Contra el gimnasio / Saúl Hernández

Repartía mi tiempo entre la lectura, la escritura, el estrés y la gastritis. También en el gimnasio: poco más de una hora, cinco días a la semana: 45 minutos de ejercicios cardiovasculares + 5 rutinas en el área de pesas.

El gimnasio, un rectángulo pequeño de techos bajos y paredes tapiadas por espejos. Entrando, a la izquierda, los aparatos cardiovasculares: caminadoras al fondo, luego bicicletas, escaladoras y un par de elípticas. Más adelante, en el centro, los aparatos para trabajar piernas y nalgas y, en el extremo opuesto, aquéllos para trabajar brazos, espalda y pecho.

No faltaba un solo día. Era constante, puntual, un cordero obediente: pagaba antes del primero de cada mes, llevaba toalla, me bañaba diario y usaba desodorante. Quizá mi mayor falta era que sudaba de manera obscena. Apenas comenzaba el ejercicio, el sudor empezaba, sin ningún retraso, a extenderse y apropiarse del territorio seco e impoluto de mi playera blanca. Olvidar la toalla era un crimen imperdonable.

Mis meditaciones con respecto al sudor, a mi sudor, no eran vastas y complejas meditaciones filosóficas, sino llanas y mundanas. No pensaba en cómo algunas clases sociales han emprendido largas aventuras para contener u ocultar aquellos ríos salados que corren debajo de nuestra piel, sino que intentaba ratificar que el río subcutáneo que me recorre desde niño se abastece de un pozo muy profundo, ubicado en parcelas familiares. Es decir, intentaba ratificar que mi manera de sudar era parte de la herencia en vida de mis padres.

No faltaba un solo día, pero detestaba el gimnasio. Detestaba no las proporciones del espacio, ni la manera en que había sido habitado por esa manada de bestias de hierro, sino el disco de reguetón que sonaba y se repetía ya al punto del cinismo. Detestaba que, frente a los espejos, mis masas y proporciones fueran descubiertas, señaladas. Exageradas, incluso.

En más de una ocasión me sorprendí siguiendo, involuntariamente, las canciones del disco de reguetón que tanto gustaba a uno de los instructores. El reguetón poco a poco comenzaba a dominar la voluntad de mis movimientos. A colarse por sus resquicios.

Los aparatos, todos ellos, me parecían instrumentos ortopédicos: tablillas para corregir ramas torcidas. La diferencia entre el gimnasio y la cárcel, pensaba, no es tan amplia: ambos espacios están poblados por disidentes de algo. Quizás pensaba aquello porque el gimnasio me hacía recordar el pie de una de las ilustraciones de Vigilar y castigar, de Michel Foucault: «La ortopedia o el arte de prevenir y de corregir en los niños las deformidades corporales». Así, el gimnasio estaba ahí para vigilar y castigar que todo se mantuviera en su sitio. Todo dentro de aquellos cánones y estándares bien reglamentados.

Detestaba que el gimnasio no fuera fiel a sus metas, o que éstas fueran tan vagas y evanescentes como el vaho de quienes pasan horas frente a los espejos.

Los instructores, uno flaco y el otro gordo. Ninguno atlético. Ninguno disciplinado. Ninguno a seguir para redoblar las filas.

Mientras caminaba o andaba en bicicleta solía convertirme en un vagabundo, extraviarme en las tareas pendientes, los artículos a medias, los honorarios no cubiertos; en la renta, en mi soledad y mis eternos propósitos de Año Nuevo: dominar el estrés, encontrar una pareja e ingresar al top ten editorial de escritores noveles. Y cuando no vagaba, contemplaba las nalgas que subían y bajaban en las escaladoras. Pensaba que no era gratuito que las escaladoras se encontraran frente a las caminadoras, pues éstas, las escaladoras, eran una especie de calmante que aliviaba las molestias causadas por el tedio del ejercicio.

Probablemente habrá quien me señale por usar la expresión top ten editorial, y dirá que no existe tal en las letras. Sin embargo, el espectáculo en que editores y escritores habían convertido la literatura me permitía utilizar ese anglicismo popular y artero.

Si bien deseaba ingresar al top tep editorialde escritores noveles, temía a la crítica. Temía que alguien más se detuviera en mis textos. Temía las lecturas superficiales por superficiales, y las profundas porque en éstas se descubrirían mis oquedades como narrador y ensayista. Temía que algún crítico se detuviera en mis textos y escribiera debajo de ellos: finales cursis, predecibles, al filo del bostezo, manido, lugares comunes, esto no es un ensayo ni mucho menos un cuento.

