Categoría Luvinaria/Cuento breve
Coq au vin
Javier Galván Alba
Maestría en Literaturas Comparadas, CUCSH
Cuando cumplí los catorce años, mi mamá me organizó una fiesta familiar. Mis padres nunca me habían permitido invitar a la casa a ningún compañero de la escuela, me lo advertían casi a diario, que no les gustaría tener que correr a quien fuera, allí mismo en la puerta de la casa. Pero en esta fiesta tuve la oportunidad de invitar a uno, “sólo a uno de tus compañeros”, me remarcaba mi madre con un tono amenazador. No llevé a nadie, lo que en vez de extrañarle la reconfortó. ¿Podría usted explicarme esto? Por obvias razones, nadie se me acercaba en clases. “Por cierto, no abandones a tu prima Águeda durante la comida.” Desde entonces, escuchar el nombre de mi prima me afligía.
Los invitados llegaban y yo me aferraba a mi habitación. Bajé con cierta seriedad, que mi padre notó con su mano sobre mi cuello; intentó ablandarme con una sonrisa y una caja con un regalo frente a mi lugar en la mesa. Se adelantó ordenando el aperitivo que me ofrecieron nada más sentarme. Dijo “¡Salud!” y estimuló a todos mis familiares a beber en el comedor. Sentí que la consternación de días se desvanecía cuando la mesa se llenó y el lugar de mi prima Águeda permaneció vació. Durante la comida, papá platicó la mayor parte del tiempo con mi padrino, se enorgullecía de mi disciplina para los estudios, me miraba apenas porque sus ojos se interesaban más en buscar la aceptación de los hombres. Su mano se anclaba de vez en vez a mi hombro derecho para disimular la dirección de los elogios Al terminar la comida, saqué de la caja un diario que por tradición me entregaban en mi cumpleaños, envuelto en un papel color vino, salpicado por la emoción de la plática. Su peso no era liviano, llegué a suponer que era algo distinto, y mi desconcierto posó el libro sobre el mantel de recamado. Era pesado porque papá lo mandó hacer en la imprenta que expedía su papelería. El señor Callois le sugirió que un encuadernado de fábrica le restaría importancia al regalo, él mismo se ofreció a hacerlo “a la antigua usanza, de follaje grueso, un buen calibre que absorba las tintas a profundidad, de pasta dura y forro de cuero con algún motivo ornamental”.
Tiré con agresividad la envoltura y revelé el hermoso lomo trabajado en talabartería, una estampa detallada de la anatomía del cuerpo humano. Papá recordó el asombro con el que estudié las imágenes precisas para cortes e incisiones durante días. Me acogí a su librero repleto de tomos sobre anatomía y autopsias. Los bocetos me enseñaban que estábamos atiborrados de un sistema elaborado que desconocemos. La encriptación de la lectura especializada me abrumaba. Justo al borde del librero, aferrándose a su esquina, se ocultaba un volumen europeo de rescate pictórico de los estudios anatómicos de Leonardo Da Vinci. En mi disminuida comprensión supuse que los cuerpos en sus estudios me decían que me acercaba a algo descomunal que los académicos confunden con ciencia.
La mayor parte de lo que escribía eran fantasías escolares, porque no había nada interesante en levantarse todas las mañanas para acudir al colegio, volver al silencio de mi cuarto, al estudio de papá, deambular por las demás habitaciones y los jardines, apreciando la extensión de cada muro que me separaba del exterior. Los primeros años del colegio también a mis compañeros les mentía hasta donde podía: “Papá me llevó el fin de semana al cine a ver El increíble Hombre Menguante”; dudaban, me cuestionaban sobre la trama sólo para humillarme: “Una nube radiactiva lo baña de una sustancia brillante. Poco a poco se va haciendo pequeño, termina viviendo en una casa de muñecas hasta que un gato se lo quiere devorar; empequeñece más y más, tanto, que lucha con una araña como si ésta fuese un elefante”. Mi historia los convencía porque en realidad de eso trataba la película, de eso trataba el cine norteamericano de los años cincuenta, de destruir la naturaleza del hombre. La ciencia ficción y las técnicas monocromáticas de los efectos especiales nos permitían imaginar, esa acartonada portada de ciencia hacía verosímiles los miedos de mi generación, todos los mitos se desarrollaban en un laboratorio, con una sustancia química que mutaba la cadena del ácido desoxirribonucleico, las intervenciones divinas se volcaban en encuentros del tercer tipo, consecuencia de los estudios de genética y física nuclear. A mis compañeros les aterrorizaba la idea de disminuir hasta el átomo; a mí en realidad me encantaba ese estado gulliveresco, para introducirme en las vísceras, para ser devorado y pasearme en los adentros de un ser vivo, para entender cómo Dios lograba que una gota de agua encendiera la vida en una semilla. ¿Usted sabe cuál es el botón que se activa al interior de ese óvulo o esperma?
Mentía porque mi papá no era ese personaje que me llevaba al cine o a las alamedas, ni a los viajes a la entonces Acapulco hollywoodense de Johnny Weissmüller, el Tarzán de las sirenas. En cambio las muchachas de la limpieza siempre me sacaban de casa, mamá les daba el dinero suficiente cada dos fines de semana para llevarme a una función y quedarse con el cambio como propina, por supuesto ellas nunca se lo discutían. Entre el paseo se daban sus escapadas para ver a “un amigo, un primo, un conocido, mi hermano”, que les hablaba como Pedro Infante, que les musitaba como Jorge Negrete y terminaba por embarazarlas. No puedo asegurarle que durante la infancia me convertí en un mitómano, porque a veces siento que toda mi vida lo he sido. ¿Tiene un nombre clínico para esto?
