Hugo Hernández Valdivia
El cine latinoamericano vivió una refundación en los años cincuenta y sesenta del siglo anterior. El fenómeno fue bautizado como Nuevo Cine Latinoamericano y creció alrededor de una serie de reflexiones críticas que, bajo la forma del manifiesto o la poética, hicieron públicas algunos realizadores comprometidos en diferentes polos del continente: en Argentina, Fernando Birri dio a conocer su postura en Cine y subdesarrollo (1962) y Fernando Solanas y Octavio Getino en Hacia un tercer cine (1969); en Brasil, Nelson Pereira dos Santos sentó las bases de un movimiento en La conciencia del cinema novo (1955-1962), y Glauber Rocha dejó constancia de sus preocupaciones sociales en La estética del hambre (1965) y Estética de la violencia (1971); en Cuba, Julio García Espinosa
—quien falleció en abril de 2016— en Por un cine imperfecto (1969); en Bolivia, Jorge Sanjinés comenzó a dar cuenta de su forma de concebir el cine en Testimonio en Mérida (Venezuela) (1969) y posteriormente presentaría otros escritos de mayor alcance que fueron reunidos en el libro, que en el título lleva el programa, Teoría y práctica de un cine junto al pueblo.
Los autores de estos textos —algunos de los cuales ya tenían experiencia en la realización cinematográfica mientras que otros pronto la tendrían— cuestionaron el cine que se hacía en sus respectivos países y en el continente y sustentaron su quehacer artístico en sus inquietudes intelectuales y sociales: el nuevo cine latinoamericano nació del pensamiento y de la indignación. Es congruente, así, que los realizadores se dieran a la tarea de revisar la estética heredada y que replantearan sus usos con la ética como prioridad. La forma de concebir el medio y el oficio, los temas y los procedimientos, debían corresponder a la realidad de la que surgían. Entre los rasgos característicos de ésta, la tradición más rica, están, además del diálogo congruente entre formas y temáticas, la seriedad y la densidad; a menudo la gravedad, siempre la crítica y el rigor. Y si bien es cierto que no vemos muy a menudo propuestas humorísticas (rara vez el continente da pretextos para ello), el ánimo reflexivo y el aliento crítico también son ingredientes de la mejor comedia latinoamericana, como prueban la maravillosa Relatos salvajes (2014), del argentino Damián Szifrón, y la cubana Fresa y chocolate (1993), de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío. Pronto estas ambiciones se hicieron presentes en diferentes países, y mientras el cinema novo empujó en Brasil una generación de cineastas rebeldes, en otros países fue más un asunto de individuos. Tarde o temprano, sin embargo, todos coincidirían en foros o festivales y se unirían en agrupaciones. Es por eso que cabe hablar de un movimiento de dimensiones continentales.
En las décadas siguientes el cine latinoamericano ha vivido altibajos notables. Porque en largos períodos el séptimo arte se ha visto como una mercancía o, en el peor de los casos, como algo accesorio: en todo este tiempo no cesó la frecuentación de un cine frívolo que emula al cine comercial norteamericano y tiene como principal propósito el negocio. Pero aun en las épocas de vacas flacas es posible observar que subsisten la preocupación por lo social y el afán de repensar la realidad en la pantalla. También se ha mantenido la búsqueda formal (aunque tal vez nunca abundaron los cineastas radicales y viscerales —geniales— como Glauber Rocha, la preocupación por la forma sigue siendo prioritaria). La búsqueda de identidad y de originalidad ha hecho prosperar un cine que explora con rigor y ánimo crítico el pasado y el presente, la historia y el statu quo. Ahí es posible colocar a las mejores películas que se han producido desde los años sesenta.
