Guadalajara, Jalisco, 1996. Su libro más reciente es Las ausencias (Secretaría de Cultura de Jalisco, 2024).
Las madres llevaron consigo lonches de jamón, sándwiches de frijoles con queso y fruta picada que, tras horas de esta revuelta en el mismo recipiente, tenía un sabor impreciso. Quitaron los trozos de servilleta pegada al birote, bebieron agua de las mismas botellas. Se sentía el calor del sol subiendo desde la tierra agrietada y el zacate carcomido por el polvo, y era como si el horizonte fuese una pradera interminable de aluminio: encandilaba. Ya estuvo, muchachas, dijo una de las mujeres, el aire es pura lumbre, hay que descansar un rato. Las madres dejaron las palas y los picos y se sentaron bajo la sombra trémula de las jacarandas, limpiándose el sudor de la frente, quitándose la suciedad y las costras de tierra de las uñas. El viento soplaba rizado de espigas, un viento caliente y malo, en esa hora del día en que el calor era tan angustiante que hacía imposible el mero acto de vivir.
A unos metros de distancia, dos miembros de la Guardia Nacional, impávidos, con las armas en descanso, miraban a las madres. Avelina Sánchez les arrimó la fruta. Ándenles, muchachos, agarren, les dijo, está haciendo bien mucho calor. Uno respondió, mecánicamente, que no, como si su protocolo indicara que no era conveniente interactuar con ellas. La tristeza es algo que se pega, es una plaga virulenta. Avelina eso sentía, que eso era lo que ella iba desperdigando en su tránsito por la vida; tristeza. Se le caía a pedazos a cada paso, como piel muerta. Era lo que la gente veía dentro de sus ojos. Era el timbre de su voz, la curvatura de su espalda, el filtro opaco con el que observaba cada uno de sus días. El segundo oficial sonrió apenas, era muy joven, y estuvo a punto de aceptar el trozo de jícama ofrecido, pero se cuadró ante la negativa del otro. Provecho, señora, le dijo. Este es nuevo, suspiró Avelina, a ver cuánto le dura el corazón. En el fondo también los comprendía; tenían miedo. Se exponían a demasiado por muy poco. También ellos corrían el riesgo de no volver a casa, de convertirse en otro rostro anunciado en la pared, otro más buscado por una madre. Avelina intentaba ser amable con todos los oficiales a los que el gobierno les ponía en disposición, aunque en el fondo no dejaba de pensar que cualquiera de ellos podía ser el que se había llevado a Andrés aquella madrugada de su martirio.
A las cuatro reanudaron las labores de búsqueda. Avanzaron rumbo a los edificios que parecían monolitos de cemento sobre el horizonte de Tlajomulco, gigantes petrificados, atlantes muertos. Las madres eran una procesión, un peregrinaje sin rumbo fijo, una romería sin letanías ni cantos, sin ramilletes de flores ni veladoras empuñadas, pero llevaban cada una, impresos en el pecho, los rostros de sus hijos. A ese lugar, la gente le llamaba Chernóbil. La Chernóbil de Guadalajara. Pero no por una catástrofe nuclear ni por la permanencia de algún desecho tóxico que volviera la zona inhabitable. No: era un lugar abandonado donde nunca floreció lo cotidiano, donde nunca vivieron familias, y que quedó relegado para siempre a la mirada del cielo. Un complejo habitacional fallido, en el que se despilfarraron millones de pesos; mil doscientos departamentos vacíos desperdigados en hileras de edificios en el centro de la nada. Iba a llamarse Lomas de Mirador.
Nunca atrajeron a nadie. Una metrópoli de silencio. Eran horas muertas, tiempo estancado y minutos suspendidos ante la curiosidad de los jilgueros. Había tanta pesadumbre en el ambiente, tanta desesperanza, que las personas no tuvieron otro punto de comparación ni encontraron otro lugar semejante en el mundo más que con Chernóbil, y se le quedó el nombre. Las autoridades decían que el abandono de Chernóbil detonaba un foco rojo de inseguridad en la zona, pero aplazaban la demolición. Ahí iban muchachos a grabar videos para redes sociales, afirmando que era sitio de apariciones y espantos, brujería y magia negra. Era sitio de reunión para equipos de airsoft y de gotcha, que jugaban a dispararse con pistolas de balas de pintura, simulando que el Chernóbil de Tlajomulco era en realidad alguna ciudad desolada por la guerra, como los videojuegos. Y, también, ahí acudía la gente a tirar cadáveres, a enterrar cuerpos y ocultar la muerte, con el mutismo cómplice de la desolación.
