(Bucarest, 1956). En 2021, Impedimenta publicó su Poesía esencial. Es el ganador del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2022.
1.
Le quitas las escamas, lo limpias bien y lo abres por la mitad. Le sacas los intestinos, los huevos y la vejiga. Lo limpias de nuevo con agua clara de la fuente. Lo asas en la parrilla y de repente huele bien, y su piel se ennegrece y, cuando está listo, su olor te embriaga y se te hace la boca agua. Lo retiras de la parrilla y lo pones en un cuenco de madera, añades sal y cubres el lomo con ajiaceite. Separas su carne blanca de las espinas, la amontonas con los dedos húmedos y te la llevas a la boca, con un trozo de pan, partido también con los dedos, y el pan se humedece y alguna espina larga y fina se pega a la corteza. Tu barba y tus bigotes huelen a pescado asado, también tu piel huele a pescado, porque al fin y al cabo has llenado cestos de pescado desde que tienes uso de razón. Has vivido tanto tiempo entre peces que por la noche sueñas con peces, y cuando conoces a tu mujer en medio de la noche, le metes también un pez crudo, vivo y resbaladizo, en su raja que huele a pescado. Los pescadores son peces y sus mujeres son pececitas.
Tres veces lo atrapaste y tres veces lo arrojaste de nuevo al agua turbia. El pez grande, lleno de huevas, rodeado por un nimbo grasiento. Ese que te pescó en tu vida anodina, que te retorció y te convirtió de pescador de peces en pescador de hombres. Durante tres años pescaste hombres, ladrones y pecadores, hasta que la nasa se te rompió por culpa del peso. Los pescadores siempre han pescado en el agua. Él te enseñó a pescar en el cielo.
Tras el ajetreo y el furor de esos tres años regresaste a las redes, ¿qué otra cosa podías hacer? La boca pide comida y el cuerpo pide ropa. Los lirios del campo y los pájaros del cielo no necesitan nada, los alimenta el cielo con su maná. Pero el hombre no vive de cualquier palabra que brota de la boca de Dios. Ha sido un sueño, te dijiste, ahora estás despierto. Sólo los locos se paran a pensar qué significará eso de soñar con gente resucitada de entre los muertos o que camina sobre las aguas. La vida sigue adelante, el mar de Galilea está ahí, con sus aguas turbias, y la barca de Alfeo es la misma, un poco más corroída ahora por el moho y por el paso del tiempo. Y tus hermanos lanzan las redes de nuevo, ¿qué otra cosa pueden hacer? La vida al sol y al viento es buena, el pescado asado es bueno, el vino es bueno, es bueno estar vivo. Ojalá llegara también el olvido.
En el cuenco de madera, un pescado se ha convertido en dos. Desprendes suavemente la espina central con sus espinitas flexibles y su cabeza seca, la colocas en el borde del recipiente y luego separas la carne blanca, tierna y con unas bandas más oscuras, de la piel. La engulles con el pan, en el que se distinguen granos de trigo enteros. Te aclaras la garganta con vino agrio y dulce. Los comensales están contentos, cantan y gritan. Estallan de repente en carcajadas incontenibles. Las mujeres os esperan entre las sábanas, noche tras noche, con su agujero de debajo del vientre que huele a pescado. Sois hijos de las aguas, el cielo no es para vosotros.
Pero en lugar del olvido llega un forastero. Se acerca a la barcaza como si os conociera y os pide un pescado. Parece hambriento, de huesos frágiles. Se lo daríais, porque también a vosotros se os dio, pero no habéis capturado nada en toda la noche. Los peces se han agrupado en el fondo del lago. Su emperador les dice qué tienen que hacer, cuándo deben salir y cuándo quedarse escondidos. Pero mira, aquí hay uno más grande que el emperador de los peces.
Pues el forastero ordena: «¡Echad las redes!». Y vosotros le hacéis caso sin saber por qué. Tal vez las reminiscencias del sueño floten todavía sobre vosotros. Y las redes salen de nuevo rebosantes de peces, peces que huelen a peces, peces de ojos saltones, que abren unas bocas de labios duros y agitan inútilmente la cola. Peces forcejeando en un ovillo sucio. Los contáis, son ciento cincuenta y dos peces, y el forastero frunce el ceño. Deberían ser ciento cincuenta y tres, como se dice en el libro. El forastero os pide el pez que falta, el único que puede calmar su hambre. Por él deja el pescador a todos los demás y lanza la red de nuevo. Lo contempláis impotentes. Es como si no hubierais capturado ningún pez.
