Cine / Escasos pretextos para la risa / Hugo Hernández Valdivia

Recientemente sostuve una discusión más bien desganada con alguien que defendía la «comedia» mexicana Nosotros los nobles (2013), que me parece un producto cinematográfico mediocre (por decir lo menos). Ante la serie de carencias que a mi juicio son evidentes (propuesta de sketch televisivo, puesta en escena y situaciones telenoveleras, comportamiento y transformación de personajes inverosímiles, nulo trabajo de cámara), mi interlocutor alegaba el éxito de la cinta —que, efectivamente, es la película mexicana más taquillera de la historia— y el hecho de que no faltan testimonios de espectadores que aseguran haberse reído; añadió, además, que conseguía el objetivo que de acuerdo con sus parámetros se espera que cumpla una película ubicada en ese género (lo cual fue formulado en forma de pregunta y pretendía ser el argumento contundente que diera término a la discusión): «¿Cuál es el objetivo de la comedia?». Pero también aquí hubo un pretexto para el desencuentro: en la comedia, reviré, la risa es un medio, no un fin, el cual es hacer pensar (la risa no es el parámetro de calidad de una comedia). No llegamos a ningún acuerdo, justo es apuntar, y la conclusión de este episodio no hizo reír a nadie. Sin embargo, me quedé pensando… en la pobreza que ofrece actualmente la comedia; no sólo en México (que tuvo momentos insuperables en la Época de Oro), sino en el resto del mundo. En Hollywood, proveedor de la mayor cantidad de producciones de este género, pero también en Francia o en Italia.

En la actualidad no es tan fácil hacer un listado de comedias plausibles. Es cierto que en todas las épocas han aparecido cintas que provocan carcajadas, pero si han dejado alguna huella es sólo por eso. Son pocas las que llevan a cabo una exploración aguda de los asuntos que abordan, las que exhiben las miserias de los comportamientos humanos o invitan a reflexionar sobre las contradicciones sociales. Si bien uno no puede dejar de pensar en las obras de autores como Woody Allen o Nanni Moretti —y en menor medida en las de Judd Apatow o Roberto Benigni—, no hay en el paisaje realizadores de la talla de Buster Keaton, Charles Chaplin, Jacques Tati o Billy Wilder. (Un dato apoya de cierta manera esta percepción: en el Internet Movie Database, nueve de los diez títulos que ocupan los primeros lugares del screwball comedy —una especie de subgénero norteamericano que es un coctel de farsa, comedia romántica y comedia de enredos— fueron producidos antes de 1960).

De la comedia actual se extraña el afán crítico que alguna vez la caracterizó y la definió para la posteridad. Chaplin exhibió las desigualdades sociales en una buena parte de su filmografía; Keaton puso bajo su óptica la falsedad de las convenciones sociales; Tati mostró la impersonalidad de la modernidad, que tuvo —y sigue teniendo— su modelo en Estados Unidos; Wilder se ocupó de la fragilidad de la pareja, exploró comportamientos sexuales y matizó las bondades del amor como lo conciben los románticos. Todos ellos presentaron películas fundamentales en épocas de crisis (económica, bélica, moral), y, lejos de ofrecer perspectivas complacientes, subrayaron algunos rasgos sociales negativos, que se acentúan en esas circunstancias. Su afán es hacer ver, revelar. Y para conseguirlo apuestan por la acentuación, por la exageración de conductas establecidas o tendencias (la indiferencia ante la indigencia, la hipocresía, la mecanización del trabajo, la vida conyugal como un medio de control de las pulsiones, la modificación de las relaciones familiares al importar patrones de vida), al estilo de Molière, por ejemplo. La comedia así concebida se nutre de la realidad pero va más allá de ella. Además, Chaplin, Keaton y Tati no sólo escribieron y dirigieron comedias emblemáticas, sino que encarnaron a personajes cuyo comportamiento —aparentemente torpe, en permanente desfase con «la normalidad»— mostraba por contraste la ridiculez de los otros, los que llevan vidas productivas y han alcanzado una posición respetable en un esquema social cuestionable. En sus manos el humor es una ruta provechosa para hacer digerible aquello que duele.

En Estados Unidos, con excepción de Woody Allen —cuya filmografía alcanzaría para hacer un análisis de las relaciones de pareja en las últimas cuatro décadas y ofrece un diagnóstico lúcido y crítico de los comportamientos amorosos en cada una de las edades por las que va pasando— y, con menos brillo, Judd Apatow —quien desde la producción ha inyectado dosis apreciables de incorrección al paisaje norteamericano—, la comedia se ha olvidado de la corrosión, de la exhibición: de vez en cuando aparecen propuestas que conservan el aliento crítico y revelador, pero escasean los autores que han hecho de la comedia una constante, una vocación. No faltan motivos —tampoco crisis— para lanzar dardos críticos, pero ya no se encuentra el ingenio para el subterfugio de un Wilder, la elegancia de Leo McCarey y la desfachatez inteligente de los Hermanos Marx (para ampliar el paisaje). Aventuro una hipótesis para explicar este fenómeno: la televisión, que ha hecho del chiste verbal una constante (y un fin) y que ha apostado por el gag como herramienta casi única (antes que aventurarse a desarrollar asuntos de aliento más largo, como el que precisa un largometraje), ha impuesto su forma de concebir la comedia. Así se explica que hagan carrera cinematográfica figuras que surgieron o afianzaron su trayectoria en shows de televisión (como Dan Akroyd, en cuya carrera fue fundamental el paso por Saturday Night Live, o Rowan Atkinson con Mr. Bean, que es una especie de hijo putativo de Mr. Hulot, el personaje icónico de Tati). Eso explica, al menos en parte, la buena recepción a Nosotros los nobles. Su éxito es tristemente un fracaso para la comedia… cinematográfica, que hoy ofrece escasos pretextos para la risa y aún menos para la reflexión l

 

 

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