Crónica de un cerote anunciado* / Damián de Jesús Castillo Preciado

Licenciatura en Ingeniería Química-CUCEI, UdeG

Eran las cinco de la mañana y mi trasero se estaba congelando en las banquitas azules de metal que nunca habían sido cambiadas desde que la central camionera llegó al pueblo. Con apenas tres horas de sueño a causa de mi desvelo tratando de comprender cómo un tal Maxwell había “facilitado” la fisicoquímica con unas simples relaciones de las variables de estado (qué emocionante), esperaba impaciente el camión que me llevaría a Guadalajara. Viajar en autobús siempre ha sido un martirio para mí, y esta vez no fue la excepción. Siempre me ha molestado cargar maletas, cajas o cualquier bulto que me obligue a ejercitar mis dotes de malabarista en el transporte colectivo y, como no tenía pensado regresar a mi pueblo sino hasta que pasaran los departamentales, la situación me hizo acreedor a cargar con todo un tianguis en espalda y brazos: una maleta con ropa para dos semanas porque, como ya lo dije, mi estancia en Guadalajara sería larga; una mochila estilo “güey que va al gimnasio y que quiere farolear cargando artefactos que no necesita” repleta con tuppers de comida que, si bien me iba, solo la mitad del caldo traspasaría la triple camisa plástica de fuerza en la que mi madre había envuelto cada envase. Y para dar el último remache al disfraz de mercado ambulante que ya ostentaba, dos cajas de zapatos de aquellas “mujeres divinas” que no tienen idea de qué número calzan y que creen que la venta por catálogo es sinónimo de pendejear cuantas veces quieran, “al fin y al cabo estos son nuestros burros”.
     En fin, aunque esto es suficiente como para hacer de mi viaje un camino hacia el Gólgota, nada se compara con la preocupación suprema de un obeso como yo: que el “topo” asome cabeza sin previo aviso. Siempre he manejado esta situación con la precisión que se requiere para extirpar un tumor cerebral o calcular los flujos de una caldera, haciendo estimaciones entre lo que como y la velocidad de mis tripas para machacar la comida y convertirla en abono orgánico, además de crear un mapa mental en cada uno de mis recorridos, de los posibles receptores de evacuación topesca que estarán a mi disposición. Sin embargo, estos cálculos se vuelven muy inciertos cuando me veo forzado a hacer un viaje tan temprano y he pasado el fin de semana consumiendo cualquier cochinada que se puso en frente. Podrán decirme paranoico, pero es una realidad comprobada que cuando un gordo decide ponerse a dieta el universo conspira para que la rompa, ¡y vaya que la cocina de mi abuela sabe confabularse para hacerme regresar a mis prácticas empuercantes!.
     El camión había llegado con media hora de retraso, como es costumbre en estos horarios tan blasfemos para trabajar, y yo no había conseguido vaciar el volteo de mierda que había procesado en las últimas horas, un último intento fallido en el baño tamaño hobbit de la central me hizo pensar que tal vez podría soportar la carga hasta que llegara a mi casa en la ciudad. Con esta ilusión de quinceañera en celo, me trepé al camión, que para mi fortuna sólo contenía tres almas somnolientas que no repararon en mi presencia. Habiendo acomodado todas mis chivas, posé mis nalguitas en el asiento que daba a la única ventana que se podía abrir y cerrar sin problema, porque, si no fuera suficiente con mi tendencia a aflojar el mastique por culpa del movimiento continuo y oscilatorio, desde niño había sido propenso a los mareos ocasionados por lo viciado del aire. Por estas razones preferí dormir la mayor parte del trayecto posible, y gracias a mi falta de sueño de la noche anterior, mi camino al reino de Morfeo no implicó un gran esfuerzo, solo bastó con sentarme en mi lugar, hacer el asiento hacia atrás y cerrar mis ojos.
