De acuerdo con las cifras que arroja la Internet Movie Database (imdb.com) al hacer la búsqueda de películas que tienen como keyword «amor» (alrededor de trece mil quinientas), es mayor el número de dramas (poco más de siete mil) que el de cualquier otro de los rubros que propone: es el doble del que presenta para «comedia», y es incluso superior al de «romance». Si bien es aventurado extraer sólidas conclusiones de estos datos, no es ocioso inferir que, para el cine, el amor ha sido y sigue siendo, ante todo, un drama, una privilegiada fuente de conflictos. Un drama concreto y entre seres humanos concretos, por lo demás, que pasa por la pareja o la familia y que viven dos —o más—, pues rara vez plantea el asunto desde una perspectiva antropológica, biológica o filosófica. Dejando de lado la ingenuidad que emana de una conceptualización simplista del amor —como es a menudo el caso de la comedia romántica según Hollywood y Disney— que redunda en una no menos frecuente cursilería, el amor se ha problematizado en numerosas propuestas que merecen atención. Entre el extremo que no oculta cierto optimismo y el desencanto acaso más cercano a lo que puede observarse en la realidad, hay un abanico de películas que reflexionan acerca de las implicaciones de una relación que se construye sobre tan enaltecido asunto. Entre Las alas del deseo y Nymphomaniac cabría ubicar Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), de Michel Gondry, cuyo protagonista, a pesar de haber tenido una relación tortuosa, se rehúsa a renunciar a los buenos momentos que vivió con su pareja; Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999), en la que Stanley Kubrick ilustra con lucidez cómo el matrimonio no es el nicho del amor, sino una precaución para la tentación… extramarital; Casablanca (1942), en la que Michael Curtiz propone la renuncia al ser amado como un gesto de generosidad romántica; Triste San Valentín (Blue Valentine, 2010), en la que Derek Cianfrance multiplica el dolor de la separación al hacer un provechoso uso del montaje y yuxtaponer el momento de euforia del enamoramiento y el del rompimiento; y un nutrido etcétera.
En Las alas del deseo (Der Himmel über Berlin, 1987), Wim Wenders registra una atípica historia de amor que tiene como protagonistas a los ángeles, que aquí acompañan de cerca a los humanos, comparten sus angustias y sus deseos, sus reflexiones y sus ambiciones; y si están más allá de lo humano, no son indiferentes a sus vicisitudes. Así lo confirma Damiel (Bruno Ganz), que observa con veneración a una trapecista (interpretada por Solveig Dommartin, quien, dicho sea de paso, era la pareja y musa del realizador en esa época). Su interés por ella es tal que decide renunciar a los privilegios de la eternidad para lanzarse a la aventura de abordarla como hombre. Wenders ilustra así que el amor humaniza: en el nexo que se busca con el otro, en el peso que adquiere el tiempo, el devenir. Para Damiel vale más un amor con epidermis, sangre, sudor y lágrimas —y harina y leche, pues se convierte en panadero—, con la fecha de caducidad que supone la muerte —en el mejor de los casos—, que la intemporal, inmaterial y neutra afectividad. No obstante, algo que cabría calificar de espiritual permanece en el tránsito a la humanización, rasgo que es, acaso, el gran anhelo de los simples mortales que se empeñan en ver en la especie algo más que animalidad, y la cumbre del amor (que trasciende lo físico).
Al otro extremo del amor estaría Lars von Trier, quien ofrece un retrato desencantado en su más reciente entrega: Nymphomaniac (2013). Joe (Charlotte Gainsbourg), la protagonista, nos recuerda que el amor se encuentra incluso cuando no se busca. Y este encontronazo se explica —al menos parcialmente— en la baja autoestima del amante y culmina en lo indeseable y, en su caso, hasta en la insensibilidad, una verdadera tragedia para alguien que, como ella, vive en la procuración incesante de las sensaciones. Honesta como el cineasta —y provocadora, cómo no—, va del delirium a la risa, contrapone la razón a lo irracional y no duda en hacer ver que el amor es la gran mentira. Mucho ha cambiado el discurso y la perspectiva sobre las mujeres (que en su filmografía nunca han dejado de aparecer como un misterio, como el misterio) y el amor que el cineasta danés tenía en 1996, cuando estrenó Rompiendo las olas (Breaking the Waves), en la que la bendita Bess (Emily Watson) no dudaba en sacrificarse por el ser amado y había insinuaciones de la presencia divina (con planos que sugerían la mirada de Dios). Ahora el amor es puro egoísmo, y conduce al desencanto, a la melancolía.
Woody Allen sugiere en más de una cinta cómo influye el autoengaño en lo relativo al amor. Pero ni Wenders ni Von Trier se engañan: comparten lo que ven, aquello en lo que creen; y ambos coinciden, además, en ver en el amor el origen del drama. A diferencia de la complacencia que habita numerosas propuestas románticas norteamericanas, sus apuestas parecen sinceras. Pero se ubican en dos momentos que no necesariamente se excluyen yque también estarían en los extremos del tiempo. Es probable que la trapecista y el panadero otrora angelical padezcan los contratiempos de la convivencia corpórea y su relación se desgaste inevitablemente (como acaso habría ocurrido con los amantes de Titanic o con Romeo y Julieta y tantos amores que perduran porque apenas duran). Es posible inferir que la insensibilidad de Joe se debe a la acaparadora fuerza del amor que la tomó desprevenida, que lo físico ha cedido su espacio a un algo más (que resulta insoportable para el eternamente insatisfecho).
El amor es ese nutrido etcétera al que cada quien le cuelga las virtudes y miserias que le ha tocado conocer o experimentar. Es esa gran apuesta que rara vez es exitosa, pero a la que difícilmente puede resistirse aun el jugador más racional. Así nos lo recuerda el cine con elocuente frecuencia bajo la recurrente gravedad del drama y, a veces, mediante la exacerbación del melodrama. ¡Ay!.