Colapso estelar: vida literaria al pie del letrero de Hollywood / Chuck Rosenthal

—¿Y si escribieras guiones cinematográficos?—. Mi amante Gail y yo habíamos encontrado trabajo como profesores en Los Ángeles, y antes de que nos llegaran los muebles, este famoso agente de Hollywood, Geoffrey Sands, ya se había hecho de mi número telefónico.
     —Quiero terminar mi próximo libro —le dije—, y aprender a practicar surf.
     —¿Cuanto te pagaron por el libro? —preguntó Geoffrey.
     —Cinco mil dólares.
     —Podrías ganar eso en un día —repuso.
     —¿Todos los días?
     —¿Cuál es tu sueldo?
     —Cincuenta mil dólares.
     —¿Por año? —preguntó—. Ganarías eso por semana. Haz las cuentas. ¿Sabes lo difícil que es vivir en esta ciudad con menos de medio millón de dólares?
     —No voy al cine —le dije.
     —Mejor. Veo que no tienes una contestadora automática. ¿Con qué escribes?
     —¿Con una máquina de escribir?
     —Estás loco —dijo—. Eres un cavernícola. Pero el libro que escribiste es divertido.
    
    
     Una semana más tarde me mandó una contestadora automática, una computadora y el guión de una película de la que él había sido agente, un clásico: Los búfalos de Durham.
     —¿De qué se trata? —preguntó Gail.
     —De sexo y beisbol— respondí.
     —Original —dijo—. ¿Te parece que alquilemos la película?
     —No —le dije—. Leer el guión ya me costó bastante. ¿Lo quieres leer?
     —¿Me puedo saltar lo del beisbol?
     —Lo del sexo es mientras juegan beisbol —le contesté.
     Ocho días después yo tenía una cita para proponer una miniserie en la cadena hbo. Era en un set de cine. Los meses siguientes, siempre en camino a alguna reunión para proponer ideas filmables, atravesé a pie los sets de los grandes sueños de América. Barrio Chino. Batman. La guerra de las galaxias. Una Eva y dos Adanes. Estreché las manos de docenas de estrellas cuyos nombres no recuerdo. La oficina de hbo estaba en una tráiler doble en el estacionamiento de la Fox o la Paramount o la mgm o los estudios Universal o en alguna otra parte. Un muchachito de unos veinte años abrió la puerta.
     —Un gran libro —dijo. Me llevó a una habitación donde un tipo de unos cuarenta años hablaba por teléfono, sentado detrás de un escritorio desordenado.
     —Éste es Rosenthal —anunció el muchachito. El tipo mayor apenas me saludó con la mano sin levantar la cabeza, y después siguió trajinando papeles y hablando por teléfono.
     —Tony Ackers —indicó el muchachito. O un nombre parecido—. Produce de todo. No se preocupe, lo está escuchando. ¿Y cómo era eso de inyectarse heroína con aquellos tipos negros?
     —Yo no hacía eso —le dije.
     —Está en su libro.
     —Lo inventé.
     —La ficción no es invención —me dijo—. Es autobiográfica.
     —Lo de mi vecino que disparaba cañonazos desde el porche de su casa, eso sí que era verdad —aclaré.
     —Pero eso no es creíble —replicó—. ¿Ya ha visto Guía del viajero intergaláctico?
     —Leí un poco el libro —le contesté. El otro tipo seguía sin levantar la vista.
     —Mi idea es hacer algo como eso —dijo el muchachito.
     —En mi próximo libro el héroe es un recolector de basura intergaláctico —le dije.
     —Eso no me gusta —respondió—. Eso no me termina de convencer. Déjeme pensarlo y lo llamaré—. Nos estrechamos las manos. Tony ni siquiera me dijo adiós. Nunca más supe de ellos.
    
