Contraensayo / Vivian Abenshushan

1. La literatura y la industria son dos ambiciones que, como bien dijo Baudelaire, se odian con un odio instintivo y, cuando se encuentran en el mismo camino, es mejor que ninguna se ponga al servicio de la otra, o de lo contrario se produce todo tipo de abominaciones. Nadie duda a estas alturas quién se ha puesto al servicio de quién. Y no sólo en la literatura. Artistas que practican una coreografía social cada vez más ajena a las preocupaciones de su arte; laboriosos negros literarios (o afroamericanos literarios) que maquilan por la noche los folletones que otros firmarán por la mañana; filósofos de cubículo que profesan a pie de página una filosofía que nunca practican; editores que no son editores sino gerentes de marketing sin audacia ni cultura. Ésa es la situación confusa en la que estamos desde que el mercado se convirtió en el único horizonte, infranqueable, de nuestra época.

 

2. ¿Y qué vamos a hacer con el mercado? ¿Nos lo vamos a tragar de a poco hasta la indigestión? Imaginemos que la era de la cultura escalafonaria ha llegado para quedarse, que la domesticación es general, que el imperio de lo mismo ha conquistado una prolongada, sórdida e impenetrable recesión estética y vital. Imaginemos que los filósofos se han convertido ya para siempre en burócratas del pensamiento, los escritores en jóvenes promesas adocenadas y correctas, las revistas en réplicas de sí mismas, siempre hablando de los mismos temas, con el mismo estilo, los mismos gestos, el mismo colaborador desfondándose en el maratón de las publicaciones al vapor, las mismas secciones, las mismas formas ensayísticas, los mismos gustos, los mismos homenajes y la misma jerarquía de lo que importa y lo que es insignificante. Imaginemos que nadie se siente incómodo en medio de este paisaje de convenciones monótonas, sin asperezas ideológicas ni sobresaltos del lenguaje. Éste sería el momento de lanzar una bomba.

3. La confusión que ha promovido el mercado en el arte y la literatura ha terminado por depreciar, también, al ensayo. Se repite esta falacia: «El ensayo es el género más comercial»; la he leído en el blog del ensayista mexicano Carlos Oliva; la leo ahora en el «¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)» de Heriberto Yépez, un escritor de mi generación al que sigo desde hace años con interés creciente (y a veces discrepante). El primero atiza contra el ensayo por no tratarse siquiera de un género (es decir, por no ceder un ápice de su indefinición radical, de su plasticidad, ante los tentáculos de la clasificación), y ser «apenas un borrador, una forma de la escritura desordenada o en crisis». (Pecado fundamental del ensayo: ser un género insubordinado, es decir, asistemático y contrario a las formas cerradas —autoritarias— que buscan constreñir en una armonía trucada la prosa inconexa del mundo). El ensayo, banal y pasajero, dice Oliva, «no puede reflejar mitologías, ni siquiera crear imagologías de larga duración». Por el contrario, el ensayo produce objetos de consumo: «De forma abyecta y rápida, pone al autor y al lector en un circuito de consumo, donde la escritura, en este caso la escritura como ensayo, se vuelve una mercancía y, como lo vemos en la mayoría de publicaciones donde se aloja este pseudogénero, crea un fetiche social». Pero, ¿de qué ensayos habla Oliva? De los mismos que Heriberto Yépez: los papeles hinchados de la prensa, los maquinazos de las revistas culturales, los papers de Yale, las tesis enmohecidas de la uam, los desechos del escritorio, los artículos coyunturales, la roña reseñil, la verborragia de los congresos, los índices de las revistas certificadas, los discursos pagados, los análisis de esos discursos pagados, las disquisiciones deportivas, las memorias políticas, los consejos de jardinería… He aquí el totum revolutum que ellos alegan: «En esta esfera de circulación fetichista y mercantil —insiste Oliva—, no hay diferencias sustanciales entre un ensayo publicado en Caras, en la revista de vuelo de Aeroméxico, en la revista de la unam o, incluso, en revistas
de culto, pienso por ejemplo en Granta
o en Sur». ¡El ensayo le gusta a la farándula! Definitivamente, remata Yépez, el ensayo «es un género popular, un género en auge. Y como todos sabemos, lo que está en auge es lo peor, lo más denigrante».

