¿Para qué demonios lanzarse con la cabeza de un lado al otro jalando aire como una imbécil? Da igual, porque mis padres me mandaron a la alberca muy a pesar de mis ruegos. Tenía un trampolín de dos pisos, altísimos, y su fosa de clavados. Al principio me envolvieron en un salvavidas y para darme una linda bienvenida me subieron a mirar el vacío desde lo alto. Allí, sin previo aviso, la asistente del maestro me dijo: ¿Lista?, y me empujó desde los tres metros. Le agarré pavor. ¿Qué clase de enseñanza es que te despeñen sin decirte agua va? A cada clase iba dando pataleos y la tercera vez me echaron sin protección y hazle como quieras. El maestro era conocido. Había cruzado el Canal de la Mancha. Lo nadó de noche, había corrientes marinas que dificultaban la travesía desde Dover, en Inglaterra, hasta Calais, en Francia. Lo peor es que le faltaba una pierna. De la rodilla para abajo usaba una de quitar y poner. Se había convertido en una leyenda y todo eso de la pierna falsa le fue labrando un carácter recio no muy afín a consentir a nadie durante el proceso de aprenderle a las aguas. Con él todo era bajo presión. Y, aparte, parecía odiar a los niños. Yo lo veía enorme, tendría entonces unos veintitrés años.
Todavía no entiendo cómo demonios, ya de mayor, me acerqué a su amistad de tal forma. Teníamos una relación de puro desencuentro y discusión inútil, pero nos queríamos.
—Te voy a llevar a los baños de Bulgaria donde se filmó Tuvalú.
—Uy, ¿en serio? ¿Cuándo nos vamos?
—Tú siempre quieres que yo decida todo.
—Pero ¡por favor! Si me lo estás proponiendo.
—Ya te lo propuse, ahora decide tú.
—Pues vámonos mañana.
—Ahora no voy, siempre me contestas de malos modos.
—Yo creo que te estás poniendo viejo. Cálmate.
—Me calmo, pero ya no te voy a llevar.
—De acuerdo, puedo ir sola.
—¿Ves cómo eres altanera?
Salimos el viernes 21 de junio, el solsticio de verano parecía tocarse desde la ventanilla, con una luz que nunca he vuelto a ver. Allí, entre nubes, me puse a pensar en cómo da vueltas todo.
Iba trepada en un avión con un hombre quince años mayor que yo. Malhumorado desde que lo conocí en la infancia. Su pierna falsa era una lata, siempre fue peleonero y, sin embargo, una y otra vez me abría las puertas a un conocimiento distinto. Me acordé de cuánto odiaba ir a sus clases de natación. En ese momento se me vinieron encima unas líneas que me dijo la poeta Olga Orozco en una entrevista no muy lejana al día de su muerte: «Creo que en nuestras vidas el azar es permanente y que el destino se nos abre en forma de abanico porque vale tanto en la vida lo que uno hizo como lo que dejó de hacer».