     Para mí, siempre ha sido un deleite todo lo que sucede en mi organismo mientras duermo. Sin importar si tengo sueños placenteros o si las pesadillas vienen a intentar perturbarme, el confort que me invade al sentirme como una ligera y esbelta paja suspendida en el aire es gracias a que dormido no tengo que soportar la carga corporal y moral presionando mis rodillas y que me hace sentir lento y torpe. Mentalmente todo iba de lujo en el camino, pero un espasmo imprevisto me arrancó de mis ensoñaciones para traerme a la realidad que se estaba gestando dentro de mí. No soy de los que creen que en algún momento de nuestra historia los alienígenas han venido a fecundar a algún humano para comprobar la compatibilidad de especies, pero en caso de que así sea, yo puedo describir la sensación de que una bestia amorfa se desplaza entre tus intestinos buscando desesperadamente el momento de salir, desgarrando cada capa de piel sin piedad. Fue una sensación que no necesitaba complicados teoremas o un diván con psicoanalista integrado para ser comprendida: las gorditas, tostadas, flautas y tacos de adobada que fueron tan amorosamente cocinados por mi linda “cabecita blanca” habían encontrado la forma de polimerizarse en mi tracto digestivo y estaban dispuestos a probar suerte en el mundo exterior. Cual gacela perseguida alcancé la cabina del conductor para suplicarle que me dejara bajar a buscar un baño. Afortunadamente para mí, nos encontrábamos en la gasolinera de Cocula y pidiéndole al chofer que me esperara; moví todo mi gelatinoso ser en busca del escusado que sería testigo y receptor de los tres kilos que perdería sin hacer ni un minuto de ejercicio.
     Llegué al baño, empujé la puerta, la cerré como pude y, sin necesidad de esforzarme, un torrente de materia café, mezclada con flóculos verdes incrustados de granitos de elote hizo su aparición en el recipiente de cerámica. El sudor frío que recorría mi cuerpo empezaba a calmar la agitación que me había originado el creer que no alcanzaría a salir vivo (y limpio) de esta. Me dispuse a cumplir con el ritual tradicional que sigue a la defecada. Salí del baño creyendo que las tribulaciones de aquel día habían terminado, y cuál fue mi sorpresa al darme cuenta que el chofer había decidido no esperarme y se había largado con mi ropa, comida y zapatos y me había dejado varado en Cocula con treinta pesos en la bolsa y un celular sin crédito.
     Sin saber cómo reaccionar, corrí al Oxxo de la gasolinera para llamar a la central y pedir que guardaran mis maletas. Solucionada esta parte, venía lo más complicado. No tenía dinero suficiente para llegar a Guadalajara y regresar al pueblo: no era una opción. Una lobotomía sin anestesia era preferible al regaño que mis padres me harían si se enteraran de la situación en la que estaba, debida a mi ocurrencia fecal.
     Había pasado una hora y me había recargado en la barda en donde se esperan los camiones junto a la carretera, sin decidir aún que hacer. Un tipo como de treinta años y con gorra de CALHIDRA que tenía esperando más tiempo que yo se acercó para iniciar una plática:
     –Quihubo, vale, veo que tienes rato aquí parado, ¿qué camión esperas? –me preguntó mientras con su sonrisota Colgate enseñaba unos dientes manchados por el cigarro.
      –Pues voy para Guadalajara. Pero nomás traigo treinta pesos y estoy esperando a ver si pasa algún conocido.
     –Mira qué suerte tienes, mi papá va a pasar por mí ahorita y vamos a llegar hasta Acatlán; si quieres, podemos darte raite y ya de ahí nos cooperamos para que te vayas a Guanatos.
     No podía negarme. Era posible que terminara en una bañera repleta de hielos de algún motel barato de Brasil, con un letrero de que buscara un hospital porque me habían quitado un riñón, pero ese futuro era más esperanzador que enfrentar la ira de mis progenitores. Acepté, y no pasaron más de veinte minutos cuando una camionetita azul con camper blanco, de esas Toyota que pululan en los pueblos, llegó a recogernos. Me mandaron para atrás, en donde una jauría de mocosos no mayores de diez años y la que parecía ser la prima mayor, encargada de cuidarlos, se divirtieron con el espectáculo que es la proeza de un gordo al subirse a una de estas camionetas sin desgarrarse algún músculo.