 

4. Decir que el ensayo es el género más comercial es una falacia que sólo ayuda a perpetuar la gran confusión, del mismo modo que llamar filosofía a las prácticas esotéricas de Conny Méndez sólo auxilia al gerente de ventas a lucrar mejor con la desesperación de la gente, alejándola cada vez más de cualquier práctica filosófica verdadera. Dicho de otro modo: nunca la redactriz de Notitas musicales ha llamado ensayo a sus efusiones chismográficas a la hora de cobrar su cheque; en las redacciones, a los artículos se les llama artículos y a quienes los escriben articulistas; en los pasillos de las revistas culturales, los ensayos son mejor conocidos como colaboraciones, y recuerdo que a los maestros de filología hispánica en lugar de ensayos les entregábamos odiosos trabajos para aprobar la materia. Oliva y Yépez confunden la escritura con el yugo laboral, y no es extraño que en México haya cada vez menos ensayistas genuinos y más profesionales sometidos a su empleador. Written essay jobs. En internet las páginas proliferan: «¡Sigue estos diez pasos para hacer un buen trabajo!». Prosa mecanizada, prosa de maquila, productos verbales de la era postindustrial. Nada que indique la presencia auténtica de un ensayo, es decir, de una escritura asociada al pensamiento autónomo y la práctica de un lenguaje sin servidumbres.

 

5. No es que el ensayo se haya democratizado, masificado o envilecido; es simplemente que el ensayo se esfumó. Eso que mis amigos ven por todas partes, esa blablatura contingente y a destajo, esos papeles destinados a la basura del próximo día, son las formas en que hoy se evita, cada vez con mayor eficacia, al ensayo. Bajo el dogma contemporáneo To publish or perish, salido del sistema académico y adoptado de inmediato por la voracidad editorial, el ensayo ha languidecido por la extenuación y el manoseo, vaciándose cada vez más, hasta que deforme y atrofiado (vuelto una criatura inofensiva) lo han invitado a pasearse por todos los congresos del mundo en primera clase. En «A Resurgence of Essay», Phillip Lopate advierte sobre una de las mayores fintas de la inflación ensayística: hacer pasar por ensayos a toda esa laboriosa mecanografía por encargo —un producto de la era liberal— que hoy infesta las librerías. Al menos en eso el pragmatismo gringo es claro: lo que Oliva y Yépez insisten en llamar ensayo, por la fuerza de la costumbre o por espíritu de provocación, en el mundo de las grandes editoriales estadounidenses pertenece a la categoría desengrasada, estándar y, si se quiere, absurda de la prosa sin ficción (non fiction prose), en la que proliferan los temas del momento. Los gerentes de ventas no se hacen bolas; ellos saben que si sólo publicaran ensayos, su industria estaría muerta hace tiempo.

 

6. La diferencia entre el productor de artículos y el ensayista es radical; es una diferencia estética, ética y, si se quiere, hasta espiritual. El primero aspira a renunciar a sí mismo; el segundo, en cambio, cree en la posibilidad, practicada por Montaigne, de convertirse finalmente en sí mismo. Uno se denigra en cuanto renuncia a sus propias ideas; el otro se engrandece por el simple hecho de asumir el riesgo de su formación interior. Ambición socrática del ensayo (tantas veces olvidada): conocerse a sí mismo. No se trata de una magnificación del yo neurótico, sino de una excursión peligrosa hacia los dilemas más personales, un viaje que no excluye la posibilidad de una transformación. ¡Qué peligro un hombre nuevo! Nada de eso es posible en el horizonte de los artículos de consumo masivo, situados estratégicamente en los lobbies de los hoteles, las mesitas de centro y los portales de café: botana para aliviar el aburrimiento de las horas muertas.

 

7. El olvido de sí: he aquí el dogma de nuestro tiempo. Ninguna cosa que avive nuestra conciencia sobre las miserias del mundo tal como está, ya no digamos sobre nuestras propias inercias. La no ficción y sus temas de actualidad son un formato útil para reproducir el sistema que hoy se resquebraja para volverse a edificar. Ideas recicladas, de fácil consumo, escritas en un estilo neutro y legible, fáciles de citar. Toda esa abyección que Oliva critica sin concesiones. Sin embargo, al hacerlo, actúa como esos francotiradores que a pesar de su sofisticación, o quizá precisamente debido a ella, equivocan el blanco y en su lugar terminan por derribar a los civiles. Ya hemos visto cómo el ensayo ha sido oficialmente condenado a desaparecer bajo la tiranía de la información, la polémica y el entretenimiento, las tres formas predilectas de la falsa democracia de la cultura de masas. ¿Para qué fustigarlo más? El mercado y la academia, las tecnocracias del conocimiento, lo han puesto desde hace tiempo de rodillas. Es a esas instancias a las que hay que prenderles fuego. ¿Cómo? ¡Con las armas corrosivas del ensayo!

