Cine / Pablo Larraín y Sebastián Lelio: entre lo público y lo privado / Hugo Hernández Valdivia
El cine chileno ha incrementado su prestigio en las últimas décadas gracias a su presencia en festivales internacionales más que a la exhibición en su propio país (como sucede con casi todas las cinematografías del mundo). A ello han contribuido de buena manera la aparición y el crecimiento de una nueva generación de realizadores, entre los que destacan Pablo Larraín y Sebastián Lelio. El primero ha participado con éxito en los festivales de Cannes y Venecia; el segundo ha salido airoso de Berlín y San Sebastián, así como de la entrega de los premios Oscar. En el cine de los dos es posible rastrear elementos de estilo y preocupaciones temáticas que provienen de la tradición que contribuyeron a forjar autores como Silvio Caiozzi, Raúl Ruiz, Miguel Littín o Andrés Wood. En ambos hay una preocupación constante por el statu quo, por los asuntos públicos que tienen tarde o temprano una consecuencia en la intimidad. Si Patricio Guzmán, desde el documental, es y ha sido la conciencia política e histórica más visible, estos realizadores, desde la ficción y desde la intimidad, se han ocupado de las singularidades de la política chilena y cómo el ciudadano común responde ante ellas o se mimetiza con ellas; han dado cuenta, en todo momento, de la profunda división que está presente en el país. En cuanto al estilo, en mayor o menor medida se dejan ver y oír tintes oníricos. La ficción chilena a menudo susurra para gritar: el crudo realismo irrumpe con estrategias suaves, aun cuando la violencia y la confrontación son la consecuencia de los asuntos explorados. Una somera revisión de las películas principales de Larraín y Lelio no puede dar un panorama riguroso de la actualidad del cine chileno. Pero ofrecen, al menos, una buena brújula.
A Pablo Larraín lo conocimos en México por Tony Manero (2008), su segundo largometraje. El personaje epónimo toma su nombre del protagonista de Fiebre de sábado por la noche (Saturday Night Fever, 1977), que fue interpretado por John Travolta. El Manero chileno es Raúl Peralta (Alfredo Castro), un desempleado que vive obsesionado con el bailarín. Por medio de él, el cineasta perfila al chileno sin personalidad ni conciencia, dispuesto a copiar sin pensar. Algo similar sucede en Post Mortem (2010), su siguiente entrega: el personaje principal es Mario Cornejo (también interpretado por Castro), un empleado de la morgue que es capaz, por despecho, de llegar a la abyección. En ambas cintas, que se ubican en los años setenta del siglo anterior, los protagonistas son pertinentes para ilustrar la moral nacional, para exhibir la confrontación entre los que apoyan o apoyaron a Salvador Allende y los que aplaudieron al golpista Augusto Pinochet. El panorama expuesto es vigente; y, lejos de subsanarse, las divisiones se han agudizado (como puede constatarse lo mismo en los noticieros que en los documentales de Guzmán o de otros). En No (2012) vuelve al aciago periodo dominado por Pinochet, cuando éste llamó a un referéndum (en 1988). Acompaña a René Saavedra (Gael García Bernal), un publicista que diseña la campaña para invitar a votar por el «No» del título. De nueva cuenta, Larraín muestra una realidad contrastante y contradictoria, la hostilidad y la confrontación que caracterizan a la sociedad chilena. El diagnóstico que emerge de las tres cintas es elocuente, certero.