Antes y hoy, el cine latinoamericano debe una buena parte de su presencia y reconocimiento a los festivales internacionales más importantes. Como señala Carlos Diegues, la edición del Festival de Cannes de 1964 «tuvo un papel decisivo en el descubrimiento internacional de este nuevo cine»: en la sección oficial compitieron Vidas secas (1963), de Nelson Pereira dos Santos —que obtuvo el premio de la Organización Católica Internacional (ocic)—, y Dios y el diablo en la tierra del sol (Deus e o diablo na terra do sol, 1964), de Rocha; en la Semana de la Crítica participó Ganga zumba (1963), de Diegues. Años después, Rocha obtendría en ese festival el premio a mejor director con Antonio das mortes (1969); en Venecia, años después, La edad de la Tierra (A Idade da Terra, 1980) obtendría el León de Oro. En Cannes, Venecia, Berlín o San Sebastián han competido y, en algunos casos han ganado premios, cineastas míticos como el cubano Tomás Gutiérrez Alea, los mexicanos Paul Leduc, Felipe Cazals y Arturo Ripstein, los chilenos Miguel Littín y Patricio Guzmán y el peruano Francisco J. Lombardi, entre muchos otros. En épocas más recientes hemos sido testigos del «descubrimiento» o la confirmación de cineastas excepcionales, como los mexicanos Carlos Reygadas, Michel Franco y Amat Escalante, el argentino Pablo Trapero y el chileno Pablo Larraín. El paso por esos foros ha abierto la posibilidad de que no pocos cineastas tengan la posibilidad de trabajar en el extranjero. El caso más reciente es el de Larraín, quien se hizo cargo de Jackie (2016), que acompaña a la viuda de John F. Kennedy. Europa y sus festivales han sido importantes, pero para medir el pulso y tener una idea certera de la buena o mala salud del cine latinoamericano es preciso asistir a los festivales más importantes de la región, es decir a Cartagena y La Habana.
De la vigencia de las preocupaciones sociales dan cuenta las nuevas voces del cine latinoamericano, como puede constatarse en el ciclo Talento Emergente que en septiembre y octubre programó la Cineteca Nacional (y posteriormente «replicó» el Cineforo de la Universidad de Guadalajara). Entre las cintas participantes es conveniente mencionar las operas primas mexicanas Maquinaria panamericana (2016), de Joaquín del Paso, que exhibe con humor las miserias de la sociedad; Sopladora de hojas (2015), de Alejandro Iglesias, que explora el sinsentido de la juventud, y Llévate mis amores (2014), documental que da cuenta de la extraordinaria labor que realiza un grupo de mujeres del pueblo veracruzano de Guadalupe La Patrona, que brinda apoyo a los migrantes que viajan en tren. La argentina La niña de tacones amarillos (2015), de María Luján Loioco, es una historia de crecimiento de una chica provinciana; la colombiana Alias María (2015), de José Luis Rugeles, aborda la cotidianidad de la guerrilla; Nunca vas a estar solo (2016), del chileno Álex Anwandter, exhibe la hipocresía y la discriminación en su país, particularmente en su trato a los homosexuales.
El cine de América Latina vive una época luminosa. Hoy abundan las escuelas especializadas en el audiovisual y el video ha hecho posible que cada vez más jóvenes se inicien en el medio. El reto, sin embargo, sigue siendo el mismo que han venido enfrentando los cineastas desde hace décadas: interesar a su propio público y hacer rentable la actividad sin hacer concesiones. Porque lo mismo en Argentina que en Chile, México, Colombia o Perú, el cine norteamericano se lleva la mayor parte de la atención y de la taquilla. La producción en general es buena en términos cuantitativos, pero las propuestas no consiguen apasionar a los que se creería que, de entrada, son sus receptores principales. El asunto es complejo y muestra por una parte el poco interés de muchos cineastas por su realidad y, cuando lo hay, se hace presente un desdén por tender puentes con el receptor. También se hace evidente que, para las cadenas exhibidoras, el cine es una mercancía y que, lejos de ambicionar la formación del público, seguirán transitando por los rentables terrenos conocidos. Asimismo, particularmente en México, queda claro que las políticas gubernamentales no han sido suficientemente creativas como para hacer llegar al público las tantísimas películas que hoy se producen (alrededor de ciento treinta por año). El reto para el futuro es resignificar al cine como un asunto cultural real.