Es justo el tipo de escritor a quien le ha ocurrido una gran desgracia: es el autor de un gran libro. Eso no se pone en tela de juicio. El hecho es que desde la aparición en 1986, publicado por Garzanti, de El Danubio (Anagrama), todo lo que ha publicado después ha sido juzgado con el rasero de esta discreta obra maestra. Imposible liberarse de ella. Parecida desventura le sucedió a Bernhard Schlink con El lector, y ejemplos sobran. Un gran libro abruma y eclipsa una bibliografía, algo generalmente injusto. Me di cuenta de ello la otra tarde, al escuchar hablar a Claudio Magris en un aula de Ciencias Políticas donde la Casa de los Escritores y de la Literatura había encontrado asilo poético con el fin de dar la amplitud que se merecía la conferencia del triestino. En el origen de su encantadora logorrea que hace vibrar las erres, que acarrea una cultura mitteleuropea como ya no se hace en un batiburrillo de referencias en varias lenguas, una invitación con motivo de la aparición de su nuevo libro Así que usted comprenderá y de la reedición en bolsillo de A ciegas, novela en la que un hombre se pierde en el laberinto de su propia memoria.
Desde luego, habló de su ciudad y de los mitos que arrastra. Rindió un acentuado homenaje a la dimensión creadora del oficio de traductor: «Hay dos categorías de libros: los que he escrito y los que hemos escrito el traductor y yo». Luego, Magris habló del viaje como una pérdida de contactos, de su fascinación por las fronteras, del sentimiento de la épica y de su búsqueda de la imposible unidad de la pareja universalidad/diversidad. Sin olvidar, por supuesto, el mito de Orfeo y Eurídice, del cual se apropió, se comprenderá luego, para darle por fin la palabra a Eurídice y presentar a un Orfeo que interviene al final no solamente para decirle que la ama sino para saber qué hay del otro lado del espejo. Son la revisitación y la reinterpretación modernas de la pasión amorosa sometida a la prueba de la muerte; un asilo la enmarca, lleno de corredores, así como de ecos de los infiernos burocráticos kafkianos y de sombras heredadas del Hades. Lo que más le gusta a Magris es examinar los mitos a la luz de la Razón y las Luces. Escogió la forma de un breve monólogo narrativo bastante teatral, atravesado de destellos autobiográficos. Especialmente una ausencia de la que se percibe el eco difuso pero real, una de esas ausencias de las cuales uno no se recupera jamás y de las que uno comprende que lo mutilaron: la de su compañera desaparecida hace once años. Se siente al desconsolado tan prisionero de esa tristeza que a uno le gustaría ayudarle; no se tiene el deseo de preguntarle: «¿Por qué escribe usted?», uno lo sabe, se adivina, y entonces uno calla. La escritura, o más bien, la palabra, reina ahí. Pero la lección que de ella extrae el autor lleva en sí el desencanto y la melancolía que se reflejan en su cara tan expresiva: del otro lado del espejo hay un espejo; y detrás del mito, un mito, es decir, lo que es propio de nuestra vida interior.
Claudio Magris habló muy bien de todo eso, antes y después de habernos hecho escuchar la música original de su texto, leyéndolo en italiano a ritmo del tren a gran velocidad, de acuerdo a su celeridad natural. Pero en el transcurso de su charla con el traductor Jacques Munier, así como en las preguntas del auditorio, todo y todos, él incluido, lo hacían volver a El Danubio. No salimos de la novela porque él no sale de ella: ¿no está acaso dedicada «a Marisa», la escritora Marisa Madieri, su compañera cuya ausencia lo atormenta? Es una lástima para el resto de la obra, particularmente Microcosmos y Conjeturas sobre un sable, ¿pero de quién es la culpa? Qué se la va a hacer: él no debió haber escrito un libro tan bello.
París, 13 de diciembre de 2008.
Traducción del francés de
Víctor Ortiz Partida