Cine / Apuntes sobre el cine catalán / Hugo Hernández Valdivia
El cine llegó a Cataluña meses antes de la célebre función inaugural de los hermanos Lumière, que tuvo lugar en París y a finales de 1895: fue en mayo, en la barcelonesa Plaza de Cataluña y con un kinetoscopio de Edison. No obstante, el cine no escapó a las vicisitudes políticas, y por diversas circunstancias la actividad cinematográfica fue escasa en las ocho décadas siguientes. Con todo, en este período hay más de un hito, como Vida de sombras (1949), de Lorenzo Llobet Gracia, que sigue a un hombre enamorado del cine; La piel quemada (1967), de Josep Maria Forn, que tiende un puente con el neorrealismo italiano y exhibe los contrastes sociales y económicos que se presentan en la costa catalana; o Los tarantos (1963), de Francisco Rovira Beleta, que recoge la historia de amor de dos niños gitanos y fue nominada al Oscar como mejor película extranjera (que al final se llevó Federico Fellini, con 8½). En 1975, tras la muerte de Francisco Franco, el paisaje cambia y se funda el Institut del Cinema Català.
A finales de los años setenta comienza a hacerse visible una generación de realizadores que despegarían en la década siguiente y que llevan a cabo algunas producciones en la región, aunque pronto «emigran» a Madrid. A ella pertenecen los barceloneses Bigas Luna, que obtuvo celebridad con Bilbao (1978), en la que seguía las contrariedades de un hombre atormentado por una prostituta, y Ventura Pons, quien debutó con el documental Ocaña, retrato intermitente (Ocaña, retrat intermitent, 1978), en el que, por medio del pintor del título, homosexual y andaluz, muestra el paisaje de libertades que había en Barcelona a finales de los años setenta.
En 1986 tiene lugar el debut del cineasta que ha puesto en alto a Cataluña con mayor frecuencia: Agustí Villaronga, quien nació en Palma de Mallorca. Ese año estrena Tras el cristal, en la que sigue a un médico nazi que años después de la Segunda Guerra Mundial realiza prácticas de tortura. La cinta transita bajo las prerrogativas del terror y es una experiencia inquietante. Años después, el cineasta compite por la Palma de Oro en Cannes con El niño de la luna (1989), que narra la historia de un niño que cree ser el elegido de una profecía africana. Con El mar (2000) participa en la sección oficial de Berlín. La película se inspira en la novela homónima de Blai Bonet y registra el reencuentro de un grupo de amigos que en la infancia vivieron un episodio trágico en un sanatorio para tuberculosos. Su cinta más conocida —y la película catalana más célebre— es Pan negro (Pa negre, 2010), que tiene como origen la novela de Emili Teixidor y regresa a un período que ha inspirado a más de un cineasta español: los años posteriores a la Guerra Civil. La historia sigue a un chamaco cuyo padre ha sido injustamente acusado de asesinato. La carrera festivalera fue exitosa y se convirtió en la primera película hablada en catalán que ganó el Goya. Villaronga ha pasado, como él mismo describe, de ser un «director raro, luego maldito y después de culto».
En el barcelonés José Luis Guerín el cine catalán tiene otro de sus baluartes. Desde el documental y la ficción ha reflexionado sobre la singularidad de su gran ciudad y la cultura de Cataluña. En construcción (2001), su documental más conocido y exitoso —obtuvo el Premio Especial del Jurado y de la Crítica en San Sebastián, y el Goya en su categoría—, lleva a cabo un riguroso proceso de observación y da cuenta de las vicisitudes que produce en un vecindario la construcción de un edificio de departamentos. El resultado es maravilloso. Desde la ficción cabría resaltar dos títulos: Tren de sombras (1997), un homenaje silente al cine que registra las contrariedades de un fotógrafo en los años veinte, y En la ciudad de Sylvia (Dans la ville de Sylvia, 2007), película en la que sigue a un hombre que va tras las huellas de una mujer que conoció años atrás. Con esta cinta, Guerín compitió en Venecia por el León de Oro.
En Barcelona ha prosperado una forma de concebir el cine documental. En esta materia es posible hablar de una escuela catalana. En la no ficción pueden rastrearse los asuntos que ocupan y preocupan a la gente de la región y del país. Es el caso de Ciudad muerta (Ciutat morta, 2014), de Xavier Artigas y Xapo Ortega, que registra la ocupación de un cine abandonado llevada a cabo por ochocientas personas para visibilizar el caso de una joven suicida. La cinta, que busca elucidar el misterio y tomar el pulso a la ciudad, obtuvo premios en los festivales de Huelva y Málaga. Lesa humanidad (Lesa humanitat, 2017), del argentino Héctor Faver, que hace un examen de conciencia, regresa a la memoria de los abusos del poder en España y da voz a las víctimas del franquismo. Pero desde el documental también se manifiesta el afán de explorar asuntos importantes y urgentes en otras latitudes. Es el caso del extraordinario Balseros (2002), de Carles Bosch, quien acompaña a un grupo de cubanos que emigran en balsa desde Cuba hasta Florida. La cinta obtuvo dos premios en el festival de La Habana y fue nominada al Oscar de la especialidad.