Todos los diarios me los expropiaba mi papá cumplido el año. Juraba jamás leerlos y que los guardaría bajo llave en una gaveta alargada y profunda en el estudio, que se encontraba en la parte superior de un librero que servía de orfanato para los volúmenes sueltos de enciclopedias de distintas ediciones. Papá era devoto de las cerraduras y por consecuencia llevaba consigo siempre un rosario de llaves, de los muchos lugares de casa que nos eran restringidos; la puerta de la cocina que daba al jardín trasero esperaba las manos de mi padre, el momento en que él introdujera la llave hecha a molde de su cavidad; el cuarto de visitas se cubría de mantas y el primero y último en abrir sus puertas era él, aunque ninguna puerta como la de la gaveta, porque todos desconocíamos su interior. Hasta el día en que su descuido me reveló su Wunderkammer.
El diario se volvió apasionante, porque prefería dialogar con sus páginas en blanco antes que atender el llamado de mamá a la cena, había momentos en que prefería empapar con levedad mis calzones de orina porque el asiento a la escritura me demandaba no perder el hilo de mis ideas. Como le decía, ese sexto diario me lo dieron cumplido los catorce, papá prendió un cigarro y convidó a los hombres de la mesa mientras las sirvientas retiraban las sobras y acercaban los regalos de mis tíos y mis abuelos. Se levantó y fue suficiente ese ademán para que todos atendieran. Me estrechaba de más entre sus brazos, mientras mi prima Águeda me miraba con desdén al extremo de la mesa. Hacerla presente sembró culpa en mi entrepierna, su mirada exigía un tiempo a solas para fastidiarme. Mi prima era algunos años mayor que yo, su carácter se empeñaba en detestar la sobreprotección de mis padres. En parte le debo mi conmiseración a la educación que las monjas del colegio y mi madre me inculcaban. Seguía con precavida dedicación sus protocolos, genuflexiones al Angelus sin importar en dónde te toma el llamado, jaculatorias y penitencias cuando el pecado se presentaba.
El comedor se llenaba de elogios a los presentes de los invitados, pero yo quería retirarme a contarle al diario la historia de su nacimiento, por qué en el lomo tenía la espina vertebral de un homo sapiens, por qué el busto en su portada estaba abierto al centro de su pecho, con los órganos expuestos, con lo que mis ojos decían era un sagrado corazón preciosamente grabado. Por fin el último regalo creó conversaciones entrecruzadas, el vino se servía y se terminaba a la par en las copas, ese fue el momento preciso para abandonar la mesa. Pero Águeda no dejaba en paz su asunto interno. Su mirada dibujaba mi trayecto hacia la escalera a mis espaldas, parecía suponer en mi huida una complicidad que jamás tuve con ella. Yo anduve con confianza porque en ese instante acomodaban frente a ella los cubiertos y el coq au vin que la comprometía a estar por media hora en el comedor. Aunque un rato después la hice recostada en mi recámara, celebrando según ella la discreción de mi estrategia. Traía consigo un poco más de media botella de tinto que sobró del estofado de pollo.
¿Qué encontré en la gaveta? Un museo embrionario. Una colección de fetos preservados en formol, pequeños equinos envueltos en su propio cuello de cisne, el cristal del envase me devolvía la excepcional blancura de un coágulo en forma de un diminuto pegaso que parecía esculpido en mármol. Pero un feto con tejido despigmentado me robó el aliento. Corrí a decirle al diario la hermosa composición de ese cuerpo que jamás logró componerse. Escurría la enervante fórmula del formol, sus huesos habían absorbido el vino de su alambique y respondían a la tensión de mis manos como al esqueleto cartilaginoso de las gallinas. De ese pequeño supe que una red enorme de vasos y venas se conectan en dirección al corazón, que inclusive las milimétricas carreteras que nos oxigenan las ideas llegan a ese músculo cardiaco, para comprobar que nuestra mente se rige por nuestro ritmo, el que nace en la calidez del útero.
Ese ritmo primitivo me convencía de seguir al pie los juegos de mi prima Águeda, sin que mis jaculatorias y mis rezos pudieran hacer algo en contra de su pecho; yo buscaba en él la sincronía de sus latidos, pero nuestro pulso siempre se movía en compases personales, a veces más rápido, a veces más lento, su velocidad me superaba cuando con mi mano rozaba con lentitud los corpúsculos rosados que adornaban sus senos. Desde su boca alcoholizada susurraba “Usa tus manos bien, búscame adentro”, pero yo me doblaba en cada encuentro, mi educación cristiana me tendía al insomnio, incapaz de borrar la imagen de mis dedos explorando las cavidades de esos cuerpos. En el instante en que mi pluma marcó el punto final de la tercera página arranqué las hojas del diario. Mi prima juraba tener pruebas, de las que se valía para repetir mis servicios de anatomista. Tiempo después me hacía a la idea de estar esclavizado a sus desvaríos, su cadena se conformaba de eslabones morales, inmateriales, desistí a sus chantajes con la seguridad de que mentía. Como es reciente la discusión que tuvimos en mi recámara, supongo que por eso estamos aquí, porque de alguna manera le han llegado a sus manos esas páginas sueltas que papá no pudo leer cumplido el año del diario.