Entonces os sacudió el miedo y el temblor. «¡Es el Señor!», gritaste. Pero no te desnudaste para lanzarte al agua. Tampoco tus hermanos dieron un paso adelante. «¡Ya no queremos ser los elegidos!», os dijisteis ahí, en el puente de la barca de Alfeo. «¡Queremos recuperar nuestras vidas anodinas, queremos a nuestras esposas que huelen a pescado, queremos los amaneceres que se vierten sobre el Genesaret, no el del libro, sino el mar de verdad, el que no te sostiene si quieres caminar sobre sus aguas! Queremos reír y cantar en nuestros banquetes bebiendo vino y comiendo pescado asado. Queremos llegar a ser pescadores viejos y que nos entierren más adelante los pescadores jóvenes. Tres años de tormento han sido más que suficientes. ¡Señor, elige a otros! ¡A nosotros arrójanos de nuevo al agua!».
Luego os quedasteis solos, pues Él ascendió en un remolino de viento y polvo. Cantasteis y disfrutasteis el resto de vuestra vida. Os enterraron los pescadores más jóvenes y vuestros hechos se convirtieron en un relato. Pero el pez, el único que faltaba en la red, el fruto jamás traído, lo has buscado cada amanecer, en la orilla del mar de Galilea, agachándote para mirar en las profundidades de las aguas. Tu rostro barbudo, tus ojos tristes te respondían entonces desde las olas. El pez que falta, el alimento de olor agradable al Señor.
Salpicabas luego, con los dedos, tu rostro en el rostro del agua.
2.
A caballo, en burrito, en camello, en buey e incluso en carnero, cuando eras un niño, hasta que te pisoteó el carnero y a punto estuvo de matarte. Pero ya entonces todos los pelillos de tu cabeza estaban numerados. Pues tú tenías que convertirte en una gran estirpe. Ya entonces los tenías a todos en tu vientre, como el cedro más tupido se encuentra ya en la pequeña semilla. Siempre en bestias de tiro, por caminos de tierra roja, que se alargan y se separan sobre el pergamino del desierto. Siempre errante por ciudades de adobe, cada una con su emperador y sus carros de lucha.
Siempre con ella encaramada a tu espalda. Siempre rozando tu espinazo con su rostro, con su cabello, con sus pechos. La mujer cuyo bello rostro te ponía en peligro. Siempre su perfume a vuestro paso, mezclándose con su cabello y con el polvo que levantan las pezuñas. Siempre huyendo de la presencia de las gentes del desierto, atraídas desde lejos por el aroma de sus caderas. Viajabais sobre todo de noche, bajo la cadera perfumada de la luna, aplastando con las pezuñas los escorpiones y las serpientes del desierto.
Tu vida, con las ovejas y los carneros, con los robles solitarios y los ángeles hambrientos a su sombra, con ese Dios extraño, sin rostro, que te eligió para ser el padre de muchos. Como las estrellas del cielo, como los rastrojos de los caminos. Perdido en las profundidades del tiempo, bajo los tiempos, como la semilla perdida en la tierra. Ya entonces pasado y antepasado de todos. Y luego Sara, Sara hecha de aire, con su bello rostro, con su cadera redondeada. Sara de aire y de agua que flota eternamente sobre tu espalda, con el trote suave del animal de tiro. Esposa en el desierto, junto a la hoguera, en los descansos nocturnos, confiando en que el niño prenda en cada coyunda, pero estéril, inservible a ojos de la gente. Hermana en las ciudades, por miedo a los hombres desconocidos, atraídos desde lugares remotos por su perfume de mujer. Pero para ti la mentira y la verdad rugían juntas en sus pechos de aire y agua, porque era sólo tu hermana a medias, pues era hija de tu padre, pero no de tu madre, y esposa también a medias, pues no te daba hijos, como es el deber y la virtud de las esposas.
