Un librero de madera oscura, un sillón roído, una casa en la colonia Narvarte, los gritos de los niños jugando futbol en la calle, la colección de libros de mi padre. Escribo esto en su cumpleaños, pero él ya no está entre nosotros. Sus libros tampoco están en la casa de mi infancia, algunos de ellos se esconden entre las repisas de algunas bibliotecas. Los otros, los que leía mientras mi madre me apuraba a que la ayudara en la cocina o insistía en que hiciera mi tarea, permanecen en mi casa. A pesar del destino de esos textos, mi primer recuerdo vuelve a esa esquina entre el sofá y el librero que cobijaba mi cuerpo mientras yo viajaba en los brazos de Saint-Exupéry o May Alcott. La impresión que me dejaron ha trascendido el tiempo. Había algo en el acomodo de sus frases, quizá en las circunstancias que presentaban, que me parecían tan asombrosas como inquietantes. En esos momentos me estaba convirtiendo en una lectora y aún no lo sabía. Y no lo supe por muchos años, hasta que me hice mayor de edad y entendí sin razonar demasiado, sin adornarlo con palabras sofisticadas, que no podía estar sin tener un libro cerca y que mi futuro quería desarrollarse alrededor de las ideas. No me lo planteé con una lógica asequible, ni siquiera me lo dije a mí misma. Más bien ese deseo se expresó a través de una imagen. Ella me indicaría mis quereres: seguir estudiando para leer y descubrir nuevos rumbos.
Pero las cosas no se concatenaron de forma lineal: entre los primeros libros que tuve en mis manos y mi edad adulta hubo un intermedio inesperado. Un día, a la mitad de clase, mientras un profesor nos cuestionaba sobre el futuro, sobre qué haríamos de nuestra vida al momento de salir al mundo, pensé en la posibilidad de escribir. Así, como una instantánea que recorre el cerebro. El sentimiento no fue agradable, sentí un vacío al imaginar una vida de parálisis y aburrición que traería consigo la soledad. Así que indagué en las matemáticas, aunque jamás en la física; en la historia, pero no en sus fechas y conquistas, incluso me volqué de lleno en las artes. Buscaba una voz que en ese momento podría desarrollarse a través de la imagen. Hice todo por alejarme de los libros, pero todos los caminos me devolvían a ellos. Si quería pintar, leía sobre arte; si quería saber de música, tenía que investigar sobre su pasado en todas las publicaciones disponibles sobre el tema; si quería explorar el teatro, los libros de nuevo se imponían. ¿Qué decisión tomé entonces? El matrimonio.
A partir de ese momento, me volqué desesperadamente sobre las lecturas, sobre el saber. Era hambre lo que sentía. Quizá porque me vi arrancada de ellas debido a mi nueva vida. Esa necesidad me llevó de vuelta a mi carrera, a las humanidades y las ideas. Entendí que la lectura había sido un pilar en mi vida, y cuando me alejaba de ella, una sed inquietante me empujaba de nuevo a las letras. Vivía, giraba y trabajaba alrededor de los libros —sobra decirlo, son un nidero de ellas.
Esa fascinación fue abriendo paso a la creatividad, que no asumía en el plano consciente, pero se presentaba con timidez en mi necesidad de dejar una marca. Podría decir que ésa fue mi entrada oficial al mundo creativo, pero no sería verdad si reviso mi historia y encuentro otras expresiones artísticas que se desarrollaron desde mi niñez. Pero es cierto que empecé a escribir y lo hice con recelo. Quizá era el censor que todos tenemos instalado pero que yo alimentaba sin piedad. Y aunque asistí a talleres no me atreví a llamarme escritora porque no poseía ese halo de inteligencia y casi sacralidad que en mi percepción otros tenían.
Mi padre era mi mayor crítico, y como caí en la trampa en la que todos caemos al principio, que es pensar que la escritura oscura o deliberadamente intelectual es la mejor, sus críticas se intensificaban. Para consolarme pensaba que él no estaba actualizado o no había entendido mi texto y con eso me defendía de sus comentarios más agudos. Ahora, a la distancia, agradezco todos y cada uno de ellos. Él tenía razón. No era necesaria la soberbia intelectual para poder expresar. Cuando lo entendí le di rienda suelta a la creatividad y algo parecido a mi voz empezó a moldearse. Pero me mudé a Estados Unidos y el cambio fue brutal.
La creatividad, luego lo entendí, era un ente frágil y que exigía constante cuidado. Cualquier ambiente agreste la podía matar… o, mejor, podía tergiversar mi percepción de ella. Mi vida en el exilio acalló el recién adquirido estilo. Pero no había nada más cruel ni más perverso que la autocrítica. Si bien es cierto que la autocensura no ha tenido el poder de acabar con esa fuente interminable, también es verdad que la ha asfixiado de forma intermitente y el resultado final ha sido la duda, el cuestionamiento de mi propia capacidad creadora.