Avelina y sus compañeras vagaron a través de Chernóbil. El sol alargaba las sombras de los edificios por las explanadas desiertas. Vieron en los muros mensajes de amor, disparos de balas de pintura, excremento humano, condones secos. Vieron infinitos espacios habitados por las aves. Un cuarto donde creció una pradera de dientes de león y margaritas. Una enredadera del tamaño del corredor y sus raíces desbordándose en un río de ramas por las escaleras. La única realidad en ese reino era la del silencio. El contraste entre el concreto frío y el azul del cielo. Entendió por qué la gente creía que ahí hubo una guerra, le quedó claro el nombre de Chernóbil. Pero también agradeció esos pequeños resquicios donde la vida se abrió paso. Una flor minúscula entre las grietas del ladrillo. Quién creería la fuerza que tienen las flores, hijo, pensó. Nubes atrapadas entre telarañas, desde la esquina de una ventana. A lo lejos, el Cerro del Cuatro. El canto de los pájaros.
A veces le costaba creer los lugares a donde la vida la había llevado en sus búsquedas. Cañadas, valles, lechos de ríos. Despeñaderos de barrancas, maizales eternos. Había mucha naturaleza en Jalisco. Mucha naturaleza justa para el tamaño desmedido de la muerte. Una periodista le dijo que Tlajomulco era la fosa clandestina más grande de México; un cementerio, una tumba bajo sus pies. Andaban caminando sobre los muertos. Si vieras las cosas que he visto, hijo, pensaba Avelina. La vida después de la ausencia. Al principio no le alcanzaba el dinero para comprarse una pala. Ni para eso tenía. Escarbaba con instrumentos prestados. No adquirió verdadera conciencia de en qué se había metido hasta el día en que, en una búsqueda, encontró el cráneo de un niño o una niña, nunca lo supo, en el Bosque de la Primavera. Restos de un cuerpo minúsculo que fueron recogidos por los forenses, y llevados a la Semefo, donde todavía aguardaban por un nombre.
Antes de todo eso, antes de la ausencia de Andrés, Avelina Sánchez no era más que una cajera que trabajaba en un Bodega Aurrera por Isla Raza, a donde se había metido porque el dinero ya no daba para mantener la casa. Andrés, su hijo, recién había entrado a la Preparatoria 6, por Miravalle, y fue por esas épocas que, debido a sus horarios disímiles, madre e hijo comenzaron a distanciarse. Un día ella detectó un olor a marihuana en el cuello de las playeras escolares de Andrés. Le daba miedo, miedo de que su hijo ya tuviera 17 años, de que anduviera en esos barrios tan inseguros, que con cada día que pasaba lo conocía menos. Pero este quién es, llegó a pensar Avelina. Qué le pasó al niño que llegaba de la escuela con estrellitas de oro en la frente, y que ahora llega con los ojos rojos y riéndose como melolengo. Qué le pasó a mi hijo. Y de pronto, cuando ocurrió aquello, el salario de cajera no ajustó para buscarlo, mil cuatrocientos pesos a la semana no bastaban para dedicarse a buscar a alguien las 24 horas, siete días a la semana, todos los días de los años que me resten de vida, hijo, mi hijo.
Dejó todo. No le importaba. Y cuando su esposo le reclamó que pasaba demasiado tiempo buscando al hijo, que estaban descuidando el matrimonio, y quiso darle a entender que salieran adelante sin el primogénito ausente, que esta era la vida que les había tocado, ni modo, hay que resignarnos, Avelina le dijo que se fuera. Ella ya estaba al otro lado del dolor. Andrés no estaba, Andrés nunca regresó a casa, no encontraba a su hijo en ningún lugar del mundo, se quedó esperándolo en la medianoche y pasaron las horas y nunca llegó y seguían pasando las horas y nadie sabía nada de él, ya iban para dos años y Andrés seguía sin aparecer. Mi hijo, mi hijo, dónde estás, hijo. Por qué dejé que te fueras sin decir que te quería. Por qué te regañé, chingado, por qué te regañé. Por qué te fuiste de la casa escuchando la sarta de tonterías que te dije. Mi hijo, mi hijo, dónde estás, hijo.
Y la vida se convirtió en buscar a Andrés en La Primavera, en las laderas del Río Santiago, en cañadas de Zapopan. En Chernóbil, en Tlajomulco. Avelina había conocido a muchas mujeres. Madres, como ella. Que ya no sabían si podían seguir siendo llamadas madres ahora que no tenían a sus hijos. Las hermanaban las ausencias. Eran mujeres de la zona metropolitana y del resto del estado, de todas las edades. Mujeres que tuvieron que aprender los principios básicos de la ciencia forense para descifrar la lógica de los cadáveres. Mujeres que clavaban las palas en la tierra y de la tierra brotaba sangre. Mujeres que con sus manos sacaban bolsas negras repletas de pies, manos y cabezas. Mujeres que buscaban sin descanso a las quince mil personas que se encontraban desaparecidas en Jalisco.
