Hablan tus pasos.
Sepárate, dicen,
corta de tajo el beso
y desmiente su nombre y sus aristas.
Pon el ojo en silencio,
callado por fin, feliz de su ausencia.
Ve sin nada
a otras ciudades que no tengan su nombre
ni sus brazos.
Colócate solo y quieto
donde encuentres el sitio
que se parezca a tu cuerpo:
el que debes recobrar
libre entre la luz y el aire.
Encuentra la ciudad que no diga su voz
ni la escuche a cada paso.
Ve cayendo como va cayendo el agua.
Ya me irás diciendo palabras.
Las iré escribiendo
con la esperanza de no olvidarlas.
Estambul
El mar llega hasta la puerta.
Con qué fascinación miran su horizonte
quienes vienen de lejos;
de allá donde la tierra
no tiene otra vista que más tierra:
planicies, baldíos,
ciudades con boca de polvo,
caseríos terminando en cerros,
casas y otros cerros,
piedras retumbando en ella.
David sube colinas.
Más abajo están matando carneros.
¿O se llenó primero de palomas, el árbol?
¿O de toro, la ceiba?
La ciudad es un libro que pocos han leído.
Sin descifrarla,
repiten de memoria sus pasajes,
los mismos trayectos sobre sus líneas
e idénticas pausas donde están los puntos.
a Manuel Álvarez Bravo,
in memoriam
Pradera
Entre la luz y el agua,
entre un regreso y otro,
el mismo lugar que no se mueve.
Entre el ojo y la indiferencia del árbol,
nuestra mirada.
Hubo mar donde nunca lo veremos;
en lugares suntuosos
donde los siglos se hacen visibles.
Al voltear hacia arriba somos nosotros
quienes vemos al árbol
porque nunca nos han mirado ni la luz,
ni el agua,
ni los árboles que amamos.
Se pasa tiempo con ella:
luz sobre una repisa
formándose en el vidrio,
temblando hasta que desaparece;
luz en reposo
o en el baile de sus reflejos.
Más allá, contigo,
una ladera entre nubes bajas,
y de golpe:
la radiografía de un rayo.
Al centro de la lente
un niño escucha a los pájaros
mientras en otra imagen
se estira la luz sobre una barda.
Ninguna foto es fija.