertes tendrás alas que te elevarán para que veas el hueco del mundo.
«La última vez que se cepilló los dientes fue esa misma mañana, hace tres horas y cuarenta y cinco minutos, aunque tuvo que hacerlo rápido y mal porque afuera del edificio ya sonaba el claxon de la camioneta de redilas en la que viajaba ahora». Gabriel desconocía cuál sería su destino. Tuvo que subirse a la camioneta porque así se lo habían ordenado en el paquete que le hicieron llegar la noche anterior. Gabriel sabía que probablemente no regresaría a su casa ni volvería a ver a sus conocidos y sin embargo mantenía la ligera esperanza de que todo saldría bien.
El trayecto parecía no terminar porque la camioneta vieja y destartalada avanzaba muy lento. Durante todo el camino nunca le dirigió la palabra al conductor mal encarado, ni siquiera para preguntarle hacia dónde lo llevaban, pues era tal su preocupación que temía provocar una desgracia. Por fin se detuvieron en un pequeño pueblo cercano a Guanajuato. El chofer tomó con fuerza a Gabriel, lo bajó violentamente de la camioneta y le advirtió que no abriera la boca porque lo tiraría en cualquier barranco que se encontrara.
No sé si sea correcto que muera Gabriel. Lo que hizo no sería razón suficiente para que lo mataran, aunque en el mundo que está quizá sí. Tal vez su historia sería más adecuada para una novela en lugar de un cuento, aunque si extiendo la historia probablemente terminaría por escribir relleno y frases que no valdrían la pena. Mejor no me confundiré más y seguiré escribiendo lo que tengo planeado, si al final no me gusta, siempre está la opción de suprimir el archivo y comenzar de nuevo.
¿Por qué es tan complicado escribir? Quisiera tener la habilidad de expresarme con fluidez y sin miedo, desearía ser como algunos escritores que terminan rápido lo que se proponen, pero cuando se tienen en la cabeza tantas ideas absurdas, escribir se vuelve una acción desesperante. Mi problema radica en estar analizando lo que dirán los demás de mis trabajos, siempre estoy reflexionando si mis textos son suficientes y si mi esfuerzo valdrá la pena. Termino por victimizarme en lugar de atreverme a poner en el papel lo que se me ocurra, por eso odio escribir, porque siempre me lleva a cuestionarme sobre mi propia vida.
Gabriel suplicó que no le hiciera daño y prometió que renunciaría a su trabajo en el periódico. Todos sus ruegos eran inútiles, pues solamente incrementaban la ira del conductor, quien lo arrojó con un golpe a la camioneta e hizo una llamada. «Sí… aquí lo tengo, pero se está rebelando, el imbécil… Aún faltan algunos kilómetros para llegar a donde me dijo que lo entregara, mi jefe… Sí… Usted dirá qué hago… ¿Está seguro?… Bueno… entonces hasta allá lo llevo, supongo que recibiré más lana… No se apure, sé de esas cosas y nadie se dará cuenta… Así quedamos, le haré como pueda, pero de que concluye como usted manda, así será, y si muerto tiene que terminar, muerto terminará».
Recorrieron un tramo más de carretera y la situación entre el chofer y Gabriel se tensionaba a cada instante. Entraron por una brecha y al final de ella los esperaba un auto negro. Cuando se estacionaron frente al carro, bajaron dos hombres con un maletín y pistolas, sacaron a Gabriel y lo estrellaron contra el piso.
—Confiesa quién te dio esta información —uno de los hombres abrió el maletín y se lo mostró a Gabriel.
—No pienso revelar nada —dijo Gabriel—. Fue parte de mi trabajo y de mi investigación. No me dieron gratis la información.
—¿Entonces prefieres que te matemos, cabrón?
—De nada servirá que les dé nombres. De todas maneras me matarán.
—Pues si cooperas, a la mera y las cosas cambian. Pero como que no te vemos muchos ánimos de vivir.
—Sé que estoy muerto y no tengo escapatoria. Así que no les diré nada.
—¡No nos retes, hijo de la chingada! Estamos aquí para que escupas, no para que te lleves todo a la tumba; cuál pinche tumba, al hoyo al que te vamos a tirar si no abres el hocico.
—No quiero sentirme culpable por más muertes, porque si confieso, también buscarán a quienes me ayudaron.
