«Nos da miedo elegir. Jesús insiste en la elección. Lo único que Él condena completamente es evadir la elección. Elegir es comprometerse, y comprometerse es correr el riesgo de fracasar, el riesgo del pecado, el riesgo de la traición. El hombre que comete un error puede arrepentirse, pero el hombre que duda, que no hace nada, que sepulta su talento en la tierra, con ése Él no puede hacer nada». Así reflexiona el padre Quintana (Javier Bardem) en un sermón dominical que forma parte de To the Wonder (2012), de Terrence Malick, que en México se estrenó con el título de Deberás amar. El sacerdote atraviesa momentos de crisis: vive rodeado de miserias materiales y emocionales, y en más de una ocasión se escucha su voz cuestionando a un dios que, si no es sordo, es por lo menos mudo. Sus dudas tienen ecos terrenales en Marina (Olga Kurylenko), una joven rusa que viaja a Estados Unidos con Neil (Ben Affleck) luego de tener una relación romántica con él en París. El religioso dice en otro sermón que tenemos el deber de amar, pero para la joven inmigrante esto se convierte en una meta inalcanzable, pues no atina a lidiar con la nostalgia y las dudas de su pareja.
La reflexión que hace el religioso en esta película puede hacerse extensiva a la filmografía completa de Malick, un realizador que se ha servido del star system sin contaminarse, que ha sabido mantenerse inmune frente a la frivolidad de la industria norteamericana y rehúye toda presentación pública. Sus cintas, particularmente las más recientes —desde El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011) hasta Song to Song (2017)—, acompañan a sujetos que se han extraviado en el camino y han llevado a la práctica las diferentes acepciones que caben en el verbo errar: no aciertan y vagan de una parte a otra, divagan. Estas películas, que renuncian a la narrativa convencional y van de la contemplación al acompañamiento obsesivo, dosifican la información y nos sumergen en el vacío y la evasión de sus protagonistas. El estilo, con abundantes dosis de poesía, apoya este curso y contribuye a dar forma a un discurso que tiene en su centro la crisis del hombre contemporáneo, que ha hecho del desatino un destino, que vive en la precariedad emocional en un mundo de abundancia y comodidad materiales.
Malick, en voz del soldado Witt (Jim Caviezel) en La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), afirma que el mundo y lo humano no se agotan en lo evidente, y anota que él ve «algo más»; y decide creer: creer es una opción que tiene su origen en la voluntad, y tanto Witt como la señora O’Brien (Jessica Chastain) en El árbol de la vida, deciden creer incluso ante el silencio de Dios, ante la evidencia de la muerte y la guerra. Los personajes de Malick se ven compelidos a elegir. A menudo se equivocan, y las cintas registran el proceso de hacerse cargo de sus realidades. En El nuevo mundo (The New World, 2005), el británico Capitán Smith (Colin Farrell) se involucra con Pocahontas (Q’orianka Kilcher) y su relación alcanza para reevaluar al otro; en Días de gloria (Days of Glory, 1978) una pareja busca una salida fácil a su miseria y sus decisiones ponen en riesgo su relación; el protagonista de Knight of Cups (2015), Rick (Christian Bale), elude el compromiso consigo mismo multiplicando parejas sexuales. Actualmente se encuentra en postproducción Radegund, en la que Malick sigue al austriaco Franz Jägerstätter, quien votó en contra de Hitler en el plebiscito para anexar Austria a Alemania en 1938. El malestar con uno mismo acaso encuentra su abordaje más completo en El árbol de la vida, cinta que inaugura la prolífica y más reciente etapa del cineasta. En ésta, que obtuvo la Palma de Oro en Cannes, Jack (Sean Penn) vive como adulto una crisis que tiene su origen en la niñez. Ha crecido entre dos concepciones opuestas de la vida: la crueldad —incluso la brutalidad— de la naturaleza, que encarna su padre, y la espiritualidad, que es herencia materna. La cinta explora este conflicto y sus consecuencias, las dificultades para entender. Malick da cuenta del proceso de conciliación, y para ello se remite al origen de la vida. El camino está lleno de obstáculos, los que pone sin falta la vida misma, y que nacen con la competencia. A Jack el mundo comienza a desplazarlo muy temprano, con el nacimiento de su primer hermano. Él responde con hostilidad, y el odio crece con la violencia paterna, pero pierde asideros cuando su hermano muere en la guerra.
El diagnóstico es certero: el punto medular del malestar está en la indecisión, en la incapacidad de elegir y comprometerse, como afirma el mencionado padre Quintana. Y elegir supone, de acuerdo con Malick, abrazar la espiritualidad, lo cual no es sinónimo de tener fe: es ir más allá de uno mismo, de las propias fronteras físicas, incorporarse al flujo perenne de la vida. Malick no es un predicador católico y sus cintas no hacen proselitismo religioso. En su cine surge la maravilla de un universo que palpita y ofrece dosis de belleza inconmensurables. Si hay un fundamento, una divinidad, hay que buscarlo en la totalidad del universo; si hay un puente a lo sobrenatural es necesario asomarse a la naturaleza: el acercamiento, sí, es de corte panteísta. El universo que así se esboza nos rebasa y resulta fascinante; y más, mucho más, en las imágenes del cinefotógrafo mexicano Emmanuel Lubezki, quien colabora con Malick desde El nuevo mundo. (Malick lleva a la práctica laboral su propuesta temática, y da al cinefotógrafo la libertad de eliminar del corte final las imágenes que no le gusten).
Con estas temáticas y esos procederes, «leer» una película de Malick demanda del espectador una disposición a la participación: así puede iniciar un rico diálogo. Pero si se elige la holgazanería, se elige el aburrimiento (¿o el aburrimiento elige al espectador?), y la experiencia del que mira y escucha puede resultar exasperante: también en la sala oscura se puede errar.