Tegucigalpa, Honduras, 1979. Uno de sus libros más recientes es Como las iguanas (Ediciones Arlequín, 2023).
Cien años de soledad, La montaña mágica, Fausto, Don Quijote de la Mancha, Guerra y Paz, Vida y destino, Paradiso, Germinal, El señor presidente son, entre otros miles, especies en riesgo de extinción.
Un arma implacable las extermina, se llama teléfono celular.
En riesgo de extinción a causa de una fuga de tiempo que no parece detenerse.
Los optimistas no hablan de extinción, aseguran que somos testigos de una metamorfosis más de la creación fabuladora humana, y que los libros se «expanden» (sin desaparecer) hacia otros formatos narrativos: series, cine, documentales, docuficciones, audiolibros. Ojalá.
Su argumento defiende una cierta idea de evolución: ¿no se transformaron los relatos orales en piezas de teatro, poemas épicos y libros?
Nada es inmutable y en cada mutación hay una piel que se queda en el camino. La pérdida de la oralidad, para el caso, representó también la desaparición de un tipo de memoria, de un tipo de transmisión cultural. Otra piel la sustituyó. La escritura hizo posible un diálogo entre lector y autor, logrando, además, el concepto de individuo pensante, al que por supuesto, le dio herramientas para crear un discernimiento propio distinto del discernimiento comunal. El libro le dio intimidad al pensamiento.
Lo mismo ocurre con la música: con el vinil desapareció la magia del instante único; cuando apareció el caset, el transporte de la música se hizo más robusto y accesible, aunque se perdió dimensión en el sonido; el CD superó el sonido del caset, sin igualar, no obstante, el sonido orgánico del vinil; ahora, el sonido es más compreso y chato, pero gracias a las plataformas de música, la opción es inagotable, accesible y transportable. Unas cosas por otras.
Por muy optimista que uno pueda ser, es imposible negar que estamos en vías de perder el diálogo entre autor y lector. Mutamos de la experiencia íntima a la experiencia exclusivamente individualista.
El paradigma del arte narrativo (más allá o no del formato que propone el libro) se transforma como consecuencia del triunfo del homo economicus frente al homo intellectus. Para el primero, el esfuerzo nemotécnico, el sentido crítico y la intimidad de la lectura provocan pérdidas económicas. Su narrativa (lejos de estar consolidada), nace y muere en aquello que es puesto en escena. Su campo interpretativo es endógeno y antropófago y las alusiones al mundo exterior son apenas ecos.
El objetivo del homo economicus es remplazar la experiencia real por la virtual. Busca convertir las ciudades en habitaciones de hikikomoris ambulantes (personas encerradas en sus habitaciones, únicamente conectadas a un mundo virtual y que pueden pasar años sin salir). Su visión es, a partir de una conexión de internet, establecer un eterno ahora, expansivo y dinámico.
El homo economicus no pretende terminar completamente con el homo intellectus, pero lo condiciona a vivir en reductos y servirse de su «rara» capacidad de generación de pensamiento.
¿Para qué los libros? El celular cabe en el bolsillo, es manejable y vende una experiencia multidimensional que entra por el sentido más entrenado de todos, el de la vista.
El homo economicus defiende la idea de que la gente necesita distraerse porque en principio está harta de su vida (el hartazgo viene siendo considerado como una inmanencia).
Los libros ponen los problemas en perspectiva, es más, los hacen emerger; mientras que el celular, los extravía, los confunde, los adjudica a otros. Instagram o Youtube son sedantes, tranquilizantes.
En cambio, Los hermanos Karamazov no.
¿Cómo va a competir Thomas Mann con las nalgas de Rosalía?
¿Cómo diablos, una lírica tan alambicada como la de Silvio Rodríguez, puede medirse al fenómeno mundial de Peso Pluma?