     El viaje transcurrió sin ningún otro sobresalto, es más, hasta puedo afirmar que me agradó ser el payaso de esos niños, porque no era necesario ser un maestro en el arte de contar chistes para hacerlos orinarse de la risa. Tan bien me llevé con ellos, que ya me veían como un primo más. Incluso me juntaban en sus planes a futuro, que consistían en hacer una masacre lepidosauria.
     –Vas a ver, Cochi –así es como me habían bautizado–, cuando lleguemos con mi nina Martha te vamos a llevar al corral para que veas las serpientotas que se cuelgan en las ramas.
     –Sí, Cochi. Es que a veces me desespero porque la puerta del jardín no se abre desde que creció la hierba. Papá nos prohibió hacerlo. Cuando llega la tarde y comienza a trazar planes, me exige que no la abra porque entre la maraña hay culebras que pueden meterse a la casa. Ya habrá tiempo de matarlas a todas** cuando lleguemos con mi nina; como tú ya eres grande, mi papá nos dejará entrar al jardín.
     Llegamos a Acatlán y la insistencia de mis nuevos primos putativos, junto con la oferta de una birria de chivo, me convencieron de quedarme a comer con ellos. Nos detuvimos en una casa amarilla, de teja y con un jardincito frontal en el que desfilaban tantos colores como en una marcha LGBT. Una señora gorda, con la falda manchada de masa, salió a recibirnos y en cuanto la vieron, los niños se le dejaron ir como borrachos a una botellita de Tonayan. No tengo una idea clara de qué le gritaban a la señora, solo distinguía vagamente unos gritos que articulaban “cochi”, “gracioso”, “nina Martha”, “matar culebras”,  hasta que la señora se cansó y levantó su brazo, agitando en el aire su cuero pozolero que los años le habían dado. Ante esta señal, los niños se callaron y doña Martha tambaleó toda su voluptuosidad hacia mí, ofreciéndome que pasara a comer con su familia y pidiéndome perdón por cómo me llamaban sus chamacos. Cuando menos lo pensé, estaba ya sentado junto a la mesa familiar, cotorreando y escuchando historias como si realmente fuera un tío lejano que venía de visita después de muchos años de ausencia. Pero la magia terminó cuando sentí una vibración en mi pantalón: era mi madre que histérica llamaba para preguntarme si ya había llegado a Guadalajara. No supe que contestar, pero ella sí supo qué seguir gritando. Por aquel místico dominio que las madres tienen sobre el tiempo, el espacio y tráfico de chismes, se había enterado que mis cosas (y lo que a ella le importaba, los zapatos) estaban detenidas en la aduana de los camiones Tenamaxtlenses, sucursal central vieja. No tuve más opción que aceptar mi realidad, yo no era parte de la tribu de doña Martha y tenía que continuar mi camino hacía “la ciudad de las rosas”. Terminé mi birria, me despedí de cada uno de mis nuevos primos y le di un abrazo largo y tendido a doña Martha. Agradecí a cada uno de los que estaban sentados en la mesa y partí con un poco de nostalgia hacia el lugar por donde pasaban los camiones. Cuando crucé la cerca del jardín, volteé para despedirme de todos por última vez. Y así fue, los dejé atrás para seguir con mi vida en la capital del estado, pero estaba convencido de que regresaría a visitar a mi nina Martha.

¡Toc, toc! ¡Toc, toc!
–Hola de nuevo, doña Martha. ¿Me permite entrar a su baño, por favor?

*Cuento finalista del III Concurso Literario Luvina Joven, 2013, categoría Luvinaria / Cuento breve.
** Fragmento del cuento “El jardín”, de Diego Armando Arellano, publicado en Luvina, núm. 70, Primavera de 2013, pp. 76-77.

 

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