Avelina y Marta deambularon alrededor de la última torre de Chernóbil. Marta era su amiga. Era malhablada, fumaba como camionero, y tenía las carnes anchas y felices. No conoció el mar sino hasta que tuvo cuarenta años, los dos días que la llevaron a Manzanillo en un tour que le costó dos mil pesos, y pensó que era una alberca gigantesca. Se levantaba a las cuatro de la mañana para ir a su trabajo como empaquetadora, donde entraba a las siete, hasta el sur de Guadalajara, y donde le pagaban mil doscientos semanales. Marta tenía que recorrer media ciudad a diario, por el tráfico de Periférico y López Mateos. También buscaba a su hija, que un día se fue a clases, y jamás regresó a casa. Marta no sabía si la habían secuestrado, si la mataron. Si la habían torturado, violado, si sufrió, si pensó en su madre. Le dijeron que a las muchachas las prostituían, las esclavizaban, les sacaban los órganos. Y aun así, Marta sonreía. Sonreía con sus horas malgastadas en el atolladero invivible de López Mateos, con el tumor cancerígeno que los del IMSS le habían detectado en un pulmón, y a donde no había regresado para que le dijeran si era benigno o maligno, porque le daba miedo. Sonreía porque conservaba la esperanza de encontrar a su hija.
—¿Qué le vas a decir a tu hijo cuando lo encuentres? —preguntó Marta. Para ella no había otra posibilidad: confiaba en que darían con ellos. En este punto ya no les importaba cómo. Sólo querían encontrarlos.
Avelina guardó silencio. Habían pasado dos años, Andrés ya no sería el mismo. ¿Cómo recuperarían la cotidianidad? ¿Con quién se encontraría? Pensaba que buscaba a un hijo que ya no existía, a un Andrés imaginario. Pero si no estaba vivo, ¿en qué estado lo hallaría? Desmembrado, carbonizado, mutilado, torturado, desollado, degollado, decapitado, descarnado, deshumanizado, desnombrado. Dónde, hijo. Dime dónde. Por qué te dejé ir sin decir te quiero. Por qué te dije cosas tan feas, por qué fui tan cruel contigo. Por qué no te detuve aquella noche cuando te fuiste de la casa llorando. Por qué, por qué.
—No le diría nada —dijo Avelina, y se le quebró la voz—. Nomás lo abrazaría y lo llenaría de besos a mi hijo.
—Le vas a hacer de comer.
—Claro. Le voy a hacer su lengua en salsa verde. Es su comida favorita. Lo voy a dejar jugar en su méndigo play todas las horas que quiera, y no le voy a decir nada. ¿Y tú, Marta? ¿Qué le vas a decir a tu hija cuando la encuentres?
—La voy a regañar, a la cabrona —sonrió Marta, y los ojos se le humedecieron—. Por hacerme pasar tanta preocupación. Morra vaga.
Lloraron un poco, pero no abandonaron sus labores. Ya no era extraño, el llanto era costumbre. Marta se quitó el pañuelo del cuello, se lo llevó a la boca, y tosió. Quedó impregnado de gotitas de sangre. Avelina sintió el animalito de la preocupación en el fondo de la garganta.
—Pinche Marta, ya deja de hacer desidia. Ve a que te chequen bien al Seguro.
—Ay, para qué, hombre. Así está bien, no pasa nada. En el Seguro nomás me van a quitar tiempo, si ya sabes cómo se las gastan. Yo tengo que estar fuerte pa’ mi hija.
—Pues por eso, por eso mismo tienes que ir a que te chequen. Para que cuando encuentres a tu hija estés sana, fuertota. De qué tienes miedo, ¿qué puede ser peor que esto? Total, todas vamos para allá. Todas nos vamos a morir de cáncer.
—O de tristeza. A mí se me hace que de tristeza, mija.
—Sí —suspiró Avelina—. O de tristeza.
Avelina y Marta se quedaron quietas entre los carrizos cuando escucharon las voces de sus compañeras rebotando entre los muros de Chernóbil, espantando a los pájaros. Las conversaciones estaban impregnadas de un timbre distinto. Venían del escampado, más allá de los edificios abandonados, en los recodos del viento. Avelina sintió un escalofrío. Siempre se preguntaba si ya era la hora, si por fin era Andrés, y la idea de encontrarlo le daba tanto terror como la de perderlo para siempre.
—Muchachas —les dijeron—, aquí hay restos.