En El club (2015), Larraín concibe una franca denuncia. Acompaña a cuatro sacerdotes que viven apartados en una casa frente a la playa, donde «pagan» por las faltas cometidas. Su cotidianidad se ve conmocionada cuando llega un quinto hombre, acusado de pedofilia. Esta película permite al cineasta ventilar los pecados del pasado, lo mismo el apoyo al dictador que los abusos sexuales cometidos por miembros de la iglesia católica (que provocaron un escándalo aún vigente). En Neruda (2016) recoge las pesquisas que hace el inspector Óscar Peluchonneau (interpretado por García Bernal) para atrapar a Pablo Neruda (Luis Gnecco), quien es senador y es visto como enemigo del Estado. El perseguidor es un «pariente cercano» de los abyectos personajes de las cintas previas; sin embargo, en Neruda y con Neruda Larraín abre la puerta a la conciliación. Muestra cómo la poesía es capaz de engendrar vida incluso en un policía, y cómo el ser humano humilde, anónimo (el pueblo, pues), necesita al poeta tanto como éste necesita al pueblo. Propone algo cercano a la utopía: alrededor del poeta nacional es posible alcanzar la unidad chilena. Los buenos resultados de estas películas han permitido la internacionalización del cineasta: digirió Jackie en 2016, sobre la viuda de John F. Kennedy —y en la que también entrega buenas cuentas—; está en desarrollo The True American, cuyo estreno ha sido anunciado para este año y que se inspira en un libro de Anand Giridharadas.
Sebastián Lelio participó con Navidad (2009) en la Quincena de los Realizadores de Cannes. La cinta acompaña a una pareja que pasa la festividad del título con una joven fugitiva. El encuentro les da la oportunidad a los tres de ventilar sus contrariedades, las cuales en mayor o menor medida pasan por los conflictos con el padre. En el festival francés a la cinta no le fue muy bien. Muy diferente fue la suerte de Gloria (2013), que supuso el despegue del cineasta. En ella registra la ruta de una mujer madura que, como reza la canción manida de un cantautor manido, «pone vida a sus años», que vive con libertad y supera los obstáculos que suponen los prejuicios más rancios de la sociedad. En Berlín se llevó las palmas; la actriz principal, Paulina García, obtuvo el Oso de Plata (es decir, el premio a mejor actriz). El éxito alcanzado explica la versión en lengua inglesa de esta película: dirigida por el mismo Lelio e interpretada por Julianne Moore, el estreno de Gloria Bell (2018) está programado para marzo de 2019. El realizador tuvo además otra experiencia fuera de Chile: Desobediencia (Disobedience, 2017) da cuenta de las agrias experiencias de dos mujeres que viven en el seno de una familia judía ortodoxa en Inglaterra. Una mujer fantástica (2017) es, a la fecha, la película más exitosa de Lelio. Sigue aquí a Marina Vidal (Daniela Vega), una mujer transgénero que vive con un hombre maduro. Cuando éste muere, Marina enfrenta no sólo las agresiones habituales de la sociedad, sino la ira de la familia de su pareja. En Berlín obtuvo el premio a mejor guion; de la entrega del Oscar salió con la estatuilla a mejor película en lengua extranjera. En Gloria, Desobediencia y Una mujer perfecta Lelio presenta personajes de una fortaleza notable, capaces de encarar las abundantes contrariedades que se les presentan: por medio de ellos, el realizador exhibe, con lucidez y no menos valor, los prejuicios y la rigidez de sociedades machistas.
Larraín ha mostrado un interés que pasa en buena medida por la historia y la sociología: desde las vicisitudes que viven sus personajes se va perfilando la res publica; por medio de sus historias cobra relevancia y peso el contexto, la época. Más allá de dónde y cuándo se ubique, la historia establece un diálogo con la Historia. Lelio privilegia la intimidad, las relaciones de pareja, la familia. Más que hacer una disección de su tiempo y de los asuntos políticos, explora las consecuencias de los prejuicios, los obstáculos que presenta una sociedad rígida. Para sus personajes la búsqueda de la libertad es irrenunciable y se convierte en un motor para el crecimiento.
Para Larraín y Lelio el futuro es luminoso… y apunta fuera de su país. Sin embargo, a juzgar por las experiencias recientes de ambos, cabe suponer que alternarán proyectos locales e internacionales. Esperemos que así sea, porque sus películas hacen aportes valiosos a la América descalza, provechosos para alimentar la reflexión y la crítica sobre nuestra circunstancia.