A lomos de mulos, de camellos manchados de barro, de vacas gordas y flacas. En caminos rojos como las manchas de sangre que se escurren en el polvo, pues la vida de cada criatura está en su sangre. Bajo nubes más rojas que el polvo del desierto, bajo higueras secas y negras como la pez. Entre espinos y zarzas. Entre ruinas con búhos, profetas y murciélagos. Y de repente un país donde manan la leche y la miel, y otro donde manan el fuego y el azufre. Todos dibujados a pluma sobre el pergamino del desierto.
El faraón vio a Sara y la deseó en lo más profundo de su corazón. Y Sara flotaba sobre tu espalda, pechos de agua, caderas de aire, labios iluminados y labios oscuros. Tu mitad estéril, pero de rostro hermoso, como engaña la luna con su rostro que no da luz. Es tan sólo mi hermana, le dijiste, y el faraón la tomó como amante, la condujo a su palacio y Sara se abrió de piernas bajo el faraón. Y tú pasaste noches y noches en una choza, junto al fuego, bajo la cadera de la luna, sin esperanza de volver a verla jamás.
¡Oh, mi hermana por parte de padre, mi mujer por parte de la luna! ¡Culmina tu danza en el lecho del faraón! ¡Grita de alegría bajo el vientre del faraón, pues eso no quiere decir nada! Porque no serás mía ni suya jamás. En ti vive un ave nunca acariciada. Sus plumas están limpias y su alto vuelo es firme. Tú estás en mi pensamiento como está el pájaro en tu corazón: intacto, incólume. Un rostro hermoso, un cuerpo de agua y aire. Un vuelo jamás lastrado por la carne, la simiente y la sangre. ¡Eres algo más que tu cuerpo, Sara! Yo he visto el faisán a través de tu carne transparente y ya tengo suficiente. El faraón no lo ve y sus manos no lo alcanzan por mucho que estruje tus pechos, y su miembro no lo puede tocar, y no te conoce y no te posee. Eres viento y agua en sus brazos.
Y el faraón lanzó un grito una vez con Sara en su lecho, pero no vio el faisán. Lo vio Dios, que volaba muy alto. Mitad pájaro, mitad mujer, mitad hermana, mitad luna. Un perfume aceitoso que atrae a los beduinos del desierto, elevados de repente a los cielos desde las monturas de los caballos y las albardas de los camellos. Miles de hombres vestidos de blanco volando a los cielos en pos de esa hada traslúcida, formando las plumas de su cola. Y entonces las grandes plagas se abatieron sobre Egipto, y unos gritos terribles se escucharon en las chozas y en los palacios de los ricos, pues la estéril lanzó su maldición sobre el país del faraón y las mujeres de los egipcios se volvieron yermas y sus primogénitos murieron. Y el faraón tuvo un sueño en el que el faisán le decía: Déjame regresar con el que me ve.
¡Oh, hermana de mis hombros, esposa de mis caderas! Estás de nuevo en mi caballo, a mi espalda. Tus pechos de viento, que no han mancillado las manos de un hombre, tocan de nuevo mi espalda. No te pregunto nada y no me dices nada. Mi dolor no se puede expresar en palabras, sólo en una canción. Seguimos nuestro camino infinito y el pergamino del desierto cruje bajo las pezuñas, y cuando cae la noche el sol se cubre con la luna para no tener frío, se envuelve por completo en ella. Y cuando hacemos un alto, en una cabaña, bailas tu danza y gritas bajo mi vientre como si no hubiera sucedido nada, y no sucedió nada, y eres inmaculada. Sólo cuando veo que te quedas dormida, canto en voz queda en el silencio de la noche.
3.
Soy barata, cuesta mucho más una jarrita de vino. Espero en la callejuela, debajo de la higuera, sentada con las piernas cruzadas y con mis cabellos más largos que yo cubriéndome el rostro. En una ocasión los hijos del cielo vieron desde sus nubes las melenas de las hijas de la tierra. Así extendemos nosotras las velas, como las arañas entre las ramas. Se enredaron en sus cabellos, revoloteando con un ala, y ellas sorbieron la gota de oro de sus cuerpos.
