Un día cualquiera, un grupo variopinto de parroquianos coincide en el bar El Amparo. La normalidad de los asistentes se rompe con una serie de eventos violentos en el exterior. Como en El ángel exterminador (1962), una de las obras maestras de Luis Buñuel, los personajes se ven obligados a permanecer en el interior, no les queda más remedio que convivir y poco a poco muestran su lado sórdido; como en La colmena, una de las grandes novelas de Camilo José Cela, el lugar se convierte en un simbólico microcosmos que hace posible el análisis de la sociedad madrileña, acaso de España. Así progresa El bar (2017), el largometraje más reciente del bilbaíno Álex de la Iglesia, que inicia con el frenesí atmosférico que instalan las ácidas notas de «Portrait of Wellman Braud», de Duke Ellington, y que fue rodada en el famoso bar El Palentino, ubicado en el barrio de Malasaña.
La elección de una locación como ésta no es casual ni gratuita. En una entrevista publicada por el medio digital El Independiente, el cineasta afirma que «Madrid está unido a sus bares de manera intrínseca, no se entiende la vida de esta ciudad sin sus bares. El madrileño vive en los bares, los disfruta, los ama, celebra y llora en ellos, y lo hace a diario, desde que desayuna hasta que se toma la caña después del trabajo. Incluso come en bares, en sus barras». En el bar, De la Iglesia coincide con Buñuel, quien nació cerca de Zaragoza y en sus memorias (Mi último suspiro) anota que para él se trata de «un lugar de meditación y recogimiento, sin el cual la vida es inconcebible». Recuerda en particular el del Hotel del Paular, al norte de Madrid, donde «solía tomar el aperitivo» y al que llegó a querer tanto «como a un viejo amigo».
De la Iglesia hace de El Palentino un símil de la ciudad. En la citada entrevista apunta que «Madrid es el mismo caso que El Palentino, es muy parecida a El Palentino en el sentido de que a Madrid casi todo el mundo viene de otro lado. Eso ya me gusta. Es una ciudad francamente ecléctica, cuesta encontrar a una persona que diga que es de Madrid de toda la vida, hay pocos, hay mucha más gente de fuera que llega a Madrid con algún tipo de esperanza mística buscando un tipo de seguridad. Es una ciudad que es capital pero es muy pueblo y, por último, es una ciudad que no quiere agradar, no pretende ser bonita. Madrid es incómoda y el hecho de que no pretenda agradar a mí me resulta confortable». No es extraño, así, que sus cintas hagan eco de la violencia que palpita en una ciudad que puede ser gozosa y mezquina, por la que transitan sujetos ensimismados poco proclives a la solidaridad, en la que se puede estar bien en soledad en medio de la hostilidad. Lejos, muy lejos del Nueva York de Spider-Man, que apoya al arácnido héroe adolescente del título y así presume de solidaria, aunque la nota roja diga otra cosa.
De la Iglesia ha ubicado en Madrid el lugar de nacimiento de Satanás en El día de la Bestia (1995), y ha encontrado ahí el espacio propicio para el ejercicio del mal, como sucede en La comunidad (2000), en la que se desata la codicia de los vecinos de un edificio. En sus películas la ciudad es menos que un espacio turístico y más que un escenario de fondo. Adquiere protagonismo por su gente, por el crisol agresivo. Algo similar sucede con otro ícono de la ciudad que no nació en Madrid: el manchego Pedro Almodóvar. Sus películas alcanzarían para hacer el trazo de la geografía y de la historia citadinas desde los años ochenta. El cineasta dio imagen y sonido a la Movida, que significó una sacudida de la rigidez que imperó en los años del gobierno de Francisco Franco (aunque Almodóvar anota, en una entrevista publicada en El Tiempo, de Colombia, que «si eras Ava Gardner, podías pasártelo genial en Madrid y disfrutar de una vida nocturna increíble, a pesar de Franco. El productor Samuel Bronston rodó muchas películas en España en aquella década, así que Madrid era un segundo Hollywood y los actores vivían en la misma atmósfera de exageración y exceso que la que yo pude disfrutar de joven en los ochenta. Las fiestas se sucedían. Si Ava estuviera viva, ambos coincidiríamos en que Madrid era la mejor capital del mundo»).
A partir de la singularidad de los personajes que habitan la filmografía de Almodóvar se esboza acaso la mayor riqueza de su obra. La fauna que presenta luce auténtica; surge de la imaginación del cineasta, pero también de su gran capacidad de observación y escucha: en 1993, cuando asistió a la Muestra de Cine de Guadalajara, comentó que le gusta estar al pendiente de lo que se habla a su alrededor, porque se inspira en las entonaciones y conversaciones de los demás, de ahí que sus diálogos suenen naturales aunque estén «muy trabajados». Por otra parte, Rossy de Palma —esa actriz de inolvidables rasgos pronunciados— ha anotado en más de una ocasión cómo llamó la atención del cineasta en un antro, en los años de la Movida, gracias al vestuario poco discreto que ella portaba y que ella misma diseñó, por lo que se convirtió en colaboradora del manchego.
Almodóvar le ha tomado con lucidez el pulso a Madrid. Ha acompañado el crecimiento de una sociedad que ha ido del estruendo extrovertido y colorido a la gravedad y el desencanto, con un interés particular en la sexualidad. De la desfachatez a la introspección, Almodóvar ha ventilado las inquietudes de un país que encontró en el exceso la posibilidad de sentirse vivo. Es bastante notorio, por ejemplo, el cambio de la irreverencia y el deseo desenfrenado de Laberinto de pasiones (1982) a la sobriedad y la represión de La piel que habito (2011).
Madrid es poco amigable y no busca quedar bien con nadie… ni en su cine, de ahí que el turista prefiera otras fachadas y otros anfitriones. Es una ciudad que valora lo auténtico y, como sugiere De la Iglesia, expone y castiga la hipocresía: «Madrid es un lugar que acoge de una manera violenta y agresiva a todo el que quiere ser algo que no ha sido hasta hora. En ese sentido, es un sitio muy agresivo. Es muy La comunidad».