Juan Felipe Cobián (Guadalajara, 1979). Ha publicado en medios electrónicos y en antologías colectivas como Jergario latinoamericano ilustrado (Universidad de Guadalajara, 2016).
El poder de las palabras en el ciberespacio, como en el mundo material, teje lazos y alimenta esperanzas; también dinamita reputaciones, rasga autoestimas, familias. Todos contra el odio. Jóvenes, igualdad y no discriminación (2019), el número 3 de la serie «Utopía» del Instituto Electoral y de Participación Ciudadana de Jalisco, lanza una contundente advertencia sobre la capacidad del odio para reproducirse en redes sociales cual plaga medieval.
Se ha vuelto sencillo, cotidiano, mirar un post, leer una nota y publicar un comentario; damos clic, aprobamos con un «Me gusta» , expresamos descontento al pulsar «Me enoja» y seguimos bajando la mirada, ávidos de esas recompensas que Martha Peirano llama loops de dopamina. El blanco de nuestra opinión —a veces complaciente, a veces cáustica— puede ser un vecino, algún desaliñado cantautor o una actriz coreana: qué sencillo atracarse a golpe de pulgar con las tramposas delicias del anonimato, con la aparente impunidad de la distancia.
El libro presenta dos casos reales en los que copos de desaprobación se agruparon a la velocidad de la luz para hacer rodar una gigantesca bola de odio. El primero de ellos narra el calvario de Ana Paula, una joven que se salvó de una agresión al viajar de noche en un taxi: cómo el hecho de compartir en redes esa experiencia la colocó en el blanco de iracundas agresiones. El segundo caso detalla la forma en que Jiola, una vendedora callejera pobre y analfabeta, estuvo a punto de perder a su hija sólo porque a alguien se le ocurrió tomarle a la niña una foto, difundirla y poner en duda el parentesco entre ambas. El hilo que une estas historias tiene dos hebras: la ligereza de los ataques a las protagonistas en redes sociales y la rapidez con que la furia contra las dos mujeres se propagó irreflexivamente de muro en muro, un tuit tras otro.
Vanesa Robles relata ambas historias con frescura coloquial y rigor periodístico. Yazz Casillas enriquece la narración con ilustraciones elocuentes, de notable trazo. La periodista y el artista gráfico nos llevan de la mano para mostrar hasta qué punto los comentarios malintencionados en redes sociales, lejos de pasar inadvertidos o sumarse a la pila del anecdotario virtual, atizan la hoguera del odio mientras evidencian lo peor de nuestras prácticas sociales: el machismo, el clasismo, el linchamiento moral. Se rematan los dos apartados narrativos con numeralias que clarifican aun más la urgencia de atender la violencia de género y la discriminación racial.
«En las redes sociales, a veces compartir es matar» , afirma Robles. Después de leer el libro no queda rastro de duda: los disparos de crueldad en plataformas como Facebook y Twitter no se esparcen inocentemente como confeti en la aldea global, sino que pueden transformarse en verdaderas tragedias con cara, nombre y apellido.
Estas ochenta páginas ofrecen la oportunidad de concientizar, en especial a los jóvenes, sobre la manera en que un solo comentario agresivo e irresponsable puede, en cuestión de días, proyectarse en la pantalla de miles de celulares, echar leña al fuego del odio y volver un infierno la vida de personas reales. La autora da pistas sobre qué hacer, cómo hacerlo y por qué es importante —por el bien de todos— cortarle el oxígeno al discurso de odio cibernético; para conseguir ese propósito se apoya en estadísticas y ligas en código QR a sitios de interés. Por tanto, se trata de una obra idónea para emprender la tarea de avivar la llama de la empatía y la responsabilidad comunicativa entre la población jalisciense