     Algo así me pasó una media docena de veces hasta que me encontré frente a una ejecutiva de la cadena Fox que me sometió al mismo procedimiento, pero sin el muchachito. Leía guiones y hablaba por teléfono mientras yo le presentaba mis ideas y ella movía la cabeza.
     —El mundo no está listo todavía para basquetbolistas homosexuales —me dijo sin levantar la vista—. Además hicimos una película de deportes el año pasado.
     —¿Acaso no se ha hecho ya todo? —le pregunté—. ¿Y no es la escritura lo que importa? —. Eso hizo que finalmente me mirara.
     —Aquí tiene una idea para una película. Déme cuatro tetas, dos culos y un tipo divertido en el medio. ¿Puede escribir eso?
     ¿Ésa era una idea? Yo no sabía si podría escribirla. ¿Por qué hubiera querido escribir eso? ¿Por qué a alguien le hubiera interesado escribirlo? ¿Y para qué? Pensándolo bien, ¿había alguien que realmente escribiera ese tipo de cosas? ¿No se podría, simplemente, agarrar cuatro tetas, dos culos y un tipo divertido, y soltarlos frente a las cámaras? ¿Habría alguien mejor que los demás para escribir una cosa así?
     —Sí —dijo Geoffrey. Había acordado encontrarnos a Gail y a mí en un bar de la Sunset.
     —La cosa es la plata. La gran literatura se vende bien. Es cuestión de insertar tu genialidad entre líneas.
     Me hizo pensar que «entre líneas» era un eufemismo de la industria cinematográfica para referirse a algún preciso lugar.
     —Como vendedor de ideas me das asco —me dijo—. Estás arruinando mi reputación —. En ese momento entró Gail.
     —¡Mi Dios! —dijo Geoffrey—. Con ella colgada del brazo podrías vender cualquier cosa.
     Entonces volví a la calle, esta vez con Gail. Y Geoffrey tenía razón. Nos fue mucho mejor. Claro, con su cerebro y mi belleza… Empezaron a llamarnos para que elaboráramos nuestras ideas. Nos sentamos frente a productores. Siempre había alguna rubia bonita o un muchachito buen mozo a quien el productor le decía cosas como «Eso suena como un papel ideal para George Clooney. Pónmelo al teléfono».
     El asistente se iba. Regresaba: «Llama a Will Smith, después intenta con Depp». Pasaron unos meses así y yo no avanzaba mucho en mi escritura ni en el surf.
    
     
    
    
     En aquel entonces nos llamó el asistente de un productor y nos preguntó nuestras fechas de nacimiento.
     —Qué dulce —le dije a Gail—. Nos va a mandar regalos de cumpleaños. ¿Has visto? Son humanos.
     Pero Geoffrey nos dijo que las fechas de nacimiento habían sido usadas para averiguar nuestros horóscopos. Resultamos ser de mal agüero y se deshicieron de nosotros.
     —¡Averiguar los horóscopos! ¡Hay que darles fechas falsas! —dijo Geoffrey.
     —Somos de aprendizaje lento —respondí.
     Al final llamó un productor de verdad, de la Paramount:
     —Quiero esa cosa de los mormones polígamos —dijo.
     —Seguro, buenísimo —le contesté.
     —Escríbalo y mándemelo.
     —¿Qué es lo que le voy a escribir?
     —Un libreto cinematográfico.
     —¿No nos va a pagar?
     —Confíe en mí —me dijo.
     Nunca confío en nadie que diga «Confíe en mí». Y al menos Geoffrey nos había recomendado que nunca escribiera nada antes de que nos pagaran. Lo llamé y le dije que ya no quería presentar mis ideas ante nadie más.
     —Todo el mundo quiere hacer lo que tú estas haciendo —me explicó—. Me presentan docenas de novelistas todos los meses y todo lo que quieren hacer es estar en Hollywood.
    