Juzguen ustedes mismos, dice Silvio:
«Hoy viene a mí / La damisela soledad / Con pamela / Impertinentes y botón / De amapola en el oleaje / De sus vuelos / Hoy la voluble / Señorita es amistad / Y acaricia finalmente / El corazón / con su más delgado / pétalo de hielo… ».
Responde Peso Pluma a la condición inmanente del hartazgo:
«Compa, ¿qué le parece esa morra? / La que anda bailando sola me gusta pa’ mí / Bella, ella sabe que está buena / Que todos andan mirándola cómo baila / Me acerco y le tiro todo un verbo / Tomamos tragos sin peros, sólo tentación».
Proclama el homo economicus: sedantes, antidepresores y ansiolíticos.
Los libros del homo intellectus fomentan la prevención, no aportan curas ni calmantes. No entienden la urgencia, el sentido de lo inmediato.
La derrota del homo intellectus también es su propia responsabilidad pues se recluyó en su saber y no lo quiso compartir. Y ahora, patéticamente, es incapaz de vivir sin su teléfono y sus privilegios.
La caída del Muro de Berlín es el mito que consolidó al homo economicus y su presea llegó con casi una década de retraso: el celular. Tan sencillo como eso. Esta minicomputadora es el botín de guerra. En ella se concentra la ciencia y el saber; física cuántica y la biblioteca de Babel, y por supuesto, la garantía de un consumo permanente que no distingue razas, situación económica, religiones, género.
Es el artefacto del homo economicus, como lo fue el libro para el primer homo intellectus.
No puedo evitar pensar en los neandertales que se fueron diluyendo en los rasgos de sapiens.
Creo que el futuro de la literatura dormirá en el recuerdo, será un atavismo, un sueño. Y soy optimista: por eso no desaparecerá.
¿Quién se acuerda del monólogo de Lágrimas en la lluvia, el soliloquio final de Roy Batty, el replicante de Blade Runner?
«Yo he visto cosas que no creerías. Atacar naves en llamas más allá de Orión. Miré rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir».
No es hora de morir, no todavía. Los invito a desconectarse, aunque sea un momento, del homo economicus que mora en nosotros. Escuchemos «Nabucco» de Verdi, «Fisherman’s song» de The Waterboys, «Como esperando abril», de Silvio Rodríguez, «Patria» de Rubén Blades.
Cerremos los ojos y prendámosle fuego a Peso Pluma, a Shakira, a Bad Bunny. Arranquémosle los ojos, cortémosle la lengua; convirtámonos por unos segundos en carniceros despiadados de la mediocridad. Asumamos el juicio que nos va a condenar por llevar a cabo estos crímenes.
Sometamos a nuestro celular a una dieta de pan, agua y latigazos, dejemos que se retuerza de escorbuto. Sométanse ustedes mismos, si es necesario, a una dieta de pan y agua, o de vino y amor.
Busquemos a Séneca, a Lezama Lima, a Montesquieu, a Homero, a Shakespeare, a Ibsen, a Sábato, a Vargas Llosa, a Roque Dalton, a Otto René Castillo, a Susan Sontag, a Jane Austen, a Toni Morrison, a Miguel Hernández, a Stendhal, a Marguerite Yourcenar, a Margo Glantz, a Pedro Lemebel, a Juan José Arreola y Juan Rulfo, a Borges y Bioy, a Góngora y Quevedo, a Raymond Chandler y Raymond Carver, a Doris Lessing, a Alice Munro, a Mario Mendoza… Y sigamos sumergiéndonos aún más lejos, para hacer aparecer otros nombres, todavía más olvidados.
Rescatemos el tiempo perdido en nuestras horas de pausa, antes de dormirnos, mientras vamos al baño, cuando esperamos nuestro turno en los bancos, mientras esperamos a nuestros hijos cuando salen de la escuela, en el bus, en el avión, en los trenes, en los días tristes, en las noches alegres.
No nos hagamos viejos, por favor, llenándonos la cabeza de basura.