Volar entre las nubes es un
triste estado para una poeta romántica
devota del paisaje de la poesía chilena.
Sin esta ciega cacería actual del ojo que nos consume,
desde la revolución que produjo el primer vuelo poético en Altazor,
a este súbito júbilo provocativo de navegar por el ciberespacio.
Es la celebración constante del porvenir.
Como es entrar en los aeropuertos internacionales,
e ingresar fatídicamente a un espacio laberíntico más tenebroso
que a un videogame o a un simulacro de vuelos intensivos en la
noche simulada.
La idea del viaje siempre es inquietante.
Es toda una aventura,
donde se puede cumplir una parte de nuestro imaginario, como dejar
al voleo lo inesperado.
Aquello que quedó rezagado en algún confín de la memoria.
Como aquel hallazgo de una siesta en la casa de reposo en Hungría.
Lo querido,
como si entrara a una sala de cuidados intensivos.
No es la historia del tren, de ese humo, tal ruido, aquel fragmento
novelado, la imagen detenida de ese «fade».
Mientras te mueves en una vía,
lentamente.
Aquí, al entrar al aeropuerto
la imagen
desaparece antes de pasar a policía internacional
borrándose hasta mi decir, ¿Cachay?
Ese lapsus apegado a la lengua.
Y allí comienza la odisea del sueño de mi viaje,
de la utopía del viaje.
Porque de una vez y para siempre,
me encuentro en una frontera, sin fronteras
de manera inevitable,
en la existencia real de perder todos los derechos
que fueron escritos en el derecho constitucional Art. xx de un remoto
país.
Aquí,
pierdo la total compostura,
trajinada
revisada
manoseada
a pie pelado
con los zapatos en la mano
sin nada apelando a mi suerte.
Aquí,
es el comienzo de la pérdida de mi seguridad.
Al entrar a cualquier aeropuerto del mundo globalizado.
Me siento desnuda en este espejo mirando al otro
que soy yo misma.
Envuelta en unos códigos cada vez más previsibles.
Y si por ventura,
mi cuerpo, emite alguna señal de metales
todos piensan
aunque sea por un segundo
que eres un bandido
un narcotraficante
un asesino
un ladrón.
En síntesis,
un perseguido por la ley.
Y siento,
las persecuciones
los miedos
las pesadillas
en el tormento de vivirlas de una sola vez.
Y, en segundos una ráfaga en el inconsciente me paraliza;
como coneja
con ganas de echarme a correr
desesperadamente
como si fueras el delincuente que siempre soñaste no ser.
Y nos disponemos
a pasar a esa llamada sala, la sala de espera, que hay en todas
partes, en todas partes donde he esperado al puto dentista, con esa
música que adormece los sentidos, que he escuchado en el
supermercado y en todas las salas de los hospitales manicomios,
casas de tortura, con hartas tiendas y cafés, a hacer como si.
Como si toda tu miserable esperpéntica vida dependiera de una
espera más.
Y que silenciosamente,
como una borrega humana,
apenas,
en tonos audibles,
pudiera oírte como la expresión de todas las prohibiciones
de la comunicación.
Hablar bajo,
murmurar en el salón de espera,
para que la ansiedad y la angustia
se exacerben en un mutismo enervante.
Cuando llega el vuelo,
estoy drogada con la musiquilla de esas pobres esferas,
y pueden pasarme por encima, que seguiré escuchando esa
musiquilla preparada,
para ser transportada.
Pero antes,
te ordenarán la entrada de acuerdo a tu numeración,
no subirán primero los niños
o los viejos,
sino
aquellos señores de corbata ancha y maletín que entran ufanos
en clase ejecutiva.
Van por delante y se sienten superiores,
porque pueden arrepatingarse a destajo
estirar el cuerpo
ser servidos como príncipes modernos.
Y al pasar por sus asientos anchos,
confortables
donde puedes pearte con holgura
vuelves a sentir congoja.
Porque estarás pegado al vecino,
como si fueran gemelos en la barriga del avión.
En posición fetal,
sin posibilidad alguna de estirarte.
Pensando,
en un estado de idiotez entregada al destino,
quizás hasta orgullosa de ser alguien que tiene
la posibilidad de mover el trasero por el mundo.
Estás en sus manos,
en un artefacto que debe vencer la gravedad de la tierra.
Entonces, cuando el motor pone toda su potencia
y sientes toda la fuerza del avión
en tu cuerpo,
al llegar a los 30,000 pies de altura o más
pasando por la algodonera de nubes tocando el techo,
en las espesas corrientes de viento,
con la angustia que estás deslizándote gracias al aire.
Encerrada en posición fetal,
sin poder moverte,
sin posibilidad de fuga.
La ansiedad te envuelve de nuevo,
deseando ardientemente:
fumar
succionar
aspirar.
Y me siento una beba gorda en la sala cuna del avión.
Con hambre
mucha hambre
necesidad de afecto
por una mirada conmiserativa
de la bruja de la asistente,
Quién me tirará unos platillos
hechos en serie multiinternacional;
recalentados en el microondas,
que sabe al sabor híbrido del siglo xxi,
al sabor transgénico del porvenir.
Porque después del sabor a todo y a nada de la comida
macrobiótica,
viene a cumplirse otro de mis deseos reprimidos,
darle rienda suelta a
la compra liberada de impuestos.
Allí toda la libertad del mundo al entregar tu sello plastificado y
dorado,
entre las compras del Duty Free,
enloqueces libre por las bagatelas, para los labios, el perfume
en un estado de consumo interior,
me viene repentinamente un deseo de cagar
cagar en el vuelo
mojonear el aire
soltar el esfínter
como una regordeta bebita chilena,
antes de dormirme en posición fetal,
boqueándole las babas al gemelo de viaje.