A principios de los años setenta, cuando estaba en la universidad, comencé a fantasear con hacerme novelista. El problema era que literalmente no tenía la menor idea de qué hacer para realizar mi sueño, impreciso aunque muy sentido. Es difícil imaginarlo el día de hoy, en esta era de internet, con cientos de cursos de escritura creativa disponibles, blogs y festivales de escritores y todo lo demás: qué arcano y remoto parecía ser entonces el asunto de convertirse en novelista. Parecía como tratar de unirse a un club increíblemente exclusivo. No conocía a nadie que fuera escritor o que estuviera conectado en forma alguna con la industria editorial; no tenía idea de cómo proponer un libro a una editorial, y ni siquiera del trabajo que hacía un «agente literario».
Sin embargo, me compré una máquina de escribir y empecé a escribir. Hice una novela y luego otra; escribí periodismo estudiantil, esbozos de prosa y malos poemas e incluso metí una obra en un acto a una competencia en el teatro local. Ahora me doy cuenta de que, a mi modo caótico, estaba, de hecho, haciendo lo correcto. Escribía con tanto esfuerzo como podía y realizaba mi aprendizaje, cometiendo errores y aprendiendo de ellos.
Luego, en 1976, me mudé a Oxford a hacer un doctorado y por primera vez conocí escritores «de verdad». Hablar con ellos hizo que el camino a la publicación pareciera menos enigmático, menos como ir dando palos de ciego. Me di cuenta —y esto muestra también cómo han cambiado los tiempos— de que tenía más oportunidades de ser publicado si escribía cuentos, así que empecé con toda diligencia a escribir cuentos y enviarlos. Los proponía a cualquier revista que los publicara, y en esos tiempos había bastantes: revistas literarias, revistas femeninas, incluso el segmento de La historia de la mañana de la bbc. Tuve mi buena cantidad de rechazos; sin embargo, en el siguiente par de años, lento pero seguro, comencé a ver mis cuentos publicados y transmitidos. Aparecieron en London Magazine, Company, Punch, Good Housekeeping, Mayfair y la Literary Review, entre otras. Cuando ya tenía unos nueve cuentos publicados pensé: «Un momento, aquí ya hay casi un libro», y decidí proponérselo a un editor. De hecho, envié mis cuentos reunidos a dos editores simultáneamente. Recomiendo esta treta: permite ahorrar mucho tiempo y, en el caso improbable de llegar a tener dos respuestas positivas, el problema es de los que en Hollywood se llaman «de clase alta»: la clase de problemas de los que nadie se queja.
Las editoriales que escogí fueron Jonathan Cape y Hamish Hamilton. Las dos eran muy respetadas y publicaban con frecuencia colecciones de cuentos (de nuevo: cómo han cambiado los tiempos). En el último minuto se me ocurrió agregar una posdata a las cartas en que solicitaba la publicación, para agregar que había escrito una novela sobre un personaje —un diplomático joven, borracho y obeso llamado Morgan Leafy— que aparecía en dos de los cuentos.
Algunas semanas después llegó la carta mágica de Hamish Hamilton, firmada por su mismísimo director, Christopher Sinclair-Stevenson. Decía que le gustaría publicar mi libro de cuentos. Mejor aún, decía que también quería publicar la novela que yo había escrito… pero, crucialmente, quería publicar la novela primero. Pequeño problema (pequeño problema de clase alta)… porque yo no había escrito la novela. Le dije una mentirijilla: que debía volver a mecanografiar el texto completo, y en un frenesí de dinamismo creativo escribí mi novela Un buen hombre en África en unas diez semanas. La envié. Y el resto, como suele decirse, es historia. En 1981 mi novela fue publicada y, seis meses después, lo fue también mi libro de cuentos. No tenía un agente, no conocía a nadie con influencias, nadie me presentó con ningún editor… todo lo hice yo solo. Y todavía estoy esperando una respuesta de Jonathan Cape.
Traducción del inglés de Alberto Chimal