Soy muda, sorda y ciega, agacho la cabeza y el cabello cubre mi rostro. Me sobresalto tan sólo cuando siento las dos monedas que caen en mi regazo. Tocan a través de la ropa mi flor negra. Es todo lo que tengo, todo lo que soy para ellos. Una herida en carne viva en un matorral oscuro. Una herida que no se cierra, pues cada día se clavan en ella sables, lanzas, cuchillos, punzones. Me incorporo para mi incesante martirio. Apoyo la mano sobre su hombro y lo sigo con la cabeza inclinada, como una ciega guiada por otro ciego. Acabamos donde todo empieza, en un lecho agrio de tanto sudor. Ahí florece mi flor negra, ahí es mi flor negra atravesada de nuevo, ahí gimo extendida en la cruz, desgarrada en pedazos, entregada a las fieras en la arena del circo. Una leche turbia llena mi cuerpo y luego me quedo sola de nuevo, envuelta en mi cabello húmedo que llega hasta mis plantas.
Soy la ramera que espera acurrucada bajo la higuera. El trozo de carne para todos los colmillos, para todos los dientes. Mi flor negra y roja sangra, señal de que estoy viva. Siento en mí los bebés que no van a nacer, bañados en el amor que no va a existir. He preparado un frasco de alabastro con aceite de nardo para mi amor. Un aceite caro, el dinero arrojado en mi regazo por miles de hombres. Pero su semilla cayó al borde del camino y no dio fruto. Una sombra dorada que me rodea es mi amor. Me revuelco en ella, como los heridos se revuelcan en su propia sangre.
Los días de Sabbat la ramera es virgen otra vez. La ciega ve y la humillada se alegra. Sostengo el frasco de alabastro en las manos y las melenas no cubren ya mi rostro. Abro los ojos y la ciudad se ilumina. La callejuela se llena de caras y la higuera, de frutos. Me levanto y camino entre la gente, las piedras y las ovejas. Respiro con mis amplias narices, entre mis labios agrietados. Llego siempre a otras plazas, a otros mercados. Es grande la ciudad santa. Arriba brilla en la bóveda la Jerusalén celestial, una bandeja de oro repujado, lejano y desconocido.
Lo veo en un patio abierto, sentado a la mesa con ladrones y pecadores. Los músicos callan, los instrumentos cuelgan de sus manos. Nadie toca los trozos de carne. Los panes están enteros y la bebida, intacta. Entro y nadie se fija en mí, pero él me conoce: me ha visto cuando estaba debajo de la higuera. Me mira a los ojos, pero no interrumpe su relato. Sus palabras se dibujan en el aire, su rostro es un círculo de aire. Sus ropas son más blancas de lo que podría conseguir cualquier blanqueador. Sus pies con sandalias de piel son los pies de un hombre.
Habla sobre el amor y la piedad. Un hombre cae entre ladrones, lo desnudan y un cuchillo se clava en su pecho. Se abre una herida de la que brota la sangre a chorros. El hombre yace en una zanja con una herida en carne viva. Su sangre grita lo que su boca no puede decir ya. Pasa junto a él un sacerdote y no lo oye. Pasa un levita y vuelve la mirada. La sangre grita pidiendo ayuda. La sangre es una boca abierta con los dientes manchados de sangre, un cuello que grita pidiendo ayuda. Pero un samaritano lo oye, baja a la acequia y le cubre la herida, cuida del apuñalado. Oculta la carne viva de la vista de la gente. Lo unge con aceite y lo cura. Y lo saca de entre los muertos y hay gran alegría en el cielo, pues estaba perdido y lo han encontrado, estaba muerto y ha resucitado.
Sus palabras dibujan historias en el aire. Su rostro es un óvalo de aire. Sobre la mesa abarrotada de carne y copas de vino flotan sus historias como cúpulas de aire, atravesadas por faisanes y halcones. Los rostros irritados de los ladrones y los fariseos reciben por primera vez otra clase de alimento, otro pan, otro vino. Desaparece su carne, desaparecen sus ropas blandas, se quedan inmóviles, pintados en el aire. Son los que me arrojaron dos monedas en el regazo cuando era una niña, los que me clavaron los cuchillos, los sables y los punzones en el pecho. Ellos han mantenido mi herida siempre abierta, ellos son los ciegos que me han guiado a mí, ciega, hacia la zanja en la que yazgo: el lecho agrio de tanto sudor.