 

8. Pienso en algunas vías de salida. En primer lugar, hay que desescolarizar al ensayo, sacarlo al aire libre, como hacía Montaigne, que amaba pensar a caballo. Al entrar al claustro, el ensayo sufrió su primera domesticación. En lugar de la escritura nómada y libre, se fijó el texto formateado (intro-development-exit); en lugar de la digresión (ese paseo anarquizante castigado por los sinodales), la estructura; en lugar de la brevedad, el fárrago teórico; en lugar de la imaginación, la objetividad y la racionalidad desapasionada; en lugar de las propiedades subversivas del humor, la solemnidad y los ídolos del rigor; en lugar de la experiencia personal, el conocimiento de segunda mano; en lugar de la escritura, el lenguaje esotérico del especialista. Desde los reportes de lectura de la educación media hasta las tesis de posgrado, todo está hecho para reencaminar al vago de los géneros literarios, al ocioso y accidental, heterodoxo y subjetivo, el género experimental por definición: el ensayo.

 

9. En segundo término: no mutilar. Si te piden un ensayo para una publicación periódica no concedas un ápice en el tema, la extensión, el lenguaje, la visión ni —que me perdonen los editores— el deadline. Es una idiotez pensar en que te volverás ensayista escribiendo reseñas de libros abominables o bajo el yugo del cronómetro. Lo único cierto es que no podrás escribir si no tienes tiempo para pensar (o simplemente para perder el tiempo).

 

10. El blog podría ser una zona liberada para el ensayo, una zona apartada de toda utilidad, ajena a los intereses de la industria o la nueva escolástica y por eso abierta a la experimentación más radical. En la prosa fragmentaria que el blog propicia, el ensayista podría practicar la insumisión del lenguaje sin temor a los editores y, sobre todo, la exploración paciente y cotidiana de una idea personal, arriesgada, incómoda. El blog como la bitácora donde cada quien podría interrogar la relación de sí mismo con sí mismo, primera condición para emprender el camino de vuelta hacia los otros de manera no convencional. Sin embargo, el blog ha reproducido rápidamente y con demasiada fidelidad los vicios mediáticos: la polémica pedestre, el chisme, el insulto, la proliferación de los frankensteins del ego, el facilismo y la autopromoción. Aun así, las posibilidades de ese universo son infinitamente más vastas y diversas que las de las rutas conocidas. Además, la red parece una zona más propicia para la digresión que la página, y en su forma de saltos y links ha dotado al ensayo, a posteriori, de su ambiente natural. Ahí crecen dimensiones aún no exploradas a fondo para la escritura.

 

11. Contrario a lo que escribe Yépez en su ensayo, aunque siempre lo haga con un poco de guasa y en defensa de la provocación —ensayista guasón—, creo que el ensayo ha emigrado a la periferia, si es que alguna vez salió de ella, para sobrevivir a su extinción; ha radicalizado su carácter anfibio, inasible, movedizo, su permanente capacidad de ser otra cosa. Por ejemplo, ser crítica ficción, un género antípoda de la non-fiction prose, un híbrido inventado por Yépez mismo: ¿qué habría sucedido si Max Brod no hubiera defraudado a Kafka? La respuesta es crítica ficción, la muestra de que el ensayo también practica la imaginación de lo posible, y no sólo la argumentación plomiza. En medio de ese gran sentimiento de acabose que hoy ensombrece a la literatura, el ensayo auténtico se ha vuelto tránsfuga, evoluciona, se aproxima a otros géneros, los ayuda a salir del atorón. Como a la novela, que parecía ya muerta hasta que se confudió con el ensayo y se oxigenó (pienso en Magris, Sebald, Coetzee, Vila-Matas, quien hace poco declaró: «Mezclar a Montaigne con Kafka, ésa me parece la dirección»). Hay que releer esos cuentos de Pitol que acaban como ensayos o esos ensayos que terminan como cuentos, para alimentar al «monstruo informe» del ensayo, en lugar de engordar sólo a la razón. Hay que ver los videoensayos de Laura Kipnis para ir más allá de los confines de la página, o simplemente volver a Montaigne, que hizo del ensayo algo más que un género, un arte de vivir, lo mismo que hace hoy el explosivo Hakim Bey, aunque lo haga desde otro extremo del temperamento y la actitud política.

 