Me preocupaba pensar que mi biografía estaba lejos, por mucho, de aquellas románticas y famosas. A diferencia de Reinaldo Arenas, por ejemplo, no he
sido perseguido por el Estado, no he publicado en el extranjero, tampoco he merecido algún premio, ni he hecho que cuartillas y cuartillas de cuentos viajen en el recto de alguno de mis compañeros. Definitivamente no soy un Basquiat de las letras, y no creo morir de una sobredosis. O quizá sí, de glucosa y carbohidratos, pero mejor dicho, de gula.

Algunas cosas me gustaban del gimnasio: que la botella de agua, la de litro y medio, costara un peso menos que en la tienda de la esquina, y que el gimnasio no gozara del prestigio social del que presumía la yoga. Admiraba también la metafísica de la escaladora: piso cien, sin haberme movido de la planta baja.

Otra de mis rutas de paseo, mientras caminaba o andaba en bicicleta: observar a las parejas resueltas y, aún más, las que se gestaban en el gimnasio. Éste, pensaba, pretendía travestir al animal que nos habita. No matarlo, sólo convertirlo en una bestia mansa, dócil, doméstica. Sin embargo, mientras unos cortejaban a las otras, el animal saltaba la cerca, se escapaba de las normas del buen cordero, y demostraba, sin vacilaciones, que el animal se ocultaba, se oculta, más hondo, lejos de las reglas de diseño y sus fuetes sanitarios, nutricionales y ortopédicos.

El ajuar, llegué a pensar, era una especie de uniforme, un signo de la etapa en la que se encontraba el diseño de nuestros cuerpos. Los que aún no podíamos controlar las carnes, la gravedad y los apetitos, utilizábamos pants holgados, playeras holgadas. Los que se encontraban en etapas más avanzadas, ropa más ajustada y más variada. Casi siempre se trataba de fundas unidas a la piel; segundas pieles que eran síntoma de que estaban sometidos a un proceso de diseño avanzado, artesanal y, orgullosamente, mexicano.

Yo, por supuesto, nunca pasé de la etapa holgada. Nunca pude controlar mi yo famélico y sudoroso. El sudor me agobiaba, pues, a fuerza de tanto secarme, de tanto rozar mi rostro y cuello con la tela suave (en apariencia, sólo en apariencia) de la toalla, terminaba con la cara escaldada. Ro(z)sada. Como aquella zona de la entrepierna colindante con mis huevos.

 

Dejé el gimnasio cuando me percaté de que se trataba de una relación enfermiza. Amor/odio. Amor, al fin y al cabo. Era, mi relación con el Gimnasio, una relación vertical, basada en la dominación de uno hacia el otro. Cuando me encontraba a punto de dejarlo, el instructor decía: Te ves bien; has bajado… Poco a poco. Es cuestión de tiempo. Y yo, como cualquier enamorado, cedía. Pero no tardé en darme cuenta de que nuestra relación no era muy distinta a la del patrón y el obrero. El primero exige puntualidad, eficiencia, fidelidad, disfrute, e impone una lista bien nutrida de reglas compactas, juntitas todas, apretadas, sin huecos ni agujeros para vislumbrar una vida distinta, alejada de ese martirio. Una vida en la que unos taquitos no significaran infidelidad y una tlayuda adulterio. El obrero no exige, obedece.

«El matrimonio», decía mi maestro de Economía, y no pregunten por qué cursaba la asignatura de Economía en la escuela de Periodismo, «es un monopolio que ofrece malos servicios».

 

 

Después de una separación forzada, sin acuerdos, entendí que no podía seguir con el Gimnasio, pues mientras mi cuerpo era el de un autómata, guiado por impulsos tan elementales como sexuales, mi cabeza deambulaba por senderos no siempre desconocidos, pero siempre inquietantes. No soportaba lo que yo era cuando estaba en el Gimnasio, y éste no soportaba a alguien que no era capaz de hacer unos cuantos sacrificios. Quizá por eso Jung decía que el «amor es un lento y cotidiano asesinato mutuo». Y es cierto, un asesinato no significa que el amor termine, pero el nuestro, aquel romance veraniego, desenfrenado en un principio, obsesivo más tarde, y dependiente al final, terminó. El amor, como decía aquel príncipe de la canción, acaba. El amor acaba.

 

 

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