A medida que habla, él se convierte en Él.
Me siento a Su sombra, pego mi sien a Su rodilla, brillo en la balsa de oro que rodea Su figura. Vierto a Sus pies de hombre el aceite de nardo de la vasija de alabastro, los froto con mi cabello más largo que yo. Él lo percibe, pero no interrumpe Su relato. Coloca Su mano izquierda sobre mi coronilla, y mis pecados son perdonados, y mi herida se cierra. Y la balsa de oro que nos rodea se extiende cada vez más, abarca la mesa entera, con los comensales y los sirvientes, con los perros inmóviles en su cojín, con los cobertizos del patio grande. Con Él, que deja Su mano sobre mi coronilla, y con Sus palabras dibujadas en el aire. Con el cielo arriba, atravesado por faisanes y halcones. Con la bandeja de oro de la bóveda de la Jerusalén celestial.
El hijo del cielo se ha casado ahora con la hija de la tierra.
4.
Cuando era una niña en la dulce Madián, me sentaba apretujada con mis hermanas en la estera de mimbre, y nuestro padre, al que rodeábamos hasta casi asfixiarlo, parecía el centro de una flor de siete pétalos, pues nosotras éramos siete y todas arrimábamos el rostro a su pecho y su barba. Y nuestro padre, abriendo de par en par unos ojos fieros, nos contaba historias antiguas sucedidas en tribus árabes, con ídolos de madera que cobraban vida y devoraban el hígado de las niñas que salían del patio sin compañía, o convertían sus corazones en piedras de ónice. Nos moríamos de la risa con esas fantasías, pero nuestra risa se mezclaba también con un poco de miedo.
Luego llegó el forastero, un hombre callado. No sabía por aquel entonces que habría de dormir con él muchas noches, con mi sien pegada a su barba, y que alumbraría seis hijos y que los hijos nos darían nietos, que ahora son mayores y recogen también ellos su ómer de maná, con todos los demás. El forastero apacentaba los rebaños de mi padre, y a nosotras nos daba miedo pues era silencioso y de carácter reservado. Decían que había matado a un hombre. Una vez, al atardecer, cuando el cielo era rojo, estábamos todos comiendo de los cuencos colocados en el centro, sobre la alfombra raída y llena de arena del desierto. Y nuestro padre se volvió hacia el pastor forastero para preguntarle si conocía también él alguna historia. Él despertó como de un sueño, se quedó pensativo un rato y empezó.
En otra época, cuando el antepasado Jacob huía de su hermano Esaú, aprovechando la noche, su comitiva cruzó las aguas del Iaboc, y él se quedó rezagado, solo, bajo las estrellas. Y entonces un hombre descendió de los cielos, un hombre con las alas de un pájaro enorme. Le clavó las garras en el vientre y luchó con él toda la noche. Se revolcaron en sangre horas y horas, las alas estaban tan empapadas que no servían ya para volar. Brotaba sangre por todas partes y los dos rodaban y rodaban, unas veces el uno arriba, otras veces, el otro. Hacia el alba se quedaron sin resuello y se tumbaron de espaldas en el charco de sangre. Luego se levantaron tambaleándose, el hombre no tenía rasgos humanos, entonces Jacob lo supo: era un ángel del Señor. Lo miraba con unos ojos enormes que ocupaban la mitad de su rostro. Se agarraron del cuello, y Jacob le preguntó su nombre, y el hombre no se lo dijo. Luego se sacudió las alas, salpicando un montón de gotas a su alrededor. Se elevó hacia las estrellas pálidas del alba, y Jacob partió cojeando y empapado de sangre.
De las siete hermanas, el forastero me eligió a mí. Él guía ahora nuestro pueblo, y el Señor habla con él, ante la puerta de la Tienda del Encuentro, como habla un hombre con su amigo. Pero entonces era sólo un pastor, envuelto en su túnica. Estuvo cuarenta años al servicio de mi padre. Mi primogénito, Guersón, creció, él mismo tenía esposas e hijos. Y de repente mi esposo me dijo: Ha llegado el momento. Y abandonamos la dulce Madián para vagar por el desierto.