—¿Y a ti qué te importa? ¡Preocúpate por tu vida y ya, pendejo! Nadie te hará una fiesta por ser el héroe. Es más, ni sabrán dónde quedaste. Pero bueno… no quieres echarnos la mano, atente a las consecuencias.
El chofer de la camioneta de redilas se subió y arrancó a toda prisa, mientras los hombres del carro negro ataron a Gabriel y lo pusieron en la cajuela sin decirle nada más. Habían transcurrido tres horas y cuarenta y cuatro minutos desde que Gabriel salió del edificio esa mañana. Sabía que a pesar de la esperanza que aún tenía, todo saldría mal y que efectivamente ése sería el día de su fin. Mientras iba en la cajuela pensaba si había hecho bien en ocultar los nombres de quienes le habían proporcionado la información para su nota y se preguntaba por qué su vida debía terminar cruelmente si sólo había cumplido con su trabajo. La desesperación lo invadió y comenzó a patear el carro para abrir la portezuela, sin embargo los hombres se dieron cuenta y se detuvieron en una orilla de la carretera. Se percataron de que nadie los viera cerca de unos matorrales, abrieron la cajuela y le dijeron a Gabriel: “Hasta aquí llegaste, amiguito, ni modo, así lo pediste” y le dispararon en la cabeza. El auto incrementaba la velocidad y Gabriel sospechaba que en cualquier momento tendrían un accidente. Intentaba no caer en una crisis, pero su ansiedad comenzó a quitarle la respiración y por más que intentaba gritar no pudo hacer nada. Un golpe lo impactó contra el asfalto; cuando entreabrió los ojos vio a un grupo de personas a su alrededor y escuchaba las sirenas de ambulancias y patrullas. «¡Espere, no se quede dormido! ¡Señor, señor!», gritaban los testigos.
No es posible que haya terminado tan rápido con el protagonista, aunque pensándolo bien, no era el cuento adecuado, creo que me quedó mejor la trama romántica (2), o no, creo que tampoco. Lo mejor será inventar una nueva historia («¿Está seguro de que desea eliminar “Cuentos. Borradores”?» / Sí / Papelera de reciclaje / Vaciar Papelera de reciclaje). Mañana comenzaré de nuevo. Realmente el acto de la escritura es una gran prueba de paciencia, pues aunque «para escribir sólo hay que tener algo que decir», como diría Camilo José Cela, también es necesario ser paciente para pelear contra el reloj, contra las frases que se enmarañan en la cabeza, contra la famosa página en blanco y contra la constante autocrítica. Escribir es negar el mundo real para ampliarlo o crear uno nuevo, pero al intentarlo hay que estar preparado para protestar contra el lenguaje y nuestras propias ideas.
No sé por qué te sigo escribiendo, sin embargo quiero que leas mis palabras. No hago más que hablar de ti. Nunca le he contado a nadie de tu existencia, pero hablo de ti en todo lo que escribo. Tú eres los espacios, las personas, las emociones, las acciones. Odio que te hayas convertido en mi principal inspiración. Aborrezco tener que escribir pensando en ti, pero si no lo hago sé que no podría escribir más.
¿Por qué no pudimos ser felices? Creo que la felicidad no existe. Simplemente ha sido un invento de los poetas. Pero a pesar de ello quisiera ser feliz. No sé dónde estás. Si tan sólo vinieras justo en este momento a ver la puesta de sol; es hermosa, pero estoy sola, entonces el sol es espantoso y el cielo me da miedo porque parece sangre y parece que las nubes se burlan en mi cara. Ya no quiero decirte más, es mejor guardarme todo lo que tengo, eso que me ayudará a seguir escribiendo de ti. Aquí te dejaré esta carta, la amarraré a una piedra para que cuando vengas puedas leerla. Si deseas decirme algo, puedes dejarme una nota en la misma piedra, regresaré después para encontrarla, porque sé que vendrás.
2. Ella regresó después de unos meses y no encontró más que la misma carta estrujada que dejó, la arrancó, se paró frente al acantilado y se arrojó a las olas.
✱
No sé dónde puedas estar. He venido a Madeira para verte, tal como lo prometimos. Perdón por no haber llegado el día que acordamos, tuve un accidente en el puerto. Te suplico que no te molestes conmigo, no sé dónde buscarte, así que sólo puedo dejarte esta nota amarrada en la piedra para que me llames cuando la encuentres. Te esperaré.