En1889, al tiempo en que nacía el cine, el matemático francés Henri Poincaré se encontró con un dilema sin precedente: después de meses de tratar de resolver el problema de determinar las trayectorias de tres cuerpos que giran bajo su mutua atracción gravitacional, descubrió que no era capaz de encontrar la solución. Esto contradecía la certeza determinista de la mecánica newtoniana, la cual aseguraba que ese tipo de problemas podían resolverse por métodos algebraicos o geométricos. La realidad era que un problema relativamente simple para calcular la interacción de los campos gravitacionales entre dos cuerpos adquiría proporciones monstruosas si se introducía un cuerpo más, y si el número de cuerpos aumentaba, su resolución se volvía extraordinariamente difícil, si no imposible, con los recursos de la época. Así Poincaré, uno de los matemáticos más grandes de todos los tiempos, se asomó por primera vez a la profundidad del caos matemático.
Decepcionado, abandonó el problema, y por nueve décadas nadie pareció interesarse en él o tener nuevas ideas de cómo abordarlo. Mientras tanto, el cine comenzó a correr como un corcel desbocado por las improvisadas pantallas que, como si se tratara de una epidemia, aparecían en todos los rincones del planeta. Las imágenes de luz mostraban lo inmostrable y a veces inimaginable, contaban historias que antes hubiera sido imposible contar y creaban universos fantasmas inexplicables, que parecían a nuestro alcance. El cinematógrafo demostró tener un poder de seducción inédito por su capacidad de influenciar a la cultura con su realismo, su fantasía y su energía impredecible. El cine vino a crear una dualidad en la vida de los hombres y mujeres del mundo, quienes podían vivir en la esquizofrenia de caminar el mundo real y al mismo tiempo flotar en sueños de nitrato de plata y celuloide. La ilusión de un universo que funcionaba como mecanismo de relojería quedó fracturada tanto por la certeza de que el caos era un fenómeno que no podía ser ignorado, como por todas las historias fílmicas que contradecían la linealidad y el determinismo de la historia.
La documentación de la fisiología humana que queda plasmada en obras como aquel registro de cinco segundos de El estornudo, de Fred Ott (1894), y en la controvertida El beso de Rice-Irwin (1890), ambas hechas para el kinetoscopio de Edison, establecía un contraste vibrante con la fulminante magia y la infecciosa inventiva de El viaje a la Luna (1902) y El viaje de Gulliver a Lilliput y a la Tierra de los Gigantes (1902), de Georges Méliès. La oposición entre la aparente frialdad maquinal del registro fotográfico —que es contundente en esa forma del folclor fílmico que conocemos como el cine pornográfico— y la calidez onírica de los efectos especiales y el ilusionismo hicieron de la cultura del siglo xx un territorio bipolar e inestable. El caos en el imaginario ha estado presente desde que el Hombre pintarrajeaba las paredes de las cavernas; sin embargo, el desplazamiento de la visión que ofrece el cine magnificó su importancia. Nuestro reflejo en la pantalla dio lugar a un caos en la creatividad, en lo intelectual y en lo ideológico.
Casi un siglo después de que Poincaré se resignara a que había problemas demasiado complejos para ser resueltos por los métodos clásicos, nace una nueva ciencia, la teoría del caos, la cual podía aplicarse a resolver problemas en varios campos del conocimiento teórico en matemáticas, física y química, así como en la resolución de problemas del mundo real en biología, medicina, ingeniería, astronomía y economía. Si bien el concepto del cosmos fue ideado por los griegos para definir un sistema ordenado, el caos era entendido como cualquier fenómeno errático, ausente de orden y regularidad; asimismo era el estado de vacío informe que precedía a la creación del cosmos. El caos era imaginado como una hendidura, un boquete infinito sin sentido en el que se fundían el cielo y la tierra, donde todas las cosas se encontraban indiferenciadas. Para Heráclito, la totalidad amorfa del caos primigenio era el auténtico cimiento de la realidad. A partir de la década de los sesenta, la naturaleza del caos se redefine al aparecer la teoría científica que hace del caos un sistema que se determina por una gran sensibilidad a las condiciones iniciales y que es gobernado por una ley que le da estructura y orden, como escribe Barry Parker en su libro Chaos in the Cosmos. Es decir, se trata de sistemas en los que una pequeña variación de los parámetros produce grandes diferencias en los resultados. Como anticipó Heráclito, la realidad habría de volverse explicable gracias al caos.
El espectáculo de la belleza, la aventura, el horror y el romance, que prácticamente no tenía lugar en la vida cotidiana del hombre común, de pronto se volvió una presencia dominante. Una de las formas típicas del caos es la turbulencia, y ésa se volvió la característica dominante de la cultura de la modernidad: el todo aquí y ahora en su flujo frenético creaba remolinos de imágenes cuyos significados y propósitos se reinventaban de manera azarosa. La gozosa confusión caótica de arte, cine y ciencia abrió las posibilidades a nuevas formas de ver y entender. El cine no vino a explicar el significado del caos, sin embargo pobló ese abismo oscuro y aterrador con personajes, diálogos y visiones fabulosas.
En su esfuerzo por resolver el «problema de tres cuerpos» mencionado antes, Poincaré estableció las bases para la teoría del caos, que es considerada uno de los descubrimientos más relevantes de la ciencia del siglo xx. En la década de los sesenta finalmente fue posible, gracias al poder del cómputo, encontrar la solución de ese problema: en 1991, el matemático Quidong Wang lo resolvió para un sistema con un número n de cuerpos. El mismo poder que hizo posible este progreso dio lugar a la digitalización de la imagen cinematográfica, y junto con numerosos prodigios visuales y sonoros tuvo lugar el secuestro del cine hollywoodense por la estética y ética del videojuego. Esto se ha traducido en una frenética cacofonía audiovisual, en un entretenimiento con síndrome de déficit de atención que tan sólo tiene interés en hipnotizar, abrumar y bombardear al espectador, dominarlo con el único argumento del estruendo, la velocidad y las explosiones. Hoy la forma dominante de entretenimiento en video es llamado por algunos cine del caos o chaos cinema, un subgénero que indica un retorno al cine primitivo de las imágenes shock. Podríamos aventurar entonces que el cine nace al tiempo en que se revela la importancia del caos cósmico y termina sus días, por lo menos en su vertiente más comercial, inmerso en el caos estéril de la ironía, la violencia y la furia.