De camino a Egipto, donde sus hermanos gemían en la esclavitud, tuvo lugar el acontecimiento. El meollo secreto y temblor de mi vida. Estábamos en medio de la nada, bajo las estrellas. El frío del desierto nos arrimaba al fuego, casi apagado. Dormía con la sien apoyada en su barba, rodeando su pecho con el brazo. Todo sucedió violentamente. La noche estalló hecha añicos. Los rayos brotaron de las estrellas. Apareció un hombre y de repente el recuerdo de Jacob me vino a la cabeza. Pues el hombre tenía unas alas enormes, de pájaro que volaba sobre las nubes, y unos ojos no humanos, que se extendían por la mitad de su rostro. Era un ángel del Señor. Y de repente el cuerpo de mi esposo se elevó de la manta, como arrastrado a los cielos. Flotaba tumbado, a dos metros del desierto. Con los ojos en blanco y la boca abierta. Los dedos extendidos, el cabello alborotado. Su enorme garra clavada en su cuello. Mis gritos se alzaban al cielo como tallos. Mis manos aferradas al nácar de Su manto. Guersón saltó de su cubil, con el cuchillo de piedra elevado hacia Él, dispuesto a desgarrar su carne de luz. Pero el Señor lo redujo con su poder y lo lanzó al suelo como si fuera un harapo.
Y entonces, al ver cómo mi esposo forcejeaba colgado del vacío, con el enorme ángel inclinado sobre Él, me vino de repente una idea, no de la mente, sino de las entrañas. Como si mi mente, mi corazón y mi vulva se hicieran todo uno. Tomé del suelo el cuchillo de sílex, le levanté la ropa a mi primogénito y le corté el prepucio de golpe. Arrojé el anillo sangriento a los pies del Señor, gritando con toda mi alma: «¡A partir de ahora eres mi esposo! ¡Eres mi esposo de sangre!». Entonces Él sacó la garra del cuello de mi marido, se apartó y me miró con Sus ojos enormes. «¡Esposo de sangre!». Le grité otra vez, y él, entre chorros de luz, se elevó de nuevo a los cielos, y el cuerpo de mi marido se desplomó flácido sobre las mantas.
Nunca he sabido por qué hice eso. Desde entonces Guersón está circuncidado y es un sabio en la tribu de Levi, en Israel. Y sus hijos recogen con nosotros su ómer de maná, menudo como las semillas de cilantro, en los márgenes del campamento. Y vosotros sois sus hijos.
¡Ya está, ya os lo he contado, ahora todos a dormir!
5.
El espíritu de los celos se abatió sobre mí y las fuerzas del cielo se tambalearon. El sol y la luna se vistieron con sacos de pelo y no volvieron a alumbrar. Sus trenzas en los puños de otro, su boca en la boca de otro, sus pechos sobre el pecho de otro. La palomita de su cuerpo zureando bajo las caderas de otro. Fuego y lejía en mi garganta. Ya no sé si es de día o de noche. La mano de otro entre sus piernas. El miembro de otro en su herida. El gemido de ella en el oído de él. Mi niña ya no es mía, su sonrisa no es ya para mí. ¿Y cómo voy a vivir sin sus párpados y sin sus mejillas?
¿Qué voy a hacer, qué puedo hacer? El espíritu me desgarra, destroza mis intestinos. Voy a visitar al levita después del consejo. El levita abre el libro, lee. Recoge polvo del suelo de la tienda, ponlo en un recipiente de agua límpida. Dale a la mujer esa bebida amarga como la hiel. Para que jure que no conoce otro hombre. Y, si miente, sobre su estirpe caerán el odio y la maldición, y su vientre se hinchará y alumbrará sólo fetos muertos, negros, consumidos como langostas. Se le caerá el pelo y se quedará calva, la lepra devorará sus dedos y su nariz. Morirá podrida, en la vergüenza y el pecado. Y su nombre será borrado del libro de su pueblo santo.