Mi padre murió en 2014, el día de mi cumpleaños. Para entonces ya vivía en el extranjero y la tecnología se me había impuesto sin que tuviera las herramientas para defenderme de ella. No había sido una elección personal. A todos nos caía por sorpresa. Y con asombro, debería añadir. Me volqué sobre ella con fascinación. Por primera vez podía hacer tareas que en otras épocas hubiera requerido la coordinación de un equipo de personas. Por primera vez podía cargar en ese pequeño artefacto la información más abundante que jamás hubiera concebido. Y, por si fuera poco, habría podido tener a la mano una biblioteca entera si así lo hubiese deseado. El librero de mi papá quedaba en el olvido, ahora tenía todo en un solo lugar y en forma portátil. Allí estaban desde los clásicos hasta las listas más actualizadas del New York Times. Allí se encontraban desde los escritores latinoamericanos y europeos hasta los orientales. Si había un paraíso, allí estaba concentrado, en esa cosa pequeña que podía sostenerse con una sola mano.
Nadie me preparó para lo que vendría después. Los estragos que la tecnología del siglo xxi me causó los comencé a percibir como irreversibles, aunque en la realidad no haya sido así. Mi capacidad de concentración y mi pensamiento profundo se fueron minando. No me atrevía a confesar en voz alta que acabar un libro completo ahora exigía autodisciplina, rigor. A pesar de la maleabilidad de mi cerebro, no dejaba de pensar en los estímulos constantes que el teléfono celular me vomitaba en todo momento, divirtiendo la concentración en la lectura y con ello mi capacidad para crear. ¿Podría decir que mi creatividad había sido afectada a partir de la entrada del nuevo siglo? Sí. ¿Y que mi capacidad como lectora se había minado? Sí. Por qué leer un libro completo, me decía, si podía leer tan sólo una parte y captar en ese ejercicio la intención, el tono y la historia que se me trataba de transmitir. Esto lo reafirmaba cuando mi cerebro ya afectado tendía a saltar de un lugar a otro sin la posibilidad de aplacarlo.
Medita, me decían mis amistades, eso devuelve la capacidad de concentración. Pero lo difícil no era hacerlo, sino adquirir esa costumbre cuando estaba tan atenta al celular. Y cuando lograba sentarme, debía abrir alguna de las aplicaciones del teléfono que prometían llevarme a los mundos más extraordinarios a través de la meditación. El propósito original quedaba anulado.
Comencé a ver con nostalgia mis épocas sin tecnología, con la certeza de que, en efecto, el tiempo pasado había sido mejor. Otros días cuestionaba mi capacidad creadora hasta el grado de provocar en mí la odiada parálisis. Estoy bloqueada, me consolaba con otros colegas que hacían eco de mi estado. Pero cuando la creatividad se asomaba con timidez y abría la posibilidad de un texto nuevo, podía ver que todo lo anterior había sido producto del miedo y que la posibilidad de almacenar afanosamente mis lecturas y de responder a ellas a través de mi trabajo continuaba allí. Deteriorada, quizá golpeada, pero no había desaparecido por completo.
Sé que muchos años han pasado y los recuerdos de ese rincón con su tímido librero han permanecido como un contrapeso de lo que era yo en México, abrazada por el amor de mis padres, y de lo que soy ahora en Estados Unidos, un ser bajo constante bombardeo por un aparato inmundo que representa la expresión absoluta del imperialismo —tan odiado en algunos de los libros que leía de pequeña. Sé que la añoranza por aquellas conversaciones con mi padre, su librero, sus sugerencias, y sobre todo la ausencia de todos estos elementos que me distraen con tanta facilidad, se recrudece. Pero si es cierto que yo di entrada a esto en mi vida, existe la posibilidad de modificarlo de tal forma que la tecnología sirva más como una herramienta que como un depredador del mundo creativo. Quizá esa actitud pueda devolverme el espacio para escuchar a los niños que juegan con mi nieta cuando mi hija la trae consigo a visitarme, o tal vez me dé el tiempo para reacomodar mis propios libros en las repisas de madera clara que he ido adquiriendo con los años, motivada por aquella curiosidad que me gobernaba. El futuro aún se muestra incierto. Lograr ese propósito se antoja imposible, porque la presión es constante y el hilo de pensamiento se quiebra a cada instante. Quizá hurgar en la faceta creativa ofrezca una solución viable. Habrá que apostar por ello, respetar el proceso y confiar en la respuesta.