    
     Mientras tanto, mi agente literaria de Nueva York me llamó y me preguntó cómo marchaba mi próximo libro.
     —Muy mal.
     —¿Cómo anda la vida allá con las estrellas? —preguntó.
     —Soy un enano blanco— le dije.
     —Enana blanca, dirás. Eso es mejor que ser un agujero negro, ¿no?
     —Yo preferiría ser un agujero negro.
     En Los Ángeles, si le comentas a alguien que eres escritor, quiere saber qué películas has escrito o para qué programa de televisión trabajas (los programas de tv se escriben alrededor de mesas de trabajo, en grupo). Si dices que has ido a una lectura piensan que fuiste a que te lean la suerte. El suplemento de espectáculos de Los Angeles Times sale todos los días con avisos de películas a toda página y docenas de reseñas de programas de televisión y filmes, algunos reseñados más de una vez. A menudo le dedican más espacio a ver cuánto dinero recauda una película que a lo que sucede en ella. Las películas basadas en libros frecuentemente no mencionan al autor, y si por casualidad alguien alude a una circunstancia literaria, se estará refiriendo a la película, no al libro. Y generalmente aquello a lo que alude no ha sucedido en el libro. El suplemento literario de Los Angeles Times comparte una pequeña sección con otros temas en el diario del domingo, y sólo escupe un par de reseñas de libros por semana, generalmente libros sobre alguna celebridad.
     Así que se me ocurrió que le daría otra oportunidad al cine. La poesía de cowboys estaba de superonda, y Gail y una amiga suya habían escrito y publicado un trabajo literario sobre dos vaqueras que se enviaban poemas epistolares. Leí un montón de libros sobre cómo escribir guiones, encontré dos puntos argumentales en el libro de las vaqueras y escribí un libreto, una comedia romántica. Yo la encontraba divertidísima. Más cómica y más sexy que Los búfalos de Durham. Se la envié a Geoffrey. Dos meses después le llamé.
     —¿Estás loco? —me dijo —. Nadie te va a pagar veinte millones por esto.
     —¿Veinte millones? —le dije—. ¿Y qué tal veinte mil dólares?
     Me colgó. Ya estaba harto de mí. Pero una amiga nuestra, Mari, que también estaba flirteando con la industria cinematográfica, leyó mi guión.
     —Es un poco idiosincrásico, pero pienso acostarme con un productor de Hollywood en el Festival de Sundance —me dijo—. Déjame mostrárselo.
     —¿Un productor de Hollywood? —pregunté—. Yo pensaba que Sundance era independiente.
     —No seas tonto —me dijo—. ¿Piensas que lo subvencionan vendiendo pasteles en un puestecito callejero?
     Una semana después yo era finalista en Sundance. A la semana siguiente, Mari rompió con el productor. Otra semana más y mi guión fue rechazado por el Festival de Sundance. De esto hace ya algún tiempo. Desde entonces, algunas de mis novelas han sido reservadas para hacer películas, pero siempre he rehusado escribir el guión. Les digo: «Llévense el libro. Hagan lo que quieran con él. El libro es el libro». Y así es como me siento con respecto a este tema. Me explico: ¿alguna vez has visto una película de Hollywood y dicho «¡Ay, cómo me hubiera gustado haber escrito eso!»?
    
     Como vivo aquí, todavía me cruzo con guionistas y directores y productores todo el tiempo. Inevitablemente me estrechan la mano y me dicen: «Ojalá hubiera elegido hacer lo que tú hiciste».
     Y yo les respondo: «Ojalá yo tuviera el dinero que tú tienes».
     Pero no pienso que ellos hubieran podido hacer lo que yo hago, ni que yo hubiera elegido hacer lo que hacen ellos. Hollywood para mí es un mundo patas para arriba. A veces escribo cientos de páginas para encontrar una idea. Ni siquiera uso sinopsis, y menos el storyboard. Al margen de las cuestiones de profundidad y complejidad, el proceso de escribir para mí es completamente diferente al de ese mundo: es privado, contemplativo, se trata de palabras, no de imágenes fotográficas.
     Todos los artistas y escritores viven con los desafíos del mercado, no sólo aquellos que radican en Los Ángeles. Y a pesar de que la popularidad de las películas y de la televisión posiblemente refleje el hecho de que la gente no lee, al fin y al cabo las películas y la tv no son nuestras competidoras. Con quienes competimos es con García Márquez, Tolstoi, Virginia Woolf.
     Esto me lleva a una última anécdota. Hace unos años, cuando enseñaba un curso de introducción a la ficción, un estudiante mío de 19 años me dijo: «Ah, yo lo conozco. Leí uno de sus libros».
     —¿Cuál de ellos? —le pregunté.
     —El que está en Nueva York ahora.
     —¿El inédito que acabo de terminar?
     —Sí —me respondió. Me contó que antes de que un editor de Nueva York presentara una novela al comité de mercadeo de su casa editorial, la enviaba a Hollywood, donde los estudios cinematográficos contrataban lectores que recomendarían si el libro servía o no para hacer una buena película.
     Éste era su trabajo. Parado frente a mí se encontraba mi estudiante adolescente e ignorante, que había decidido si mi libro podría o no ser considerado en Nueva York.
     —¿Te gustó? —le pregunté.
     —Eeeeh… No —respondió—. No me convencía mucho.

    
     Traducción de Alicia Partnoy
 
 
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