Cortejo de mujeres románticas

María Negroni


Rosario, Argentina, 1951. Su libro más reciente es La idea natural (Acantilado, 2024).

Heidelberg, cuna de filósofos y sabios, es una de las ciudades más hermosas de Alemania, una reliquia que hace soñar con sueños. 

Allí, a principios del siglo XIX, los poetas Clemens Brentano y Achim von Arnim encendieron uno de los focos más tenaces de la subversión romántica. Junto a ellos, dos mujeres, Caroline de Günderrode y Bettina Brentano tienen el privilegio de haber ensanchado un cortejo desquiciado.

No hace falta ser muy perspicaz. Las mujeres no fueron muy afortunadas en los negocios del Sturm und Drang [«Tormenta e ímpetu»]. De Caroline de Günderrode se cuenta que, siendo todavía muy joven, tuvo la mala idea de enamorarse de un profesor de levita negra: un teórico literario, diríamos hoy. Dicen que se disfrazaba de hombre para asistir a sus clases universitarias, que tenía con él citas clandestinas en posadas transitorias que la dejaban ávida de más. Al parecer, su amante estaba casado con una mujer mucho más rica que él y nunca pensó en renunciar a ese confort por una pasión malsana. Caroline se desahogaba escribiendo poemas visionarios y, a veces, en largas confidencias con Clemens Brentano, mientras él la admiraba un poco.  

Uno de sus versos dice así: «Para un corazón herido, dulce es la muerte, dulce la tumba». Murió exactamente a los veintiséis años, clavándose un puñal a orillas del Rin, a la altura de Winkel. 

Achim von Arnim, que después fue marido de Bettina Brentano, grabó en su lápida un verso memorable, cuyos ecos han llegado hasta la poesía argentina a través de Alejandra Pizarnik: «La alucinada del viento / huye de sí misma / pobre cantora». 

En Alemania y en esa época, este tipo de desenlaces no eran algo tan excepcional. Tanto en el primer Romanticismo como en el segundo, historias semejantes se reproducen con leves variantes. La ecuación es simple: las jóvenes son siempre audaces, siempre silenciosas en sus méritos, y acaban inmoladas. A veces, incluso, pagan con el suicidio una locura que alimentó la creación ajena, recuperan con la muerte un simulacro de vida, se vuelven en la desaparición un canto mudo y persistente, una cifra que tiene cosas que decir. 

Baste mencionar algunos casos: Marianne von Willemer, de cuyo poema «Hatem» tomó el excelso Goethe varias cosas «prestadas» para su «Diwan»; Sophie von Kühn, la novia de  Novalis que murió a los quince años pero fue «inmortalizada» en Mathilde o acaso en la flor azul del Heinrich von Ofterdingen; Caroline Böhmer Forster, ese «ser sagrado habitado por la furia» que fue primero amante de August Wilhelm Schlegel y luego de Schelling, inspirando a ambos; Dorothea Veit, la Lucinda de Friedrich Schlegel, que abandonó marido e hijos para unirse al poeta y morir poco después; Susette Gontard, la Diotima de Hölderlin, cuya muerte precoz fue irreparable, ante todo para sí misma; las tres agraciadas de Clemens Brentano: Sophie Mereau (primera esposa), Rahel Varnhagen (amante) y Auguste Bussmann (segunda esposa), esta última se suicidó en el río Main; Henriette Vogel, «la novia en la muerte» de Heinrich von Kleist (que disparó su pistola contra ella y luego contra sí mismo a orillas del lago Wannsee) y por fin, Bettina Brentano, el caso más patético de todos, ese espíritu movedizo y lleno de luz que, salvo por un texto que registra sus inquietudes sociales (Este libro pertenece al Rey, 1843) y un pequeño breviario hermético (Diálogos con demonios, 1852), dedicó su inteligencia y su vida a idolatrar a Goethe, a visitarlo y elogiarlo sin pausa, a tomar notas sobre su vida y obra (que este luego utilizó para escribir su Autobiografía) y a desdibujarse en un texto elocuentemente titulado Briefwechsel Goethes mit einem Kind (Conversaciones de Goethe con una niña, 1835).

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