En Cataluña también hay un espacio privilegiado para el cine fantástico. Ahí se lleva a cabo el festival más antiguo de cine de ese género, el de Sitges, que este año anuncia su edición número 51. Por ahí han desfilado propuestas innovadoras, como Holy Motors (2012), de Leos Carax; Old Boy (2004), de Park Chan-Wook, y El libro de cabecera (The Pillow Book, 1996), de Peter Greenaway. Por otra parte, el terror es un asunto habitual en la cinematografía catalana. Baste mencionar los nombres de J. A. Bayona y Jaume Balagueró. El primero es responsable de El orfanato (2007), en cuya producción estuvo involucrado Guillermo del Toro y que compitió por la Cámara de Oro en Cannes (premio que se entrega a la mejor opera prima de todas las secciones); posteriormente daría buenas cuentas en Lo imposible (2012), coproducción de España y Estados Unidos que registra las calamidades de una familia que sufre las consecuencias de un tsunami en Tailandia. Balagueró es fan del terror con toques de gore, y entre sus películas más conocidas están la saga de [Rec] y Mientras duermes (2011), que exhibe los miedos de la cotidianidad doméstica.
El nuevo siglo ha visto el debut o el despegue de cineastas notables. Entre ellos, el de Jaime Rosales, que en Cannes obtuvo el Premio de la Crítica y compitió por la Cámara de Oro con Las horas del día (2003), que descubre la vida criminal de un hombre aparentemente abúlico. Su siguiente largo, La soledad (2007), muestra los sinsabores y las alegrías de vivir en una gran ciudad; obtuvo el Goya a mejor película. No menos afortunada ha sido la trayectoria de Isaki Lacuesta. El oriundo de Gerona debutó con el largometraje documental Cravan vs. Cravan (2002), en el que sigue las huellas de un boxeador y artista que va tras el rastro de Arthur Cravan, boxeador y poeta que desapareció en el Golfo de México en 1918. Años después, con Los pasos dobles (2011), que recoge otra búsqueda, ésta hecha por un pintor en África, obtuvo la Concha de Oro en San Sebastián.
Con más de treinta años de trayectoria, Isabel Coixet, oriunda de Sant Adrià de Besòs, es la cineasta catalana más importante. Dos películas, de corte intimista y rodadas en inglés, se cuentan entre lo mejor de su filmografía: Mi vida sin mí (My Life Without Me, 2003), sobre una joven mujer que padece un cáncer terminal, y La vida secreta de las palabras (The Secret Life of Words, 2005), en la que registra las vicisitudes de una mujer que se hace cargo de un hombre que ha perdido la vista. Recientemente obtuvo celebridad Carla Simón con Verano de 1993 (Estiu 1993, 2017), que sigue a una niña que pierde a su madre y va a vivir al campo con un tío. La cineasta se llevó el premio a la mejor opera prima en Berlín.
Cataluña no ha escapado a las nuevas plataformas de exhibición. En Netflix es posible apreciar las maravillas de una serie, Merlí, que inició en 2015 y a la fecha acumula tres temporadas. Dirigida por Eduard Cortés y protagonizada por Francesc Orella, la serie acompaña a un profesor de filosofía que ingresa a una preparatoria. Cada capítulo arranca con los aportes de un filósofo y aborda problemáticas cotidianas. Dramáticamente funciona, y hace valiosas labores de divulgación. Asimismo, por esta vía se distribuye Gloria incierta (Incerta glòria, 2017), la más reciente entrega de Villaronga, que vuelve a los años de la Guerra Civil y avanza con amoríos y mentiras.
El audiovisual en Cataluña vive hoy un estado de salud muy bueno. Cuantitativa y cualitativamente. En 2015, por ejemplo, participó en noventa y tres películas (de las doscientas cincuenta y cinco que se produjeron en España). Como instrumento de cultura e identidad aún hay mucho que hacer, pues la mayoría son habladas en castellano, y aquí también se vive un fenómeno que se presenta prácticamente en todo el mundo: los catalanes tampoco privilegian su cine. Como anota Isona Passola, presidenta de la Acadèmia del Cinema Català, «Rodar un largometraje en catalán requiere mucho esfuerzo y por eso la mayor parte de las cintas que se hacen en catalán o son documentales, o pequeñas películas, o cortos». Y si la respuesta en festivales es en general aceptable, la exhibición de películas habladas en catalán no supera el uno por ciento.