12. Contra el ensayo esclavo o espurio o conformista, he hecho la siguiente selección. Se trata de ensayistas nacidos entre 1971 y 1982 que han decidido no participar en la tontería reinante, que practican algún tipo de deslinde. No son ensayistas ocasionales, no escriben ensayos para rellenar las páginas de los suplementos, no han sido adocenados por la academia. Son ensayistas creativos, celosos de su autonomía, que viven en permanente tensión crítica con el lenguaje y con su tiempo; escritores desafiantes, dotados de ironía, ideas propias y una mirada lúcida, nunca temerosa frente a los argumentos inusuales o provocadores. Alentados por la posibilidad de estirar los límites del género (si es que tiene alguno), proponen algunas rutas distintas que discuten el futuro del ensayo. O mejor: el presente de una forma que podría ser el laboratorio de todas las formas, el lugar de un estallido. El origen de la prosa. No un género (la novela, el ensayo, esa otra cosa) sino escritura nómada, que viaja, que explora, es decir que no se ha instalado en formas sedentarias que están ya vacías, petrificadas, y que no dialogan más con este mundo. Fragmentarios, dislocados, minimalistas, paródicos, narrativos, autobiográficos, apóstatas; cercanos al aforismo o el poema en prosa, como es el caso de Guadalupe Nettel, o renuentes a la posición ancilar de la crítica, como discute desde hace tiempo Rafael Lemus. En varios casos es el humor lo que dota a estos ensayos de su mayor virulencia, la capacidad de desintegrar las ideas recibidas («el humor instala y luego destila un fermento de subversión», Michel Onfray). Es el caso de Guillermo Espinosa, Luigi Amara, Saúl Hernández (que usa el autoescarnio para desenmascarar la tiranía del gimnasio, su carácter solapado de aparato de tortura). Insisto: el ensayo es un género con una gran vis cómica desperdiciada, como ya había mostrado Salvador Novo en «Los mexicanos las prefieren gordas» y otros ensayos de En defensa de lo usado. Basta leer «Breve vindicación de Johann Sebastian Mastropiero» de Espinosa para entrever las posibilidades paródicas del género y creer que el milagro es posible: la hermenéutica puede hacernos reír. Pero el ensayo es también un género de la imaginación. Contra el prejuicio que lo condena al trato exclusivo con la razón, Amara crea en Los disidentes del universo un más allá: el horizonte del ensayo como ficción. Ese tráfico entre realismo e impostura (personajes reales que parecen fantásticos y viceversa) prosigue aquí con un ensayo conjetural sobre el improbable Kang Zheng, eunuco chino. Estas contaminaciones, estos antídotos, me entusiasman (soy una escéptica muy optimista). Pienso en «Invisible» de Verónica Gerber, una artista visual que ha emprendido un tránsito radical: pasarse, a la vista de todos, del arte a la escritura. Su ensayo es una imagen recortada que reflexiona —al lado de una intervención que hizo en el espacio artístico de El Clauselito, en el Museo de la Ciudad de México— sobre el camuflaje y la desaparición como estrategias estéticas y de supervivencia, una idea que continúa los pasos de su primer libro de ensayos, Mudanza, donde Gerber parece haber descubierto la fatalidad del lenguaje: ser apenas un hueco, un vacío, nada. Ese libro (que habla de la transformación de varios escritores en artistas visuales) parece casi una respuesta en acto a la crítica que Lemus lanza aquí mismo hacia la miopía del escritor mexicano frente al arte contemporáneo, como un síntoma más de una literatura que evita la experimentación formal, por comodidad, por sumisión al mercado o por exceso de respeto a la tradición. Sobre ese desgaste, la forma en que hemos fatigado la escritura con el peso de las convenciones, escribe Brenda Lozano; su «Decadencia de la historia», escrita en una prosa fragmentaria, donde los huecos son habitaciones para el lector, es una atrevida declaración de principios contra lo que Walser llamaba «cagatintas», una estirpe servil, pedestre y amante de la legibilidad, la estirpe de los narradores que eluden el riesgo, el silencio, los detalles, a costa de la espectacularidad. Por otro lado, Gabriela Jáuregui y Pablo Duarte se ensayan a sí mismos en el viaje o la deriva urbana, la mayor cualidad del género vagabundo imaginado por Montaigne: hacer de la interrogación personal, de la excursión peligrosa hacia uno mismo, una pregunta extensiva, donde cabe todo el mundo.

 

13. El ensayo también se autocritica. Así lo muestra Heriberto Yépez en «¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)», un ensayema con el que discrepo y al que me adhiero por partes iguales, en un movimiento pendular (esquizoide), pues al final apunta en la misma dirección de mis lecturas y rastreos más recientes, el desbordamiento del ensayo hacia zonas poco confortables o consabidas, algo distinto de la mera «travesía racionalista» o la «grandilocuencia ridícula» (dos males que nos acechan): «Habría que reventar al ensayo. Habría que buscar la forma de dinamitarlo. Hacer que estalle en él la heteroglotonería (para darle una manita de gato al célebre concepto de Bajtin)». Esa heterodoxia es practicada por Fausto Alzati en «Astrofísica del chisme», un asedio de la realidad contemporánea desde la filosofía, el psicoanálisis y el budismo, en una lectura extraordinariamente original.

 

14. Si las termitas de la reducción, esa forma en que los medios estandarizan la cultura en su nivel más bajo, han tomado al ensayo por rehén, entonces escribamos contraensayos libres, arrojados, extraños, imprevisibles. Dejar de llamar novela al folletón y ensayo a la prosa enlatada podría ser otra forma de hacer evidente nuestro descontento. Pero, ¿se trata sólo de un problema nominal, o de un desgaste más profundo? Soy ensayista, no agotaré el tema (mejor lean algunos contraensayos a continuación).

 

 

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