Ciudad de México, 1963. Su libro más reciente es Después, seguía la muerte (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024).
La niña Isabel era tranquila, se quedó sentada en la recepción mirando a las personas que llegaban al gimnasio. Era un día que parecía normal, aunque para la niña no era así pues estaba encargada por sus papás durante una semana con la tía Martita. Sus primas, veinteañeras, fueron al gimnasio a la Plaza de las Tres Culturas.
Después de un rato, ya aburrida, se acercó a la puerta a mirar hacia la calle.
—Escuché un helicóptero, me asomé y vi que lanzó luces de colores. Me salí y caminé siguiendo esas luces.
La niña Isabel miraba hacia el cielo esperando más bengalas. Somos seiscientas mil personas de todos los sectores de la población. México – Libertad, México – Libertad[1] coreaba la multitud de estudiantes que realizaban un mitin para protestar contra la política de represión del gobierno mexicano. De pronto comenzaron a correr en todas direcciones, ante las balas y metralletas de los granaderos disparando a diestra y siniestra para matarlos.
La niña Isabel siguió caminando, diferentes voces se mezclaban entre sus pasos apresurados; tropezaba con cadáveres, o con personas heridas. Preveíamos los cocolazos, las detenciones masivas, estábamos preparados para la cárcel… pero no previmos la muerte. Escuchó decir a un joven que se desangraba.
No entendía nada; todo le parecía una puesta en escena, un teatro callejero. La manifestación de ese 2 de octubre de 1968 provenía de muchas otras: el movimiento magisterial, el ferrocarrilero, solidaridad con Cuba, Vietnam. Peticiones concretas como liberación de presos políticos, disolución del cuerpo de granaderos. Esos mismos que perseguían para matar a los manifestantes y que comenzaron a disparar cuando el helicóptero lanzó las luces de colores que tanto atrajeron a la niña Isabel.
—La desbandada fue general, todos huían y caían en la plaza, frente a la iglesia de Santiago Tlatelolco, sobre las ruinas prehispánicas.
El periódico Excélsior publicó el 3 de octubre: «Nadie observó de dónde salieron los primeros disparos. Pero la gran mayoría de los manifestantes aseguró que los soldados, sin advertencia ni previo aviso, comenzaron a disparar. Los disparos surgían por todos lados, lo mismo de lo alto de un edificio de la Unidad Tlatelolco que de la calle donde las fuerzas militares en tanques ligeros y vehículos blindados lanzaban ráfagas de ametralladora casi ininterrumpidamente». Los demás diarios de entonces, El Universal, El Día, El Nacional, Novedades, El Sol de México, El Heraldo, La Prensa, La Afición, Ovaciones, publicaron todos notas similares en las que decían que el ejército tuvo que atacar a tiros a francotiradores y terroristas que estaban en las azoteas de los edificios. Con el objetivo de desprestigiar a México para frustrar los XIX Juegos Olímpicos, que habrían de iniciarse en diez días.
La niña Isabel seguía escuchando a su paso ya no voces sino gritos, alaridos y disparos, truenos de ametralladora como si fuera el fin del mundo.
—De repente estaba envuelta en remolinos de personas que corrían y volvían, era una masa de gente gritando.
Las unidades del Batallón Olimpia habían rodeado la Plaza y tenían cerradas todas las salidas.. Habían tomado también el edificio Chihuahua y catearon cada departamento. Algunas familias tuvieron que huir después de que asesinaran ahí a los jóvenes que intentaron esconderse.
La niña Isabel corrió hacia el gimnasio, todavía logró pasar o nadie vio que huía. El caso es que llegó. Sus primas desesperadas la aguardaban dentro, pues no las dejaron salir. La puerta estaba cerrada, como era de vidrio vieron acercarse a la niña y abrieron rapidísimo para que nadie más ingresara. Una decena de jóvenes trató de entrar tras ella, implorando ayuda, pero no los dejaron, no fuera a llegar el ejército a catear el lugar. Los dueños prohibieron que escondieran personas.
Debe saber el lector que desde aquel año a la actualidad y, en el espacio de esta narración, la niña Isabel se transformó en una mujer que reside en este u otro país y vive una circunstancia similar a esa primera vivencia de violencia y muerte.
Es también caminando que recorre calles, veredas, montañas y valles para no regresar. Y llegar al reverso del mundo. Para no saber que a su hijo lo asesinaron. Estaría por terminar su servicio militar obligatorio en algún ejército, o fue simplemente otra víctima de los conflictos bélicos en algún punto del planeta. Un ataque mortal, catastrófico. Isabel no puede estar en su casa para contestar el teléfono o para recibir una carta o para abrirle la puerta a alguien con la noticia. Incapaz de escucharlo porque ya lo sabe su piel, incapaz de leerlo porque ya lo vieron su intuición y sus ojos, incapaz de plantarse al otro lado del auricular porque sus manos ya tocaron sin tocar su cadáver.
Un grito que daba miedo, miedo por el mal absoluto que se le puede hacer a un ser humano; ese grito distorsionado que todo lo rompe, el ay de la herida definitiva, la que no podrá cicatrizar jamás, la de la muerte del hijo.
[1] Las citas en cursiva provienen del libro La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska (Era, 1971). Lo demás es el testimonio de María Isabel Castillero Manzano.