Saqué a mi mujer de la cama y la llevé adonde el sacerdote, le di la bebida amarga. La bebió sonriente, con la mirada tranquila de una niña que muerde un higo. Juró, envuelta en blanco y en inocencia. Sus dientes eran más brillantes en la oscuridad del tabernáculo. Sus rizos negros se curvaban tranquilos, su mano blanca descansaba en mi brazo, su voz era la conocida, como el gorjeo de un bebé, y le creí. De repente brillaron con más intensidad los lirios del campo, y los faisanes se vistieron con más colores. La conduje satisfecho a casa, le regalé un vestido nuevo, le ofrecí panales de miel y tortas de almendra.
Pero el espíritu no me abandonó. Su lengua mezclándose con la de otro, la barba de otro buscándola, olisqueándola. Húmeda, húmeda bajo los dedos de otro. Ardiente, ardiente su jadeo en un oído ajeno. Y su grito final, y el cielo desplomándose sobre la tierra. Al diablo con todos los levitas del mundo, ¡yo tenía que verlo y averiguarlo! Me fui de viaje sin marcharme y regresé en medio de la noche, con el puñal en la mano, con la muerte en el alma. La sorprendí en el lecho inmaculado de nuestra boda precisamente cuando perpetraba el adulterio.
La eché a los caminos, al amanecer, cubierta apenas con un trapo viejo, golpeada, arañada y escupida. La muchedumbre la llamaba puta y arrastrada. Los hombres pellizcaban sus tetas y azotaban sus nalgas. Le arrojaban a la cara lavazas y basura. La tiraron al suelo, ante un hombre del que se hablaba en la ciudad. Un sabio, decían unos, un transgresor de la ley, decían otros. Lo contemplé con atención, pero no pude distinguir su rostro. Lo cierto es que era un óvalo de aire. Sus ropajes eran más blancos que la nieve, más blancos de lo que podría conseguir cualquier blanqueador. Era como un fuego blanco que no se consumía ardiendo. Yo mismo pellizqué la mejilla de la mujer infiel, retiré sus melenas, despejé su rostro lacrimoso. Él no la miró.
Estaba sumido en sus pensamientos, con la mujer desplomada a sus pies. Maestro, le dije, he sorprendido a mi mujer en flagrante adulterio. En el libro dice que alguien así debe ser lapidado. Mira, hay ya muchos hombres con las piedras en la mano. Cumplamos lo que es justo a los ojos de Dios.
No me miró. Se agachó y escribió algo en el polvo. Un bucle extraño, profundo, un camino que giraba y se cruzaba consigo mismo. ¡Maestro —le dije otra vez—, aquí está mi mujer! Pero él seguía dibujando la línea del camino curvado.
Mi mujer yacía sobre sus largos cabellos, cubierta apenas con un harapo. Iba a ser lapidada desde muy cerca. Su boca, su cabeza, su pecho, sus muslos. Su cráneo se rompería como un huevo, sus dientes volarían por el polvo sangriento. Sus gritos desgarradores cesarían, luego también sus forcejeos. Sacarían ese saco de huesos destrozados fuera del campamento, donde lo quemarían y desperdigarían sus cenizas. Eso era lo justo a los ojos de Dios.
El hombre que escribía en el polvo, rodeado por sus discípulos, parecía no oírme. Estaba profundamente sumido en sus pensamientos. Luego se incorporó bruscamente y, al cabo de un largo silencio, pronunció unas palabras que la ley no conocía. Tampoco los hombres de la ley, que blandían sus piedras. Aquellas palabras quedaron profundamente grabadas en mi corazón. De repente vi a mi mujer, cálida y viva, derrumbada sobre las baldosas, y comprendí el amor y el horror. Fui el primero en soltar la piedra, también los demás soltaron la suya, de tal manera que se formó una pila de piedras, como una frontera. «Misericordia quiero, que no sacrificio», recordé. Misericordia, no sacrificio.
El hombre, sabio o transgresor de la ley, la levantó del suelo y me la entregó, como un sacerdote en unos nuevos esponsales. Viva, cálida y sin pecado, como había sido siempre, como habría de ser siempre. Sus párpados y sus mejillas, sus rizos negros. La palomita de su cuerpo junto al palomo del mío. El hombre con rostro de aire tocó entonces para nosotros, con el laúd, una canción nunca antes escuchada.
Traducción del rumano de Marian Ochoa de Eribe.
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